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Publicado el 30 de marzo de 2022, 0:36

—Todas las guerras son horribles, pero ¡convencer a un pueblo para que mate incluso en nombre de Dios! ¿De qué encantamientos deben de valerse para mover a pueblos enteros hacia la guerra? —La voz de Yolanda estaba llena de tristeza—. Por lo tanto, la única diferencia entre esta cruzada y las otras reside tan sólo en el color de la cruz: del negro y el blanco se pasa al rojo. Y eso que el mismo Felipe Augusto, cuando el papa lanzó el interdicto sobre toda Francia, dijo que estaba dispuesto a perder la mitad de su reino antes que separarse de su Inés. Y sin embargo dejó a su amada en lugar de deshacerse de la mitad de sus posesiones —una sonrisa amarga ensombreció sus bellos ojos verdes.

—Y ahora, de acuerdo con el mismo papa, se prepara para la conquista de tu tierra. Yolanda, ¿qué ocurrió a la época del interdicto?

Siguió el vuelo de las golondrinas, mientras una leve sonrisa le iluminaba el rostro.

—Yo era muy joven y aquí apenas nos enteramos. ¿Nunca te lo ha contado micer Simón? ¿No? Ay Dios, ¡con lo bien que lo explica! Con todos los detalles. ¡Yo creo que realmente estuvo allí! Cuando comienza a describir que, en el corazón de la noche oscura, sonó el fúnebre tañido de las campanas y en la catedral de Dijón se cubrió el crucifijo con un paño y se escondieron las reliquias de los santos en los subterráneos… El legado pontificio, ante toda la muchedumbre que se había agolpado a su alrededor, leyó el interdicto sobre toda Francia, que duraría hasta que el rey Felipe Augusto se separase de la bella Inés. Los fieles se quedaron sin sacramentos, sin himnos religiosos, sin el sonido del órgano ni el aroma del incienso, sin la luz de los cirios consagrados, sin el consuelo de la confesión. Se cerraron las iglesias y se sellaron las puertas. Las campanas dejaron de sonar. Las bodas se celebraron a escondidas. Los cadáveres dejaron de sepultarse en los cementerios y quedaron expuestos en las calles. Nada de música ni de fiestas: sólo ayuno. Y, sobre todo, se cerraron los mercados y se interrumpió el comercio. ¡Lo único que apenaba a micer Simón! Nadie debía ni quería vender ni intercambiar mercancías con gentes que no habían recibido los sacramentos, excomulgadas y privadas de la gracia del espíritu. En suma, todo el país estaba de luto. ¡Durante siete meses! Al final, se incubaba una revuelta popular, encabezada por los mismos condes y barones. La Iglesia había conseguido enfrentar a todos contra el rey: pueblo, caballeros, comerciantes… Y éste se vio obligado a ceder y separarse de su amada. Y mientras exclamaba «quiero hacerme infiel; ¡afortunado Saladino, pues no tiene papa!», las campanas volvieron a tañer y las gentes corrieron a las iglesias como si estuvieran sedientas. Más de trescientos desgraciados murieron en el asalto a las reliquias y las imágenes de Cristo.

—Dios mío, qué fuerza tan espantosa posee esta organización. Cuenta con una grey inmensa.

El cielo resplandecía y las aguas del Orb discurrían tranquilamente. Sin embargo, no conseguía desviar mis pensamientos ni apaciguar mi ansiedad.

—Yolanda…

Tardó en responder a mi mirada.

—Yolanda… Hablemos de nosotros… De nosotros dos —mi voz temblaba.

—¿Qué hacen Sara y David? ¿Los ves? —Su tono también parecía ahogado.

—Yolanda, te lo ruego…

De nuevo buscó refugio con la mirada en el río.

—Giordano. No querría que ocurriese una desgracia. Voy a vigilarlos de más cerca.

Me arrodillé. Le tomé el rostro entre las manos, obligándola a que sus ojos se encontrasen con los míos. Me aferró las manos, intentando liberarse.

—Continuemos como hemos hecho hasta ahora, te lo ruego, Giordano. Te lo suplico.

—¿Es esto lo que quieres? ¿Esconder, sofocar lo que sentimos los dos?

—Mi corazón galopaba.

—¡Sí! ¡Sí! Porque debes dejar esta ciudad, esta tierra. Debes ir a Granada, a Toledo. ¡Debes estudiar! No puedes llevar una vida como los otros. Luego, ayúdame, procura entenderme y no hablemos más de nosotros, por amor de Dios… —me imploraba con sus bellos ojos humedecidos. Cerró sus largas pestañas sin lograr que sus emociones quedasen ocultas.

