LIBERTADES CIVILES Y LIBERTAD POLÍTICA

Publicado el 14 de marzo de 2022, 16:52

Hobbes y Rousseau plantan, en campos opuestos, la semilla de la soberanía única e indivisible que ha sembrado de cadáveres el mundo moderno. El lema de la libertad suena raramente en ellos con la misma música: «inmunidad al servicio de la República», dice Hobbes; «forzados [por la voluntad general de la ley] a ser libres», dirá Rousseau.

Y cuando la filosofía política abandonó la mítica senda del contrato social, abierta por los «iusnaturalistas», no fue para que la libertad política se hiciera realista y mundanal, sino para que se refugiara en las alturas inaccesibles del Espíritu absoluto, encarnado en un Estado separado de la sociedad civil, o en el romántico dulzor del Espíritu del pueblo, materializado en la nación. Y la libertad del Espíritu objetivo
cedió su dialéctica metafísica a la lucha libre de clases sociales.

Mientras se siga pensando que la libertad política debe estar fundada en otra cosa distinta de ella misma, sea la libertad natural que celebra el contrato social o la libertad civil que otorga el Estado, sea la idea nacional o la idea socialista, no habrá pensamiento libre que comprenda y exprese el simple hecho de la libertad de acción como fundamento de la libertad política.

Dicho con brevedad, la libertad de acción como hecho produce la libertad civil como derecho. Y el sistema de libertades públicas en que se organizan los derechos civiles, espoleado por la misma libertad de acción, tiende por naturaleza a transformar esta acción, discontinua y dispersa, en una acción concertada de modo institucional y permanente para concretar con libertad el derecho político de la sociedad a controlar el poder del Estado.

La libertad política no puede ser agente de lo que presupone, las libertades civiles, como dicen en flagrante contradicción Hayek y los neoliberales. Aunque haya algunas que parecen intermedias.

Entre las libertades civiles de carácter público, la libertad de expresión y la libertad de asociación tienen en sí mismas, por su propia naturaleza, un significado y un destino prepolítico. No en el sentido de que su finalidad sea política o preestatal, sino en el de que, abandonadas al juego de la libertad competitiva, obedecen a las mismas leyes que tienden a eliminar la competencia en el mercado, concentrando la capacidad de expresión o de asociación en monopolios informativos o integradores de la voluntad política. Un oligopolio o monopolio en la sociedad civil es un poder en la sociedad política.

La manipulación de la opinión pública por unos pocos medios de comunicación y el reparto previo de la opinión electoral entre partidos en régimen de oligopolio prefiguran el poder estatal, haciendo ilusoria la libertad política. Tanto por el mal que procura en la opinión civil, como por el bien que evita en la opinión política, la concentración de los medios de formación de la libertad de expresión y de asociación, en virtud de leyes y concesiones estatales, supone una forma indirecta de censura previa y de partido único.

El peligro que representan los oligopolios y concentraciones editoriales para la libertad de expresión y para la autonomía de la opinión pública es tan evidente que la necesidad de su prohibición, en nombre de la libertad política, no tiene que ser especialmente razonada. Basta recordar que en la opinión pública nace la hegemonía que legitima a los gobiernos para saber que la libertad de expresión, siendo de naturaleza civil, necesita ser protegida en garantía del pluralismo de las ideas y las opciones que determinan el ejercicio de la libertad política.

Los partidos políticos siguen siendo asociaciones voluntarias, y sin embargo lo que pasa en su interior, estén en el gobierno o en la oposición, nos obliga a todos. Mientras la ley de hierro de formación necesaria de oligarquías en los partidos de masas era un asunto interno de los militantes que de modo voluntario aceptaban la disciplina jerárquica, y mientras los electores elegían personas y no partidos, la cuestión de la democracia interna en la vida de partido no tenía mayor trascendencia. Pero la horrible combinación de la inevitable oligarquización de los partidos con la obligatoriedad constitucional del sistema proporcional de listas de partido en las elecciones ha impuesto la oligarquía en la forma de gobierno.

Desde un punto de vista puramente formal o constitucional, ningún jurista o intelectual podrán negar de buena fe que la forma de gobierno en los actuales Estados europeos es una formal oligarquía de partidos.

Y todavía la costumbre liberal continúa diciendo que la vida interna de partido es asunto que sólo interesa a sus militantes, en el que los demás partidos o ciudadanos no deben entrometerse. ¡Qué sarcasmo! Y encima somos todos los contribuyentes los que los financiamos. Es demasiado cinismo. En defensa del sistema, se dice que las Constituciones exigen a los partidos que en la formación de sus estructuras directivas, funcionamiento interno y voluntad política se observen los métodos y las reglas de la democracia. Sabiendo, como sabemos, que eso es sociológicamente imposible, tal declaración normativa, si se toma en serio, sólo conduce a la inconstitucionalidad de todos los partidos. Y si se toma a la ligera, es demasiada hipocresía.

A diferencia de la libertad de acción, que es una potencia práctica, la libertad política es una potestad de la misma naturaleza que los derechos subjetivos. O sea, una facultad de todos los ciudadanos adultos para elegir, controlar y deponer a las personas que han de ocupar los cargos políticos en el Estado, sin delegar esa función en ningún principio o factor intermedio.

