Capítulo XIII 401-440

Publicado el 23 de marzo de 2022, 18:02

Allí fuera, pensaba Pilatos, había odiosas hormigas —cientos, miles de odiosas hormigas— que habría podido aplastar a su antojo, pero he aquí que las consideraciones políticas, en aquella miserable provincia, casi anulaban el poder del prefecto e incluso le obligaban a proporcionar protección a uno de aquellos fanáticos monoteístas. Allí fuera, pensaba Pilatos, estaban las bellas matronas romanas aburridas de la vida de provincias, las refinadas hetairas griegas, las espléndidas esclavas sirias, incluso alguna prostituta judía, pero he aquí que su verdadero deseo nacía solo a la vista de Claudia, y que ella —o el fantasma de ella, la mera apariencia de ella—, al acercarse él, salía de su estado letárgico para llorar y gritar, rodar por tierra y mesarse los cabellos.

El prefecto de Judea contemplaba el mar para escapar de la imagen de su mujer dormida en la cama, para no ver las casas en las que vivían las odiosas hormigas judías. Sentía cómo una terrible sensación de impotencia crecía en su interior, haciéndole desear sangre y violencia. Feliz su padre que había servido de soldado toda la vida, que se había vuelto famoso por los estragos en las campañas contra los cántabros, que por todo reconocimiento había sido distinguido con el pilum, la jabalina, y se había limitado a añadir al nombre de Marco y al apellido Poncio el sobrenombre de Pilatos, sin desear una brillante carrera en provincias que culminase con un cargo de gran responsabilidad en la corte imperial. En cambio, él, persiguiendo aquellos sueños, había terminado gobernando una miserable prefectura habitada por unos fanáticos incultos, cada vez más lejos de Roma, inevitablemente enamorado de una mujer que le odiaba y que quizás él mismo había hecho enloquecer.

Pasó entre los legionarios de guardia detrás de los que destacaba la figura del centurión Marco con su cara deforme, bajó a la playa y caminó por la arena hasta entrar en el agua. Desobedeciendo al médico sumergió sus torturadas manos en el agua salada, y se quedó mirando las vendas que se disolvían y flotaban, dejando al descubierto aquellas dos articulaciones cada vez más llagadas, cada vez más doloridas, cada vez más inútiles. Pero cuando las sacó del agua, y el aire y el sol empezaron a secarlas, la sal comenzó a escocerle terriblemente, obligándole a entrar de nuevo a toda prisa para lavarse con agua de manantial.

Rabioso, sufriendo, Pilatos recorría las salas del palacio como un león enjaulado; un palacio que aparecía casi desierto, porque los esclavos y las siervas corrían a esconderse para evitar cruzarse en su camino y los únicos habitantes visibles de aquella pesadilla de mármol eran los centinelas, inmóviles y silenciosos, y el fantasma de Claudia, inmóvil y silencioso. ¿Dónde encontrar a alguien? ¿Dónde estaba aquel maldito médico que se jactaba de descender de Hipócrates y no conseguía curarle las manos? ¿Dónde estaba Afranio, que solo le ponía al corriente de conspiraciones y conjuras?

En respuesta a sus gritos apareció una mujer con la jofaina de plata de las abluciones, y un esclavo trató de detener el temblor de sus manos para vendar las de él. Luego se dio cuenta de que también Afranio estaba presente, como si se hubiera materializado de la nada, y poco a poco el globo ardiente de odio y desesperación que sacudía su pecho perdió calor y dimensión, y todo volvió a su lugar: el caballero Poncio Pilatos, prefecto de Judea, discutía de asuntos de Estado con el jefe de su policía secreta.

—No te traigo buenas noticias, Hegemón —dijo el pequeño griego—, ha ocurrido algo que contrasta con nuestros planes y que puede hacer que acaben en nada. Antipas ha ajusticiado a Juan el Bautista.

El prefecto se levantó y empezó a caminar por la gran habitación que le hacía de gabinete. Al desvanecerse, el arrebato de rabia le había dejado incapaz de una nueva reacción violenta, y en cualquier caso no estaría justificada. Antipas no había hecho otra cosa que seguir sus directrices de cortar de raíz todo foco de rebelión. Nadie había advertido al rey idumeo de que la estrategia había cambiado y que ahora se apostaba por una visión de largo alcance y pacífica.

