LOS ESCOLLOS DE LA LIBERTAD POLÍTICA

Publicado el 26 de marzo de 2022, 17:28

La libertad se define por su habilidad para sortear los escollos que le opone la naturaleza diabólica de las ambiciones de poder. «El diablo no sabía lo que hacía cuando forjó al hombre político; se creó obstáculos a sí mismo» (Timón, acto III). La astucia de la libertad debe franquear, además, las mil causas de servilismo. Antes de la seducción de las masas por los enemigos de la verdad y de la libertad, antes de las técnicas de manipulación mediática que mutan la información en propaganda del poder, el escollo de la libertad era la tradición autoritaria del mando. Hoy está en la tradición servil de la obediencia.

Por diferentes y numerosas que sean las razones de la obediencia no es fácil distinguir, entre personas de parecida arrogancia, una forma digna de mandar. En el modo de obedecer expresamos una disposición natural a colaborar en la realización de algo externo a la personalidad del que ordena la acción, o una sumisión, por interés o por miedo, a su persona. Esto hizo decir a Maquiavelo que «el hombre es una criatura que obedece a otra que manda». Los que mandan ven en los mandados una inclinación a la resistencia. Pero la vida social es una infinita gama de pretextos para la obediencia, hasta por honor servil cuando el mando humilla. El que obedece casi nunca es mejor que el que manda. Y Milton pudo decir que reinar en el infierno vale más que servir en el cielo.

Estas observaciones nos conducen a las distintas maneras en que el poder sabe organizarse para obtener, pese al cambio de las circunstancias, la continuidad de un mismo tipo de obediencia, bien sea con sumisión cortés a un amo o con obediencia servil a varios.

La naturaleza del poder, sea cual sea su origen, lo hace igual de peligroso para el pueblo. La idea de que éste no tiene nada que temer de un gobierno que él elige, es tan insensata para el que la cree como cínica para el que la propaga. Porque todo tipo de poder, en tanto que es libertad de acción, tiende a expandirse sin ningún escrúpulo de orden moral o social hasta que encuentre una resistencia física que lo frene o lo detenga.

En su Historia de Inglaterra (1722), Rapin-Thoyras enseña a un Montesquieu decepcionado por no haber encontrado la libertad en la virtud de las Repúblicas de su época la gran innovación: «El fin de la Constitución inglesa es la libertad. El medio, una Monarquía mixta. Las prerrogativas del soberano, de los grandes y del pueblo están de tal manera templadas las unas por las otras que se sostienen mutuamente. Cada uno de estos tres poderes, que participan en el gobierno, puede poner obstáculos invencibles a las empresas que uno de los otros dos, o inclusive los dos, quieran realizar para hacerse independientes.»

La impresión intelectual que recibe Montesquieu con esta lectura es tan grande que modifica el curso dado a su pensamiento en los ocho primeros libros de El espíritu de las leyes. Y la teoría de los gobiernos da paso a la teoría de la libertad política. El genio de Montesquieu consiste en haber trasladado la esencia de la libertad política desde el corazón de los sentimientos y de las pasiones morales, donde la tenía primorosamente encerrada la libertad filosófica de la voluntad, hasta la garantía ofrecida por una distribución de los poderes ajenos que impida anularla.

Concebida en abstracto, la libertad garantizada de Montesquieu supone una restricción y un paso atrás respecto a la libertad de independencia que sostuvo Locke. Y comparada con la grandiosa libertad de autodeterminación de Rousseau, resulta incluso algo ridícula. Leído con lentes actuales, el texto de Montesquieu es decepcionante: «La libertad política consiste en la seguridad, o al menos en la opinión que se tiene de la propia seguridad» (libro XII, cap. II). Sobre todo porque él mismo nos aclara la clase de seguridad a que se refiere: «La libertad política, en un ciudadano, es esta tranquilidad de espíritu que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para que se tenga esta libertad es necesario que el gobierno sea tal que un ciudadano no pueda temer a otro ciudadano» (libro XI, cap. VI).

Es la clase de libertad que hoy se reclama de los Ministerios de Interior bajo el concepto de seguridad ciudadana. Es la clase de libertad civil garantizada por el orden público que debe imponer, contra la alteración del orden privado, el poder ejecutivo del Estado. Es la libertad que resta después de reprimir la libertad de acción de los individuos. Es la libertad legal. «La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten» (libro XI, cap. III).