La vocecita de Sara nos cogió desprevenidos:

—Tío Giordano, ¿por qué la haces llorar?

Alcé la mirada y me vi invadido por una ternura indecible. Los lícitos rubios pegados sobre las mejillas y el cuello, las enaguas pegadas a su cuerpecito, su mano en la de David, aquellos ojitos extraviados…

David intentó arreglarlo todo volviéndose hacia su hermanita:

—Sara, recuerda que el tío Salomón nos espera para las funciones. ¡Vamos!

Yolanda se libró de mis manos y comenzaba a levantarse cuando el niño, al ver mi mano tendida en el aire e intuyendo mi contrariedad, añadió:

—¡No, tía Yolanda, quédate aquí! Tío, ¿traes las truchas?

—Claro, David. Pero ¡ten cuidado! Es una orden: ¡directamente a casa!

—Estate tranquilo —y recogió sus ropas y las de su hermana. Se alejaron siguiendo la orilla derecha del río, en dirección al puente de diecisiete arcos.

Yolanda todavía tenía los ojos húmedos y el rostro encendido. La miré largo rato, después tomé las hojas de pergamino con los apuntes de mis Elementa de ponderibus y se los mostré.

—¿Recuerdas el molino donde nos conocimos? ¿El trabajo incesante de aquella máquina? No se cansa nunca, realiza sus labores siempre del mismo modo, sin detenerse, sin perder su eficacia, siempre con el mismo ruido. Es una máquina, Yolanda. ¡Una máquina! Yo soy un hombre y me doy cuenta de que la voluntad no basta para hacer grandes cosas. ¡La chispa que me lleva a dar con las soluciones de los problemas que me planteo ha dejado de prender! No quiero ir a la universidad de París, con los curas… y menos a la de Toledo para ahogar mis ganas de vivir en una taberna nocturna entre los brazos de una jarra de cerveza o de una prostituta. Quiero combatir aquí, en tu tierra. Vivir en tu tierra. Tener hijos como Sara y David. Y, sobre todo, te quiero. Y te tendré. Y no habrá guerra, rey, papa o emperador que puedan impedirlo. Sólo tú, pero no con pretextos. Tan sólo debes decirme que no quieres compartir conmigo, día tras día, el tiempo que Dios nos permita estar en esta tierra. Sólo eso.

Sin hacer caso de mis palabras, aunque se apreciaba una cierta emoción en su voz y en su rostro, me respondió:

—Pero ¿no lo entiendes? Tan sólo se trata de un deseo… Un deseo ciego que te impide razonar. Me quieres pase lo que pase, a cualquier precio. Y ese frenesí hace que digas lo que no piensas.

—Quizá tengas razón, Yolanda. Probablemente el librito que el Creador ha escrito en mi mente se haya abierto hoy por la página en la que puede leerse familia, compañera, hijos… Es posible que el sentimiento que anida en mi corazón en este momento, mientras te miro, se agigante por los impulsos escritos en esa página. Puede ser. Pero la historia, el tiempo, las guerras… Todo puede y debe esperar. Yolanda, ésta es la página más importante de nuestra vida. De ella depende el ser y el devenir. Yo quiero leerla sin miedo y sin vergüenza. Contigo —me sentía libre. Libre.

Con el rostro colorado y tan emocionada como yo, por su mirada pude saber que me había comprendido. Le rocé los ojos para enjugarle las lágrimas. Acerqué mis labios a sus párpados, que se cerraban. Acaricié la luz de sus ojos mientras su respiración se volvía cada vez más jadeante, como la mía.

Me apartó las manos. Se quitó el vestido verde, mientras un tenue velo de picardía le cubría el bello rostro. Cuando se quedó tan sólo con sus enaguas, se levantó y me habló con dulzura:

—¿Sabes qué le dice Marta a Simón cuando ve que le brillan los ojos tal
como te pasa ahora?

—No, Yolanda. ¿Qué le dice?

—Desnúdate y…

—Desnúdate… ¿Y después?

—Desnúdate… ¡Y date un baño en el Orb!

Y con una sonrisa que le inundaba toda la cara se liberó de mi abrazo y comenzó a correr hasta zambullirse en el río. Me quedé petrificado por un estupor y una violenta rabia que no quería reconocer. Los gritos de alegría de Yolanda me turbaron. Me acerqué a la orilla mientras me desvestía.

—Por Dios, ¿qué haces? —Apenas sacaba la cabeza del agua. Me miraba asustada.