Se puso las manos debajo de las axilas y apretó fuerte, luego se volvió hacia Afranio y le dijo:

—Cuenta.

—Nada de especial —respondió el espía encogiéndose de hombros—, Juan no hacía otra cosa que azuzar a la gente, contra nosotros y contra Antipas, y este pensó que era mejor eliminarlo. Sus soldados apresaron al Bautista en el desierto y lo condujeron a la fortaleza de Maqueronte. Estaba allí también Antipas: habló con ese loco esenio y trató de convencerlo de que dejara de hablar contra él y su mujer. Creo que lo intentó en serio, porque me consta que sentía por ese hombre una cierta simpatía, solo los dioses saben por qué, pero no hubo nada que hacer. Entonces él salió de la celda y entraron los guardias, estrangularon a Juan y a continuación le cortaron la cabeza para mostrarla a la gente, como advertencia.

Pilatos hizo esfuerzos para olvidar el picor que le atormentaba a fin de evaluar la situación. Al final, se encogió de hombros, como para quitar importancia a la cosa, y dijo:

—Bah, quizás es para bien. Le olvidarán pronto para correr detrás de algún otro fanático y a lo mejor de nuestro hombre, que les hablará un lenguaje más acorde con nuestros intereses. En cualquier caso, la gente sabe que los insurgentes son ajusticiados.

—Y este precisamente —dijo Afranio suspirando— es el peor problema: lo que piensa la gente. Cuando corrió la noticia de la ejecución, los zelotas comprendieron que se volvería más a su favor si difundían una versión de los hechos más odiosa.

Pilatos le miró sin comprender.

—¿Qué quieres decir con eso? Una ejecución es una ejecución, ¿qué otra cosa puede ser?

—De hecho —explicó Afranio—, la diferencia no radica en la ejecución, sino en la causa. Un judío ajusticiado porque incitaba a la rebelión contra los romanos es una de las muchas víctimas, pero un profeta eliminado porque denuncia el adulterio del rey judío es un mártir, y su sangre será la simiente poderosa de la que germinarán otros soldados de la fe.

Ahora Pilatos había comprendido, le faltaban solo los detalles. Se sentó, suspirando de cansancio.

—Cuéntame, Afranio —dijo.

—Mi hombre infiltrado entre los discípulos del Bautista me ha dicho que se reunieron trastornados ante las puertas de la fortaleza, y no sabían qué decir o qué hacer, pero que llegaron algunos zelotas y comenzaron a gritar que ellos sabían cómo habían sucedido las cosas, porque uno de ellos era un siervo de Antipas y había asistido a toda la escena. Mi hombre dijo que la gente acudía de todas partes, de modo que al final había una verdadera multitud, y el que decía ser un siervo de Antipas se subió sobre una piedra y comenzó a contar su historia.

El prefecto resopló de impaciencia:

—Adelante Afranio, cuéntamela también a mí.

Afranio la contó. El zelota había dicho que Juan decía a Herodes: «No te está permitido poseer a la mujer de tu hermano». Herodíades se la tenía jurada a él y quería hacerlo matar, pero no obstante no podía porque Herodes respetaba a Juan, sabedor de que era un hombre justo y santo; es más, lo defendía: hablaba con él, y aunque sus palabras le llenaban de consternación, le escuchaba de buen grado.

—Todo un acierto, me parece —hubo de admitir el prefecto.

Afranio asintió y continuó el relato del zelota: el día propicio había llegado cuando Herodes, para su cumpleaños, había ofrecido un banquete a los nobles y a los principales funcionarios de Galilea, y la hija de la misma Herodíades, la jovencísima Salomé, se presentó para exhibirse en la danza, y gustó mucho a los convidados y muchísimo al mismo Herodes. Entonces este dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y yo te lo daré». Ella le preguntó si de verdad podía pedirle cualquier cosa, y él se lo confirmó: «Todo lo que me pidas te lo daré, aunque fuese la mitad de mi reino».

