Los árabes estaban divididos en varios grupos tribales que nunca se llevaron bien, aunque ya hemos visto que, después de las predicaciones de Mahoma, hicieron causa común para extender el islam por el mundo. Los grupos tribales más importantes eran los kalbíes, originarios del sur de la península arábiga, y los kaisíes, que eran del norte. Unos y otros tenían poco en común, aparte de la religión y el idioma. Los kalbíes eran hortelanos sedentarios (ellos fueron los que aportaron a Andalucía y Levante la rica tradición de los regadíos); por el contrario, los kaisíes eran pastores y camelleros nómadas.
En el santuario y centro caravanero de La Meca había otra tribu, los kuraish, dividida en dos clanes, los omeyas y los hashimíes, también enemistados porque los omeyas monopolizaban el próspero comercio con Bizancio y Persia, y sólo dejaban las migajas a sus parientes.
Durante cerca de un siglo, el clan de los omeyas se mantuvo a la cabeza del islam y controló el imperio de Damasco, pero en 750 un hashimí llamado Abd Allah derrocó al califa y exterminó a la odiada familia omeya; hasta borró de las lápidas sepulcrales el nombre de los omeyas difuntos. No contento con esto, Abd Allah mudó la capital a Bagdad y trocó su nombre por el de Abu al-Abbás, en memoria del tío de Mahoma al-Abbás, del que decía descender. La nueva dinastía se denominó abbasí.
Un joven omeya de veinte años de edad, un tal Abd al-Rahman, logró escapar de la matanza de su familia, y, poniendo tierra por medio, consiguió alcanzar la lejana tierra de al-Andalus.
Al-Andalus estaba al borde de la guerra civil cuando Abd al-Rahman desembarcó en sus playas. A cinco mil kilómetros de Arabia, los descendientes de las tribus kalbíes y kaisíes reproducían las rivalidades de sus ancestros y se hacían cruda guerra. A estos grupos étnicos había que añadir, para acabar de enmarañarlo todo, a los bereberes y a los sirios, cada cual con sus reivindicaciones, y finalmente, a los hispanogodos, divididos ahora en dos grandes comunidades: por un lado, los que se habían convertido al islam (muladíes), y por otro, los que seguían siendo cristianos (mozárabes). Y aún se queda en el tintero la comunidad judía, creciente en número e importancia.
Demasiada gente y demasiados intereses encontrados.
El joven Abd al-Rahman se erigió en mediador, puso paz primero por lo suave y, en cuanto tuvo autoridad, eliminó a los díscolos y se apoderó de al-Andalus.
¿Un omeya al frente de la provincia española obedecería al califa abbasí, al exterminador de su familia? El califa era el jefe espiritual del islam (del mismo modo que el papa lo era de la cristiandad). Los califas de Damasco, y posteriormente de Bagdad, ejercían la doble autoridad civil y religiosa. Como es natural, el joven Abd al-Rahman no acató la autoridad civil del califa abbasí, pero se resignó a reconocerlo como jefe religioso. En las mezquitas de al-Andalus se invocaba el nombre del odiado usurpador en su calidad de jefe religioso, pero por lo demás Abd al-Rahman se independizó de Bagdad, es decir, capitaneó su propio ejército, recaudó sus impuestos y gobernó a sus súbditos como le plugo. No obstante, continuaba usando el título de emir, o gobernador delegado del califa. Cuando uno de sus sucesores se atrevió a asumir también la jefatura religiosa, al-Andalus dejó de ser emirato para convertirse en califato, como se verá cuando toque.
Abd al-Rahman aspiraba a ser rey absoluto de un Estado moderno. Para ello necesitaba un ejército fiel, no una tropa de dudosa lealtad, dividida por enemistades tribales e intereses de clanes y familias. Por lo tanto, optó por la solución bizantina: rodearse de mercenarios (sakaliba), fieles solamente al pagador, es decir, al Estado. Muchos de ellos eran cautivos, que habían sido capturados o adquiridos, siendo todavía niños, en la Europa cristiana. Desvinculados de sus familias y de sus culturas de origen, no reconocían más familia que el regimiento al que pertenecían. Estos soldados residían en sus cuarteles, despreciaban la vida civil y se mantenían ajenos a la política, e incluso a la vida menuda de la calle, pues, aunque vivieran en al-Andalus no se molestaban en aprender el idioma. Por eso, también los llamaban khurs, los silenciosos.
