Capítulo XIV 441-461

Publicado el 4 de abril de 2022, 21:37

El hombre era alto y el asno pequeño, pero cumplió a las mil maravillas su función y, en seis días, transportó a Adunco, sin mostrarse remiso, por los cuatrocientos estadios que separaban Cesarea de la orilla septentrional del mar de Galilea.

En realidad, el ritmo habría podido ser más rápido, pero el viejo policía, antes de llegar a su meta, quería observar y saber lo más posible de aquella tierra y de aquella gente, y además su edad no era la más indicada para molerse los huesos a lomos de un asno. Tampoco el clima le ayudaba: hacía más calor del que hubiera esperado en aquella estación, aunque de vez en cuando caía la lluvia y las noches eran frescas. Además, el primer trecho del viaje había sido agradable, entre colinas verdes cubiertas de vides y de olivos, y solo interrumpidas por las breves alturas que dejaban ver Megido a la derecha y el Monte Carmelo a la izquierda; pero luego, una vez atravesado el valle de Jezrael, los relieves se habían vuelto más elevados y Adunco, inexperto y a veces mal aconsejado, había terminado más de una vez en la cima de algún montículo pelado que habría podido evitar.

Por suerte, en aquel que estaba atravesando ahora encontró, precisamente en la cima, una pequeña taberna rodeada por chumberas y refrescada por una parra que el propietario había arrancado a las piedras, y se dejó caer con alivio contra el respaldo de un banco.

Adunco tomó un sorbo de vino, vertido de una ingeniosa ánfora redondeada que estudió con curiosidad: en la parte alta, en vez de la boca, tenía un asa, a cuyos lados dos pequeños cuellos permitían meter o sacar el líquido, pero también el aire, cuya circulación mantenía fresco el contenido. De improviso se dio cuenta de que objetos semejantes formaban parte de sus recuerdos de infancia, en las tórridas tardes estivales de Córdoba: agua fresca que descendía del recipiente de terracota porosa, en un chorro que él bebía al vuelo o que le llovía sobre el rostro entre las risas de sus compañeros. Le pareció que aquella —la casa de la infancia— era la única casa posible, y suspirando se preguntó qué demonios estaba haciendo en Palestina.

El tabernero era un hombre taciturno, que inmediatamente después de haber servido al cliente volvió a sentarse en el suelo, con la espalda contra el tronco de la parra y con la mirada fija en la cima plana del Monte Tábor; a pesar de todo, respondió amablemente a las preguntas de Adunco: sí, el mar de Galilea estaba bastante cerca, un centenar de estadios y con solo unas pocas colinas en medio; no, no saldría al norte sino al sur del lago, un poco por debajo de Tiberíades; sí, podría evitar la ciudad y tomar la vía Maris un poco más arriba, apenas debajo de Magdala. Y finalmente: ¿Jesús el Nazareo? Había oído hablar de él a algún caminante, pero él vivía aislado en lo alto de su cumbre y poco sabía de los acontecimientos del país. Y se encogió de hombros preguntándose, evidentemente, qué podía querer un gentil de un nazareo.

En cuanto hubo recuperado el aliento, Adunco se volvió a poner de viaje con las largas piernas colgando a ambos lados del pollino. Estaba bien equipado: en el mercado del puerto de Cesarea había cambiado su capa de lana demasiado elegante por una de lana burda para protegerse del calor del día y del fresco de la noche, con una cuerdecilla se había asegurado un pañuelo alrededor de la cabeza y había comprado un largo cayado de caminante. Para no llamar la atención, había cambiado su alforja de piel por una de tela, en la que había metido también unas pocas provisiones, y después de haber recabado información, poniendo aprueba con éxito su arameo, había salido de Cesarea lo más pronto posible.

El anciano policía esperaba haber desviado las sospechas del centurión, pero no las tenía todas consigo por lo que se refería al jovenzuelo del pelo rubio que era sin lugar a dudas un espía. Sabía que corría muchos riesgos porque el carácter secreto de su misión le ponía a merced de Poncio Pilatos: en efecto, si este descubría que había allí un espía de Tiberio controlándole no dudaría un instante en darle muerte aprovechando el anonimato en el que Adunco estaba obligado a moverse. Pero cómo, habría dicho el prefecto, ¿realmente se trataba del ex praefectus urbi? ¿El viejo Adunco? ¿Y qué demonios hacía allí en Judea, sin decir nada a nadie? Claro que había resultado sospechoso a la policía, peor para él si no se había dado a conocer.

Naturalmente, Adunco y Pilatos se habían cruzado en más de una ocasión en Roma, y no habían simpatizado. El primero respondía solo a las leyes que regulaban su oficio, el segundo era un protegido de aquel intrigante de Sejano y especialmente dispuesto, con la certeza de la impunidad, a infringir cualquier norma. Pocos meses después de su llegada a Judea como prefecto, había llegado a Roma una protesta de sus administrados que Sejano había enterrado en el maremágnum de la correspondencia con las provincias, pero cuya copia había terminado igualmente en el archivo de Tiberio, y Adunco la recordaba perfectamente: «Corrupción, atropello, latrocinio, maltratos, ultrajes, ejecuciones sumarias sistemáticas sin sentencia de condena, e infinitas, insoportables atrocidades».