El prefecto había casi olvidado el fastidio que le producían sus manos. Escuchaba la historia y ya sabía cómo se desarrollaría, pero no podía dejar de sentir admiración por los zelotas que la habían elaborado. «Esta», pensaba, «nos hará daño. Esta nos hará mucho daño».

Afranio continuó. Salomé salió de la sala y fue a preguntarle a su madre: «¿Qué debo pedir?». Y aquella le respondió: «La cabeza del Bautista». La muchacha volvió en seguida ante el rey y le hizo su petición diciendo: «Quiero que me des inmediatamente, en una bandeja, la cabeza de Juan». El rey se puso triste; sin embargo, atado como estaba a su juramento y al no poder faltar a su palabra delante de los convidados, decidió no contrariarla con una negativa. Mandó al punto a un esbirro con órdenes de traer la cabeza de Juan. Aquel se dirigió a la prisión, decapitó a Juan y luego trajo la cabeza en una bandeja y se la dio a la muchacha, que a su vez se la entregó a su madre.

Pilatos guardó silencio, rumiando para sí aquella historia truculenta.

—Realmente una buena ocurrencia —murmuraba de vez en cuando. Trataba de evaluar las posibles consecuencias, tanto sobre la situación de la provincia como sobre el plan que él y Caifás acababan de poner en marcha, pero no conseguía decidir si poner en alerta a las varias guarniciones o dejar simplemente que las cosas siguieran su curso.

La voz de Afranio vino a sacudirle de sus meditaciones.

—Todavía no he terminado —dijo el griego—, falta un detalle.

—¿Cuál es?

—Los discípulos de Juan fueron a recoger el cuerpo y le dieron sepultura, luego uno de ellos partió para ir a dar la noticia a Jesús.

—Apuesto a que ese era de los tuyos —dijo Pilatos sonriendo, pero el otro sacudió la cabeza:

—No, no era uno de los míos. Un tal Judas de Cariot, un zelota, y por si fuera poco uno de los más fanáticos. Nuestro hombre está en peligro, Pilatos.

En un instante, el prefecto fue presa de nuevo de una rabia que le ofuscaba la vista, mientras sus manos quemaban como tizones. Se levantó de golpe, derribando la jofaina de las abluciones que el esclavo le había dejado al lado y gritando como un loco:

—¡El médico! ¿Dónde está ese demonio de médico? Quiero que venga inmediatamente.

Mas parecía, pensó Pilatos, que aquellos condenados helenos, siempre tan seguros de sí mismos desde las alturas de su cultura, tuvieran el don de aparecer a su simple evocación. De hecho, la cabeza del médico estaba asomando en aquel instante del borde de la escalinata, luego apareció el grueso tronco, luego todo el cuerpo y ya el hombre inclinaba la cabeza delante del prefecto.

—¿Dónde te habías metido, fisiólogo de mala muerte? —le gritó Pilatos.

—Debía esperar —respondió él sin turbarse— la llegada de un mercader sirio al que había pedido algo para ti.

—¿Una cura? —preguntó el prefecto ansiosamente.

El otro se encogió de hombros.

—Un paliativo —dijo—, ya te he dicho que no existe un fármaco para tu enfermedad.

—Ahórrame tus desatinos filosóficos, médico. ¿Ha llegado, al menos, tu mercader?

—Ha llegado, y con tu paliativo. Aquí está.

El griego extrajo de una faltriquera un objeto cuadrado envuelto en un pedazo de lino. Lo apoyó sobre la mesa y lo desenvolvió con delicadeza, como si tuviera que aparecer una joya frágil y preciosa, pero apareció solo un bloque de una sustancia que tenía el color y el aspecto de la tierra del desierto.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó Pilatos.

—Se llama pan de Alepo — respondió el otro—, pero en realidad viene de Mesopotamia. Está hecho de plantas maceradas con aceite de oliva y aceite de laurel, se cuece largo rato en una caldera y luego se pone a secar al sol durante nueve meses, el tiempo que se precisa para que nazca un niño.

—¿Y para qué puede servir esta especie de terrón?