—Me desnudo, tal como me has dicho.

—Pero no del todo. ¡No, Giordano, no! —Y para no verme, se sumergió de nuevo mientras yo, quitándomelo todo, me dirigí hacia ella.

Nadaba, volvía a sumergirme… Me llenaba de frescor. Emergí y fui hacia el sol. Sentí nostalgia por el lago de Nemi.

La vida me volvía a succionar bajo el agua. Yolanda me arrastraba con ella y me abandoné, dejándome sumergir en el frescor. Después volvía a flote, me llenaba de vida y volvía a zambullirme hacia las piernas de Yolanda, que comenzó a bailar apresuradamente la danza de la fuga. Pero la tela pegada encima, aun siendo muy ligera, no le permitía ser tan veloz como yo: la alcanzaba, la hacía mi prisionera, la enrollaba por la cintura con mis brazos, dejando que el peso de nuestros cuerpos fuese engullido por la penumbra del encantador abismo. Nuestros cuerpos, con el pretexto del juego, comenzaron a encontrarse, a descubrirse, a quererse más a fondo. Después volvimos a la luz y pude besar aquellos labios rojos y húmedos.

Yolanda huyó de nuevo y se sumergió en el abismo verdoso pero, después de que la ciñese por el talle, ya no se paró más. Mi mano la buscaba, apenas separó las piernas mientras todo mi furor apretaba contra sus costados. Contuvimos el aliento durante todo el tiempo que nos fue posible y caímos hasta donde apenas llegaba la luz. El agua se convirtió en un suave velo que cubrió nuestro miedo. Con la otra mano busqué el candor de un seno, mientras mi boca le besaba la nuca y el cuello. El aire hizo que volviésemos hacia el sol. La danza y el juego terminaron: las manos, los brazos, ayudaban a que nuestros cuerpos se fundiesen y nuestras miradas, a que las almas se encontrasen.

El amor nos había hecho perder cualquier atisbo de temor, duda o incertidumbre. Guiaba nuestros cuerpos hacia la orilla del río, llevaba a mis manos a quitar la última barrera que cubría el cuerpo de Yolanda. Nuestras bocas se buscaron, luego mis labios bebieron de sus pequeños senos. Conducida por nuestro amor, Yolanda se abrió para acoger mi vida. Nos embriagamos con el perfume de la hierba, con el sudor de la dulce lucha.

El mundo se detuvo: las aguas del Orb dejaron de discurrir, el sol no se movió, el viento dejó de soplar. Tras una breve lágrima de dolor en el rostro de mi amada, una lluvia de luz comenzó a expandirse, a invadir todo su ser.

Entregaba mi vida a otra, y el hecho de darla me arrancó una alegría mezclada con dolor. En el rostro y los ojos de Yolanda pude leer un dulce abandono, el encanto de acoger mi placer y también mi tormento.

Miré cómo el azul del cielo iba oscureciendo. Una bandada de gorriones dibujaba nubes que volaban hacia las altas torres de la catedral de Saint Nazaire para después desaparecer en los lejanos pináculos del castillo. Intenté adivinar dónde habrían reaparecido. Poco después, allí aparecieron por la izquierda, entre la puerta de Grindes y la de Torre Ventosa, y bajaron ordenadamente hacia el río para luego separarse y formar otras figuras de libertad.

Había apoyado la cabeza sobre el suave vientre de Yolanda, mientras ella me acariciaba la cara y el pelo. Volé hacia sus ojos: eran el rostro de su joven alma que, con la mía, se había lanzado al abismo. Ahora, juntos, sin miedo, seguíamos la bandada de las pequeñas criaturas del viento.

Mientras desde poniente los últimos rayos del sol rezumaban a través de las ramas de los árboles, nos dirigimos cogidos de la mano hacia el puente viejo. Atravesamos el Orb y la puerta del Puente, pero en lugar de ir por el camino más corto girando a la izquierda hacia la puerta de la rectoría, fuimos hacia la derecha y entramos por la puerta de San Jaime. Seguimos, hasta donde nos fue posible, los muros de la ciudad, hacia levante, y dimos un largo rodeo, mezclándonos con el quehacer cotidiano de la gente. Una viejecilla hilaba la lana bajo la mirada impasible de un gatazo rojo tendido a sus pies; los gritos alegres de dos niños que estaban a punto de que su madre, que no dejaba de llamarlos, perdiese la paciencia; un herrero con la cara ennegrecida por el humo que colocaba en su mostrador hoces, layas, hachas, trébedes y una reja de arado que apoyó contra el muro; un guarnicionero que terminaba una brida; un zapatero y un alfarero que discutían animadamente a voces sin apartar la vista de sus manos incansables; un curtidor que ordenaba en dos grandes canastos pieles de conejo, ardilla, comadreja y cordero apenas trabajadas con piedra pómez y yeso; una joven de vientre abultado que se afanaba recogiendo paños que había tendido a secar; un botero que daba los últimos retoques a un barril mientras un chico un tanto flemático que guardaba en un almacén las comportas, listas para la vendimia, que ya estaba al caer.