¿Y los cristianos? Mientras el emirato de al-Andalus se consolidaba, los godos fugitivos en las montañas de Asturias y los naturales de aquella comarca habían fundado un reino cristiano, que, al poco tiempo, extendió sus dominios, por un lado, hasta Galicia y, por otro, hasta el Duero, aprovechando que aquella tierra había sido prácticamente abandonada por los bereberes. Abd al-Rahman andaba corto de dinero y de hombres, y aceptó la línea del Duero, como su frontera natural con los cristianos. De hecho, el espacio entre Madrid y el Duero quedó como tierra de nadie. Abd al-Rahman estableció en sus confines tres marcas o provincias militares (según la costumbre romano-bizantina), con capitales en Zaragoza, Toledo y Mérida. Solamente en las feraces tierras del Ebro y Cataluña había contacto directo entre cristianos y musulmanes.
La solución de las marcas militares resolvía el problema de la seguridad en las fronteras, pero, a la larga, creaba otro más grave: los gobernadores militares aprovechaban la menor ocasión para desgajarse de la obediencia de Córdoba y crear sus propios reinos. Para conseguirlo, no vacilaban en aliarse con el enemigo cristiano, del que supuestamente debían defender el territorio. Esto explica que el gobernador de Zaragoza llegara a un acuerdo con Carlomagno, rey de Francia, para repartirse la región. Pero cuando Carlomagno intentó ocupar los pasos de los Pirineos fue derrotado por los vascos (que seguían manteniendo la independencia desde la caída del Imperio romano). Fue la batalla de Roncesvalles, en la que perecieron Roldán y los pares de Francia, como épicamente cuenta la Chanson de Roland.
Carlomagno no renunció a sus ambiciones y logró crear en tierras catalanas su propia provincia militar, la llamada Marca Hispánica. Los sucesores de Carlomagno permitieron la existencia de diversos condados satélites a este lado de los Pirineos. Sólo fracasaron en Aragón y Navarra, donde surgieron poderes independientes.
Volviendo a Córdoba y a sus problemas, el proyecto autárquico de Abd al- Rahman, con sus plazas militares, sus regimientos mercenarios, su estado burocrático y su corte imitada de la bizantina, costaba mucho dinero, que tenía que salir de los impuestos. Como siempre, era el pueblo humilde el que pagaba la cuenta. El malestar de los contribuyentes fue creciendo a medida que aumentaban las exigencias tributarias. En tiempo del tercer emir, al-Hakam I, estallaron dos rebeliones, una en Toledo y otra en la propia Córdoba. La de Toledo es conocida como jornada del Foso (797). Sabedor el emir de que la gente de este país es capaz de correr cualquier riesgo con tal de comer de balde, atrajo al alcázar a los prohombres de la ciudad con el señuelo de un banquete, que, en realidad, ocultaba una trampa. «Los verdugos —anota el cronista- se colocaron al borde del foso y a todos los que iban entrando los iban degollando, hasta que uno de los que esperaban fuera dio la voz de alarma: viendo el vapor de la sangre que ascendía por encima de los muros barruntó la causa y gritó: "¡Toledanos, es la espada, voto a Dios, la que causa ese vapor y no el humo de las cocinas!" Los que esperaban se disolvieron y la ejecución se detuvo, pero para entonces los verdugos habían degollado a más de cinco mil trescientos.»
La matanza de Córdoba, en 818, conocida como jornada del Arrabal, fue menos cruenta. Allí sólo perecieron los cuarenta amotinados más notorios, y sus cuerpos fueron crucificados a las afueras de la ciudad.
Por si no había bastantes problemas en España, dividida como estaba entre religiones, reinos, razas, castas y tendencias, una flota de piratas vikingos atacó las costas. En sus veloces y estilizados navíos, los vikingos habían recorrido ya las costas francesas, saqueando y pillando poblaciones y monasterios. En 843 desembarcaron en Asturias, donde fueron rechazados por el rey Ramiro 1, y en Galicia, donde hicieron algunos estragos. Luego, descendieron por la costa atlántica hasta Lisboa, ya en tierra musulmana, donde volvieron a desembarcar. El gobernador envío correos a Córdoba para avisar a Abd al-Rahman II de la llegada de los piratas, suponiendo que continuarían hacia el sur. Poco después, los vikingos alcanzaron la desembocadura del Guadalquivir y se dividieron en dos grupos: mientras uno saqueaba Cádiz, el otro, unos ochenta navíos, remontó el río y atacó Sevilla. El emir reunió a duras penas las tropas necesarias para batirlos y derrotarlos. Luego, pactó con ellos y permitió que algunos se establecieran en la isla Menor, donde se ganaron la vida criando ganado y fabricando queso.
En años sucesivos hubo otras expediciones vikingas, que llegaron a la costa norte de África y remontaron el Ebro hasta Pamplona, donde capturaron al magnate Sancho García, por cuyo rescate obtuvieron la respetable cifra de noventa mil dinares.
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