—Las matronas romanas se sentirían felices de tener esta especie de terrón, por los benéficos efectos que puede tener sobre su belleza.

Ni siquiera había terminado el médico la frase cuando ya se mordía los labios, viendo la sombra profunda que había descendido sobre el rostro de Pilatos. Lo que las salidas de tono del Hegemón no habían conseguido nunca, lo consiguió aquella sombra: el médico, cuya ciencia había sido aún menos eficaz para el enajenamiento de Claudia que para las manos de su marido, calló lleno de incomodidad e incapaz de encontrar una vía de salida.

Fue Afranio el que se la ofreció:

—Limpia y perfuma —dijo—, las mujeres de Babilonia lo usan desde hace ya muchos siglos.

Pilatos se sacudió.

—¿Qué debería hacer? —preguntó.

El médico hizo una señal a un esclavo, que había entrado para secar el suelo y volver a llenar de agua la jofaina. Luego cogió las manos de Pilatos y las liberó de las vendas, las sumergió en el agua y pasó suavemente por la piel el pequeño cubo color terroso, que resbaló por ellas con facilidad dejando una ligera capa espumosa, mientras que un olor sutil a laurel se difundía por el aire. A la señal del médico, el prefecto sumergió las manos en el agua para enjuagarlas, luego las ofreció al esclavo para que se las vendase nuevamente con el lino.

—¿Y si tampoco esto funcionase? — le preguntó Pilatos.

—Entonces —dijo el médico encogiéndose de hombros— iríamos a buscar los bálsamos que utilizan los sacerdotes egipcios para conservar la piel de los faraones muertos, haríamos que nos trajeran la grasa de caballo con que se ungen los escitas, o pediríamos a ese fanático judío del que todos hablan que haga por ti uno de sus milagros.

Voluble como siempre, recogió sus cosas y, tras haber hecho al Hegemón una profunda pero poco respetuosa reverencia, se fue canturreando la última canción llegada de Atenas, en la que se hacía burla de un viejo señor romano muy poderoso y muy impotente.

—De modo que —dijo Pilatos al cabo de unos instantes— todos hablan de ello.

Afranio asintió.

—Las cosas marchan como había dicho Caifás —dijo—. Nuestro hombre tiene éxito, sus ideas pueden molestar a algún saduceo o a algún fariseo, pero entre la gente corriente encuentran una espléndida acogida. Muchos judíos, por rebeldes que sean, tienen ganas de paz, y si alguien les aconseja que no se tomen demasiado a mal el dominio de los paganos, porque igual mente se hará justicia en el reino de los Cielos, parecen encontrar un alivio en ello.

—Pero no sucede lo mismo con los zelotas, obviamente.

—Obviamente. Y este es el motivo por el que Menajén ha puesto a este Judas de Cariot tras los pasos de Jesús.

—Estoy muy desilusionado, Afranio: los zelotas ya han tenido éxito en eso y tú todavía no.

El pequeño griego sonrió.

—No he dicho tal cosa. Quizá tengamos ya a alguno, y con mucho talento. Pero es un hombre de letras, o mejor de números, y no de acción. Si los zelotas decidieran eliminar a Jesús con una acción directa, dudo mucho que el nuestro estuviera en condiciones de defenderle. Pero dime una cosa, Hegemón, ¿qué han respondido a tu informe?

Pilatos hizo con la cabeza un gesto que admitía la novedad. El correo de Roma había llegado varias veces, pero solo el último, dos días antes, había finalmente traído la respuesta a su solicitud de un parecer: signo evidente de que Sejano, siempre atento a todo lo que sucedía en cualquier rincón del Imperio —del bandidaje ibérico al comercio con la India—, debía estar ocupado hasta las cejas en sus intrigas de palacio. El prefecto hizo una señal a uno de los centinelas, que salió y volvió en pocos instantes con el secretario del prefecto pisándole los talones.

—El correo —dijo Pilatos, y el hombre cogió de una bolsa de piel un estuche que alargó al prefecto. Luego se sentó en un taburete con una tablilla encerada sobre las rodillas y un estilo en la mano para tomar apuntes, pero el otro le despidió con un simple gesto de la mano y pasó el estuche a Afranio, que extrajo el rollo de papiro y comenzó a leer.