Del burgo de Lespignan pasamos al de Nissan a través del barrio que era propiedad del vizconde y que lindaba con el nuevo e imponente castillo. Nos encaminamos desde el burgo de Vissec hacia la Portette y nos detuvimos en la puerta de San Guillermo. A pesar de que anochecía con rapidez, cuatro hombres cavaban un gran agujero. Uno de ellos, con la barba y los cabellos rojizos, nos saludó. Debía de conocerme de la taberna. Me sentí obligado a responderle.

—Saludos. No os canséis demasiado. Ya están cantando las vísperas…

—Lleváis razón, micer Giordano, pero se ha encomendado a micer Bernard que termine las cisternas antes de las lluvias y aún queda mucho por hacer.

—¡Adelante, pues! Y saludad de mi parte a Bernard tan pronto lo veáis.

—Así lo haré, micer Giordano —y volvió a cavar con los demás.

—¿Qué hacen? —me preguntó Yolanda, llena de curiosidad.

—Excavan grandes cisternas para recoger la lluvia a lo largo del muro. En caso de asedio, el agua, además de refrescarnos, se transformará en una terrible arma.

—¡Un arma!

—Agua hirviente en el rostro de los asaltantes. No es tan mortal como el aceite, pero sí eficaz. Y no cuesta nada —le sonreí feliz.

Yolanda se estremeció ante aquel pensamiento:

—¡Por eso excavaban las cisternas tan cerca del muro! Dios mío, había olvidado la guerra.

Poco después, aprovechando la penumbra del callejón que recorríamos, nos refugiamos uno en brazos del otro. Más dulce que el abrazo fue sin embargo la pequeña palabra que nos iluminaba por dentro. Ambos sentíamos una encantadora discreción, incluso después de haber vencido el falso sentimiento de culpa, el miedo y el desconcierto. Fue un susurro que casi se confundió con la brisa, mientras le rozaba los cabellos con los labios.

Una vez en casa de Simón, mientras David tomaba la caña y el cesto con los peces, Sara nos escrutaba con sus brillantes ojos verdes. Quería decirnos algo. Su carita ansiosa era como un libro abierto, pero no se atrevía. Para evitar cualquier pregunta, Yolanda y yo nos fuimos por la angosta callejuela. Aprovechándonos de la complicidad de la penumbra que envolvía la calle del Sol, nos besamos.

Oímos la vocecita de Sara, quien nos decía que se iba corriendo a ver a su mamá para contárselo todo.

 

Raimundo VI de Tolosa vio que la guerra venía a su encuentro y comenzó a dar muestras de sometimiento a la Iglesia. Viajó al Vivarais, a Aubenas, donde Arnauld Amaury había organizado una inmensa concentración para preparar la cruzada. Intentó demostrar su completa inocencia en el asesinato de Pierre de Castelnau además de asegurar, de nuevo, su fidelidad a la Iglesia.

Arnauld Amaury rechazó la entrevista. El conde debía dirigirse a Roma, al papa.

Raimundo VI envió a toda prisa a sus prelados a la Santa Sede para presentar su queja por el comportamiento despiadado del legado pontificio. Inocencio III se tomó su tiempo. Sin negar la posibilidad de que le fuese levantada la pena de excomunión —y a condición de que lograra probar que nada tenía que ver con el crimen—, debía entregar a la Iglesia, como prenda de fe, siete de sus más poderosos castillos con las ciudades anexas.

Mientras tanto, el papa envió al legado Milón a Arnauld Amaury, a quien concedía el poder absoluto sobre la cruzada y aconsejaba comenzar la guerra primero en los pequeños estados vasallos del conde para impedir que se uniesen y dirigirse después, recurriendo a la destreza y la astucia, hacia Tolosa.