Ahora podemos constatar la falsedad de los dos supuestos en que se basa el error ontológico de la teoría liberal. Uno, que la sociedad está separada del Estado realmente, lo que implica que el «gran» poder del Estado es independiente del «pequeño» poder de la sociedad. Dos, que la libertad política sólo puede ser un contrapoder defensivo de los individuos y de la sociedad frente al poder del Estado. Así lo expresa Sartori: «Quede, pues, claro: a) que hablar de libertad política es tratar del poder de los poderes subordinados, del poder de los destinatarios del poder, y b) que la forma adecuada de plantear el problema de la libertad política es preguntarse: ¿cómo salvaguardar el poder de estos poderes menores y virtualmente perdedores? La libertad política -esto es, el ciudadano libre- existe en tanto en cuanto se crean las condiciones que permiten a este poder menor resistir al poder superior que, de otra forma, le aplastaría o, al menos, podría hacerlo. Ésta es la razón de que el concepto de libertad política adquiera principalmente una connotación antagonista. Es una liberación "de" porque consiste en la libertad "para" el más débil» (Teoría de la democracia, 2, Madrid, Alianza, 1988, pág. 372).

Estas humanitarias visiones de la libertad política, propias de la teología jurídica del padre Vitoria, estaban justificadas como defensa de los pobres indios ante un Estado absoluto y divino que los trataba como animales. Son absurdas ante un régimen de Estado que dice basar su poder en la libertad política del pueblo. La liberación «de» algo que nos oprime o reprime supone, desde luego, que el sujeto liberado no sólo era ajeno al poder de la opresión o represión que lo sujetaba, sino que continúa siéndolo después de su afortunada liberación. A todo lo que puede aspirar este nuevo «liberto» es a que el poder ajeno siga respetando de modo celestial su nueva libertad civil. Si la libertad política fuera la de los poderes menores y perdedores, como sostiene ese cinismo neoliberal, jamás habría existido no ya la libertad política, sino la posibilidad misma de su existencia.

Cuando se separa la libertad «para» y la libertad «de», cuando se incluye en la primera a la libertad civil y en la segunda a la libertad política, se está afirmando tanto la separación de Estado y sociedad como la imposibilidad de que ésta sea la propietaria del poder político de aquél. La derecha neoliberal y la izquierda socialdemócrata consideran al Estado como algo ajeno, como un poder extraño a la sociedad civil, del que ésta tiene que defenderse, bien sea limitando su campo de acción al de un Estado mínimo, bien sea arrancándole más campos de libertad personal en forma de derechos sociales. No se les ocurre pensar que eso es una antigualla, desde el momento en que el Estado no está separado de la sociedad, y la libertad política es el modo de apropiación por la sociedad de ese poder ajeno del Estado.

Los Estados actuales no solamente contribuyen directamente a la generación de más de la mitad de la renta nacional, sino que además, a través de la política monetaria y fiscal, deciden el nivel general de la producción y el consumo. Es tan avasallador este simple dato estadístico que, para no caer en el ridículo de tener que rebatir la ficción ideológica de la separación entre Estado y sociedad civil, la teoría de la libertad política se limita a constatar la unión real de ambos y la conveniencia de separarlos solamente en tanto que realidades de poder diferentes.

Las evidencias obligan a separar los conceptos de comunidad, sociedad civil, sociedad política y Estado. A los efectos que aquí nos interesan basta con señalar, por ejemplo, que la burocracia es un poder del Estado y no pertenece, sin embargo, a la sociedad política, aunque sí a la estatal. Mientras que los medios de comunicación y los sindicatos no son (no deben ser) un poder del Estado y pertenecen, sin embargo, a la sociedad civil y a la sociedad política. La aberración de los partidos en el actual Estado consiste en haber salido de la sociedad civil, incluso cuando están en la oposición al gobierno, para entrar en una sociedad política identificada con la estatal, de la que son nada menos que sus elementos constitutivos.

La traición de los partidos modernos a la sociedad que dicen representar está inscrita en la naturaleza estatal de su poder político. Que no procede de la asociación civil de sus miembros, sino del privilegio estatal que le dan las Constituciones. Por ello es inimaginable que puedan o quieran actualizar la libertad política. No están matriculados en la corriente de la libertad de acción de los individuos hacia el Estado, sino en el torrente que se despeña imperiosamente desde la cumbre de los poderes públicos contra la libertad horizontal de la vida civilizada.

A causa de su permanente misión estatal, los partidos se han convertido en una carga que hace sentir en la sociedad civil el peso muerto del Estado más allá de sus fronteras naturales. En el fondo, actúan y funcionan como corrientes organizadas dentro de un partido único: el partido estatal. La opinión vulgar no sabe hasta qué punto está bien fundada su creencia de que todos los partidos son iguales. Lo que no sabe es que esta igualdad no procede de la naturaleza asociativa de los partidos, que les debería llevar a reflejar en su acción la divergencia civil, sino de la idéntica función estatal que han asumido todos ellos por miedo a la libertad política de los gobernados.

Las libertades civiles de expresión y de asociación, y la unión transitoria de ambas en la libertad de manifestación, solamente llegan a ser civilizadoras si en lugar de detenerse y agotarse en la esfera del derecho privado o laboral, como sucedió en el Estado total del fasci-nazismo, propician el salto cualitativo a la libertad política, sirviendo de principios y de plataformas intermedias para la conquista de la democracia.

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