De Lucio Elio Sejano, prefecto al pretorio

A Poncio Pilatos, prefecto de Judea

Informe 2070

Categoría: normal

Fecha: mes de octubre, año 782 de la fundación

Asunto: Jesús de Gamala, llamado el Nazareo

Juicio: actuar según las circunstancias

No había nada más. Afranio alzó los ojos hacia Pilatos y este asintió.

—No hay nada más —dijo.

—¿Y esto qué significa? —preguntó el griego.

—Que no hay tiempo que perder en minucias porque está comprometido en la mayor empresa de su vida, pero que precisamente por eso ninguna minucia puede transformarse en un problema, o el responsable lo pagará caro.

—¿Quiere suceder a Tiberio?

El prefecto asintió.

—Creo que sí —dijo— y no excluyo que lo consiga. Es algo prácticamente seguro que el próximo año Tiberio le tomará como colegatario en el imperium militar supremo, y probablemente también en el consulado. Pero esto desencadenará la reacción de cuantos le son hostiles, que son muchos e importantes, empezando por Antonia, la cuñada de Tiberio. En resumen, Sejano es poderoso y quizá sea poderosísimo, pero no puede permitirse el más mínimo paso en falso o la lex maiestatis, que el emperador maneja con tanta desenvoltura igualmente desde su exilio voluntario de Capri, podría decapitar los sueños del prefecto del pretorio.

—Imagino que tú no has usado el verbo decapitar al azar —dijo Afranio con una triste sonrisa.

El pequeño griego era demasiado inteligente para no advertir la gran diferencia que existía entre las disputas de provincia, en las que tan bien sabía moverse, y aquellas historias inmensas que de vez en cuando su trabajo le permitía vislumbrar. Pensó que si Pilatos volvía a Roma en una posición importante gracias también a él, podría seguirle y tomar parte en aquellas grandes intrigas. Pero para que ello ocurriese era necesario que Sejano hiciera realidad sus planes. Y por eso era necesario que ninguna minucia provinciana se transformara en un problema.

—Pierde cuidado, Hegemón —dijo —, nuestro agente gozará de la protección debida, y Palestina no causará problemas ni al prefecto del pretorio ni al de Judea. Te lo repito: la idea de Caifás funciona, y conseguiré que nadie ponga trabas.

En aquel momento, blanca y silenciosa como siempre, Claudia atravesó la habitación seguida por una esclava y cuando pasó entre los dos centinelas que vigilaban la salida a la terraza, uno abandonó su lugar para unirse a la pequeña procesión. La consigna era hacerse transparente, como ella, sin perderla de vista, protegerla siempre, incluso de sí misma.

Pilatos tomó el estuche que Afranio le tendía y con él se puso a tamborilear el canto de la mesa, pensativo.

—Así lo espero —dijo finalmente —, así lo espero. Si estallara otra revuelta, me vería obligado a emplear de nuevo la fuerza, y entonces…

Afranio se guardó bien de preguntar qué venía detrás de aquel «entonces». Esperó tranquilamente a que el prefecto hubiera terminado de marcar con el estuche el ritmo de sus pensamientos, aguardando a que le animase a seguir:

—La idea funciona, dices. Dame los detalles.

El griego comenzó a contar, con la acostumbrada volubilidad aparente:

—Nuestro hombre es muy activo, se mueve por toda Galilea, pero llega también a Cesarea de Filipo y a Fenicia. El sábado va a hablar en las sinagogas, pero cualquier día y cualquier lugar es bueno para lanzar su mensaje pacífico, incluso desde una barca. Es muy apreciado como curandero, y tú sabes con qué facilidad los curados se transforman en beneficiarios de un milagro.

—Los curados y también los no curados —dijo Pilatos sonriendo—, en Roma hubo quien juró haber visto a Augusto subir al cielo.