Si Montesquieu se hubiera limitado a dar este pobre concepto de libertad, no hablaríamos de sus ideas doscientos cincuenta años después de que las alumbrara. Lo que le pone por encima de Locke y de Rousseau, como artífice del primer peldaño de la democracia moderna, no es la pequeñez de la libertad que garantiza, sino la grandeza e ingeniosidad, la potencia de la garantía con la que la asegura. Tan grande y elástica que no sólo servía entonces para caucionar la libertad deseada bajo las Monarquías absolutas, único tipo de libertad que podía presentarse a la imaginación de su época, sino la auténtica libertad política de la democracia actual. Montesquieu fue original. Aunque sus ideas las tomó, aquí y allá, de su extensa erudición, tuvo el genio de la composición, la intuición de los grandes inventores.

Cuando Montesquieu habla de libertad lo hace, en contraste con Rousseau, como hombre realista, prudente, circunspecto. Nada de abstracciones o grandilocuencias filosóficas. Pero tan pronto como entra en la garantía de la libertad parece estar invadido por la locura de un genio de la mecánica. Si de lo que se trata es de asegurar la libertad de los ciudadanos no hay otro medio que el de detener al poder que puede violarla. ¿Cómo? Mediante una obra de ingeniería constitucional, mediante una relojería del poder en la que cada una de las ruedas sólo pueda marchar dentro de los límites y en el sentido fijado por el mecanismo. Ante tal despliegue de ingenio, ante tantos juegos de pesos y contrapesos, ante tantas palancas y frenos, ante tal cúmulo de acciones y de reacciones que provoca la división de la soberanía, pero también ante tanta sencillez del mecanismo, la influencia de Locke y de Rapin-Thoyras, el ejemplo de la Monarquía inglesa, parecen tener la misma importancia que la manzana en la ley de la gravedad de Newton, o el bloque de mármol en la Piedad de Miguel Ángel.

La teoría pura de la democracia, a diferencia de la teoría de la democracia pura de Rousseau, pretende ser un desarrollo deductivo del axioma descubierto por Montesquieu como base de su teoría del poder. Este axioma dice: «Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder.»

Sabiendo que el poder no es algo material, sino una relación de mando y de obediencia, la frase «todo hombre que tiene poder» ha de entenderse como si dijera «todo hombre al que otros dan poder para hacerse obedecer», o simplemente «todo hombre al que otros prestan obediencia». Pero desde el momento en que entra en juego la obediencia, hemos de admitir que la naturaleza abusiva del poder y la necesidad de frenarlo con otro para impedir su abuso no son suficientes para definir el axioma de la libertad, a no ser que se presuponga tanto la inexorabilidad de la servidumbre voluntaria (obediencia pasiva) ante toda clase de autoridad, como la imposibilidad de que los obedientes se adueñen del poder en el Estado. Sólo bajo estos dos presupuestos adquiere validez el axioma que pone la esperanza de la libertad en el equilibrio de voluntades de poder ajenas a la voluntad de los gobernados.

Rousseau, consciente de que Montesquieu trató el poder político desde el exclusivo punto de vista del que manda, quiso resolver esos dos presupuestos de la obediencia, implícitos en el axioma del poder. Sin duda, admiraba el progreso que suponía sustituir la religión por la técnica o la mecánica constitucional para impedir los abusos del poder estatuido. Pero esto era justamente lo que Rousseau no admitía: que el poder estuviera estatuido por voluntades particulares distintas de la voluntad general del pueblo. Y se propuso resolver de una vez el problema crucial de la obligación política desde su raíz, legitimando la relación de poder desde el punto de vista exclusivo del que obedece. Así, su camino, su método y sus conclusiones lo separaron diametralmente de El espíritu de las leyes. Obra a la que quiso replicar con un tratado sobre las Instituciones políticas, que destruyó, pero del que sacó su Contrato social o Principios del derecho político (1762).

Rousseau vuelve a tomar la libertad como independencia en el camino donde la dejó Locke. Pero, con objeto de garantizarla contra los inevitables abusos del poder institucional, separó al gobierno del soberano, y entregó al pueblo, como cuerpo reunido en Asamblea, la soberanía absoluta e indivisible.

Teóricamente, el problema de la obligación política se disuelve desde el momento en que la voluntad que manda, la del pueblo, es la misma voluntad que obedece. Obedecerse a sí mismo. Lo que es tan difícil para los individuos, ¿cómo lograrlo en el pueblo?