El conde aceptó todas las condiciones y, tras ceder a la Iglesia los siete castillos, el 18 de junio de 1209, en Saint-Gilles, bajo el atrio de la basílica donde estaba sepultado Pierre de Castelnau, fue forzado al acto de sumisión al pontífice. En presencia de una gran multitud, desnudo hasta la cintura, juró obediencia al papa y a su legado. A continuación, Milón le hizo jurar que expulsaría de sus tierras a los soldados mercenarios, que prohibiría que los judíos desempeñasen cualquier oficio, que combatiría a los herejes y que exoneraría del pago de impuestos a las instituciones religiosas o a los hombres de Iglesia que viviesen en sus dominios. Por si fuera poco, el legado lo humilló aún más arrastrándolo, de una estola atada a la cabeza, por toda la iglesia mientras lo azotaba en la espalda con una vara de madera. El 20 de junio, el legado repartió los castillos entre obispos y abades.

El 22 de junio, Milón cosió una cruz roja sobre el pecho del conde mientras éste prestaba juramento: «Yo, Raimundo, duque de Narbona, conde de Tolosa y marqués de Provenza por la gracia de Dios, juro sobre el Evangelio que obedeceré a los cruzados apenas entren en mis dominios y haré cuanto me impongan por la seguridad y el bien de su ejército». Mientras pronunciaba estas palabras, sin saberlo, otro pequeño contingente cruzado, dirigido por el arzobispo de Burdeos, invadió sus posesiones al norte de Tolosa y conquistó Puylaroque, destruyó Gontaud, saqueó Tonneis y asedió Casseneuil, donde se unió a las tropas que estaban a las órdenes del obispo de Puy. Casseneuil acabó por rendirse y se encendieron las primeras hogueras.

Entretanto, Arnauld Amaury se vio inmerso en una actividad febril que lo llevó por toda Francia. Consiguió que se uniesen a las fuerzas cruzadas el duque Eudaldo III de Borgoña; Pedro de Courtenay, duque de Auxerres; Hervé IV de Donzy, conde de Nevers, y su senescal, Godofredo de Pougues; Gaucher de Chatillon, primo del rey de Francia y conde de Saint-Pol; Milón IV, conde de Bar del Sena; el conde Simón de Montfort; el de Valentinois, Adhemar de Poitiers; Guichard de Beaujeu y Guillermo de Roches, senescal de Anjou; Guillermo de Ponthieu; Gerardo de Coucy; Guy de Lévis; Gaucher de Joigny, señor de Château-Renard; Lambert de Thury; los arzobispos de Bourges, Reims, Sens y Rouen; los obispos de Nevers, Clermont, Autun, Bayeux, Chartres y Lisieux, además de quince mil hombres armados y mantenidos directamente por el rey de Francia.

El 24 de junio de 1209, Arnauld Amaury reunió el grueso de su ejército en Lyon, donde fue elegido general en jefe.

El destino del pueblo occitano quedaba completamente en sus manos.

El 25 de junio los cruzados llegaron a Orange. El ejército, que ya superaba unos cien mil soldados, cruzó el Ródano el 12 de julio en Beaucaire, entró en tierras occitanas y se paró en Montpellier.

El joven vizconde de Béziers y Carcasona, Raimundo-Roger de Trencavel, al ver que toda resistencia era inútil y que sus intentos de aliarse con otros barones del sur y con el mismo conde de Tolosa habían fracasado, intentó someterse y humillarse.

Pero Arnauld Amaury se mostró implacable y rechazó toda explicación. Béziers, la cueva del diablo, sería destruida. El joven vizconde volvió de inmediato a Béziers y reunió a vasallos, consejeros, cónsules y ciudadanos, todos decididos a no rendirse. Combatirían. Ricos y pobres, católicos y herejes, burgueses y campesinos. Todos se unieron para defender la ciudad.

Pero el vizconde abandonó Béziers con sus mejores guerreros para refugiarse en Carcasona, en un castillo donde se sentía más seguro y desde donde podría pedir ayuda.

En Béziers quedó una pequeña guarnición bajo el mando de un joven, Bernard de Servian, coadyuvado por un tal Palis Jordanus, del burgo de Santa María Magdalena.

El ejército dejó Montpellier el 20 de julio y ocupó Servian, que encontraron ya completamente desierta. Sus habitantes, como todos los vecinos de las campiñas circundantes, se habían refugiado en Béziers. Las tropas acamparon en el prado y a lo largo de las orillas del Orb.

El anciano obispo de Béziers, Renaud de Montpeyroux, abandonó la tienda de Arnauld Amaury y se aprestó a entrar en la ciudad.

Era el alba del martes 21 de julio de 1209.

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