—Por otra parte —continuó Afranio —, para esta gente no hay nada de extraño en un milagro. Dado que ignoran los principios de la medicina de Hipócrates, y consideran las enfermedades como un castigo divino, para curar deben simplemente obtener el perdón de su Dios, que puede delegar esta tarea en quien le plazca. Los judíos han escrito estupendas poesías eróticas donde los amores son más deliciosos que el vino y el nombre del amado es como un perfume, poesías que no tienen nada que envidiar a las de nuestra Safo, pero no han oído hablar nunca de tu Lucrecio y de las leyes de la naturaleza.

Pilatos hizo un gesto de impaciencia.

—No vuelvas a comenzar con la filosofía, Afranio, atente a los hechos.

El griego cerró los ojos, juntó las yemas de los dedos y se quedó algunos instantes en silencio, luego continuó:

—Comencemos por los milagros. Ha devuelto la vista a varios ciegos, uno en Betsaida y dos en Jericó, y en Cafarnaún ha curado a un par de paralíticos, entre ellos al siervo de tu centurión. Ha devuelto a la vida a un par de muertos, ha atravesado el mar de Galilea caminando sobre las aguas y un día multiplicó unos pedazos de pan y unos peces para dar de comer a varios miles de personas que habían ido a escucharle. Luego los endemoniados, los ha exorcizado a montones: una muchacha en Tiro, un hombre en Cafarnaún, otro en Magdala, Betsaida, Corozaín y Dalmanuta. Y a otros muchos también en la Decápolis, pero en Gerasa se vio mezclado en un infortunio: expulsó a los demonios de dos desgraciados y aquellos, hay quien dice los demonios y quien los desgraciados, pusieron en fuga a una piara de cerdos, que se precipitaron al mar y murieron todos. Obviamente, los buenos gerasenos le rogaron que se marchara.

—Impresionante —dijo Pilatos con indiferencia.

—En efecto —hubo de admitir el otro, y continuó—: En el terreno de la doctrina, las cosas van incluso mejor. Cuenta historias en las que obreros que han trabajado más que otros reciben el mismo salario y no deben quejarse, y esto gusta mucho a nuestros amigos saduceos. Recomienda a los siervos que hagan todo lo que puedan por sus amos, porque lo que cuenta es la libertad del alma y no la del cuerpo, y esto nos gusta mucho a nosotros. Asegura que un día nuestros cuerpos volverán a la vida y entonces Dios juzgará a todos y para siempre, y esto gusta mucho a todos los demás. Diría que no siempre las historias de Jesús son muy claras, pero evidentemente su fascinación personal suple esa oscuridad con creces, porque el número de los discípulos va de continuo en aumento y pertenecen a todas las clases sociales. Es más, a todos los sexos: también las mujeres han sido conquistadas por lo que llaman «la buena nueva», y le siguen en gran número.

Esta vez el prefecto estaba impresionado de verdad:

—¡Pero cómo! ¡Si están separadas de los hombres hasta en la sinagoga!

—Es cierto —dijo Afranio—, pero en Galilea las costumbres son menos rígidas que en Jerusalén, o menos hipócritas, como puedes ver. El hecho es que en el grupo, que ahora ya supera el centenar de personas, hay varias mujeres, y algunas de ellas forman parte del círculo más próximo a Jesús. Está su madre María, otra María que es hermana de su madre, la madre de dos de los doce que Jesús llama sus enviados, que se llama Salomé; una tal Susana, y una tal María de Magdala, a la que liberó, según se dice, de unos siete demonios. Y te diré más, Hegemón, no solo hay mujeres del pueblo: Juana, por ejemplo, es la mujer de Cusa, un funcionario de Herodes, y algunas de ellas son ricas y financian al grupo, que por más ascético que sea tiene que comer.

Afranio dejó de hablar, pero el prefecto se había distraído y durante algunos minutos los dos permanecieron en silencio, hasta que un soplo de viento salino entró en la estancia arrastrando hasta allí el hálito poderoso del cielo y del mar.

—Todo depende de Dios —dijo entonces el prefecto, caviloso—. Pero más o menos es también así para nosotros, ¿no es cierto? Y, entonces, ¿cuál es la diferencia entre su Dios y los nuestros?

—La diferencia, Hegemón —dijo Afranio—, es que ellos creen en él.

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