La libertad de hecho del estado de naturaleza se «desnaturaliza» en un contrato social mitológico, concertado por todos los miembros individuales de la comunidad, del que sale transformada en libertad de derecho. Una nueva libertad donde desaparece la contradicción entre la voluntad particular del individuo y la voluntad general del pueblo reunido en cuerpo. La dificultad queda reducida a saber cuál es esa voluntad general que todos reconocen como propia tan pronto como la identifican. No hay más forma de averiguarlo que deliberando en una Asamblea Legislativa y conociendo el resultado de la votación.

«Cuando la opinión contraria a la mía prevalece, esto no prueba otra cosa sino que yo me había engañado y que lo que yo estimaba ser la voluntad general no lo era. Si mi opinión particular hubiera prevalecido, habría hecho cosa distinta de la que habría querido, y entonces no habría sido libre.» La consecuencia es obvia: ¡la coacción de la ley nos obliga a ser libres!

Prescindiendo del carácter mitológico del contrato social y de la voluntad general, que ni siquiera es la voluntad de todos o de la mayoría, esta argumentación de Rousseau no es que sea un sofisma desde el punto de vista de la lógica, como dijo de ella Voltaire, sino que supone nada menos que la ausencia de libertad moral en los individuos mientras permanezca muda la voluntad general. Y se le podría haber contestado así: «Si mi opinión particular hubiera prevalecido no habría hecho cosa distinta de la que habría querido, y habría sido libre, porque entonces, al coincidir mi opinión con la prevalecida en la Asamblea por razón de su moralidad, habría sido voluntad general y ley.» Afirmar lo contrario supondría que yo no sé lo que quiero, ni tengo moral, hasta conocer lo que quieren «generalmente» los demás.

El pensamiento de Rousseau conduce a la soberanía absoluta de la Asamblea Legislativa y a la subordinación de todos los poderes del Estado al poder legislativo. El gobierno es un ministerio designado por el soberano para que ejecute las leyes. Es la total confusión de los poderes en un solo soberano popular que legisla, ejecuta y juzga lo legislado. Sin embargo, «así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía». El poder ejecutivo es «el vicio inherente e inevitable que, desde el nacimiento del cuerpo político, tiende sin descanso a destruirlo, lo mismo que la vejez y la muerte destruyen, al fin, el cuerpo del hombre». ¡Qué incompresión de la naturaleza del gobierno!

Contra esta amenaza permanente sólo hay un remedio permanente: que el pueblo soberano, reunido en frecuentes asambleas, suspenda y someta la acción del gobierno, «por que allí donde se encuentra el representado no hay ya representante». Ésta es la democracia directa y asamblearia. Si el remedio normal no basta para atajar una grave crisis de la situación política, como «es menester no pretender afirmar las instituciones políticas hasta el punto de privarse del poder de suspender su efecto», entonces «se provee a la seguridad pública por medio de un acto particular que entrega el poder al más digno, nombrando un jefe supremo que haga callar todas las leyes y suspenda un momento a la autoridad soberana». Esto es ya la dictadura personal.

El hecho de que Rousseau fracasara rotundamente en su propósito intelectual de resolver el problema político de la obediencia no tendría importancia para nosotros si su obra nunca hubiese salido de la utopía y los revolucionarios franceses no hubieran sido fascinados por ella, sin comprenderla, simplemente porque daba retóricamente la soberanía al pueblo y a su facultad de legislar, y el abate Sieyès les convenció de que eso significaba soberanía de la Asamblea Nacional de representantes, contra lo dicho expresamente por el propio Rousseau.

Pero sí tiene mucha importancia que la izquierda seguidora de Rousseau, y defensora del sistema parlamentario, siga ignorando las páginas que escribió siguiendo las ideas de Montesquieu: no es bueno que el que hace las leyes (la Asamblea) las ejecute a través de «su» ministerio (gobierno).

La teoría pura de la democracia tiene, por ello, que enlazar con Montesquieu, cogiendo de Rousseau su fijación en mirar el poder desde la perspectiva del que obedece, y su intuición de que se deben suspender todos los poderes estatuidos cuando esté presente el representado. Pero tomando la precaución de no caer en el pecado capital de la filosofía clásica de las pasiones, que fió la investigación de la naturaleza humana a la introspección del investigador, en lugar de confiarla a la historia de los pueblos. Porque ahí comprobamos que la actitud de los gobernados no varía de modo significativo en función de la naturaleza del régimen político, sea autoritaria, liberal o democrática. Y este hecho no podía ser conocido ni imaginado cuando se escribieron, bajo el absolutismo, esas obras inmortales de filosofía política.

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