En la nave, al final del viaje hacia Cesarea, Adunco había conseguido intercambiar alguna palabra con el grupo de los judíos, pero aquellos eran obviamente demasiado prudentes para contarle a un romano desconocido qué pensaban del prefecto que gobernaba su tierra. Pero el mercader griego que le había dado lecciones de arameo parecía no temer nada tanto como el silencio, y con su habitual y cínica volubilidad le había explicado:

—Los saduceos se alinean siempre con el poder, a cuya sombra hacen prosperar sus negocios, pero no es así para todos. ¿Sabes cómo llaman los doctores de la Ley judaica a tu compatriota?

Adunco no lo sabía.

—¡Le llaman Amón! —había exclamado el otro entre risas, y luego, advirtiendo que Adunco no captaba la referencia, añadió—: Pues sí, como el antiguo rey judío que adoraba a los ídolos. Y quiero hacerte notar, romano, que el rey Amón murió víctima de una conjura.

Al recordar aquel relato, el viejo se encogió de hombros en un gesto de indiferencia: le importaba muy poco qué fin esperaba a Pilatos, y en cambio le habría molestado mucho si aquel fin Pilatos se lo hubiera destinado a él. Y dio suavemente un taconazo al asno para que comenzase a trepar por las colinas que el tabernero le había anunciado como las últimas antes del mar de Galilea.

Por una vez, le habían informado bien. Al cabo de un par de horas de camino, llegado a lo alto de una colina yerma, vio delante de sí el fértil valle que descendía hacia el lago. Incluso de tan lejos se veía que las aguas eran cristalinas, y cuando finalmente llegó a ellas, y se hubo apeado de su montura, distendió con verdadero placer los huesos doloridos en la orilla de guijarros y conchas. Las pequeñas olas subían a lamerle los pies, que se había descalzado, y el cielo de la tarde brillaba sobre él en un azul intenso apenas protegido por el abanico de las palmeras, pero si volvía la cabeza a derecha o izquierda los ojos se llenaban del verde de la hierba y de los colores de mantos de flores. Algo, quizás el cansancio, le produjo un placentero estremecimiento. Paz, se descubrió pensando el viejo soldado. Quizá, pensó, aquel hombre tiene de veras razón.
Pero estaba el deber, naturalmente, que es la más exigente de las costumbres. Adunco se levantó, volvió a calzarse las sandalias y, para descansar su castigada espalda, se puso a caminar, llevando al asno al lado suyo. Antes de la caída de la noche, esperaba poder conseguir más información sobre el actual paradero del Nazareo, luego se pararía a dormir en alguna posada y a la mañana siguiente vendería el asno de carga, porque no tenía sentido unirse tan llamativamente montado a una multitud que se desplazaba a pie.

Volvió a ganar el camino, y se encontró detrás de un grupo de una decena de hombres y delante de una pareja en torno a la cual correteaban tres niños, mientras que más adelante y más atrás se veía un número de personas que juzgó insólito. Vio en lontananza los edificios blancos de Tiberíades y tuvo un pensamiento malévolo para el hombre de quien la ciudad tomaba el nombre. Y repitió la pulla cuando se dio cuenta de que encontrar un alojamiento en la gran ciudad sería menos fácil de lo previsto, porque, le explicó un posadero judío que hablaba griego con facilidad, muchísima gente estaba llegando del sur.

—Vienen de Jezrael, de Sepphoris, de Canaán —dijo el hombre con entusiasmo mercantil—, de Escitópolis, y hasta de Siquén. Te diré más: estoy convencido de haber visto entre la gente también a samaritanos, judíos e incluso a idumeos. Creyentes y paganos todos juntos, ¿te das cuenta? Tanta gente no se había movido nunca ni por Juan el Bautista, tanta gente… El posadero se interrumpió aquí, impresionado por algo que él mismo había dicho. Ya, ya —dijo luego caviloso—, ni siquiera por el Bautista.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Adunco.

Pero el hombre había perdido de improviso todo entusiasmo, y miró con sospecha a aquel extranjero que se había presentado como hispano pero que seguía siendo un ciudadano del Imperio, un romano, en suma, ¿qué podía estar haciendo por allí?

—Lo siento —dijo—, no tengo una sola cama libre.

Pero Adunco había ya ido a todos los albergues, y no tenía ninguna intención de pasar la noche al raso calentado por un asno, de modo que detuvo al posadero, que ya se retiraba, con una mano que aquel encontró extraordinariamente fuerte para un hombre tan anciano, y le dijo:

—Déjame la tuya.

—¿Estás loco? —dijo el otro tratando de sacudirse del hombro aquella especie de garra.

—Pues no —dijo Adunco—, todo consiste, como siempre, en llegar a un precio justo. ¿Cuánto vale tu cama, por una noche?
El otro le miró, y comprendió que no tenía que vérselas con un loco y que con un pequeño sacrificio podría cerrar un buen negocio.

—Quiero tu asno —dijo—, tu asno por mi cama.

—Me parece equitativo —dijo Adunco alargándole el ramal.

Entonces el otro pensó que podría obtener mucho más, y dijo:

Y dos siclos.

—El asunto está cerrado ya con el asno —dijo Adunco—, déjame ver dónde está tu habitación.

El posadero meneó la cabeza:

—No, no, no: te he dicho el asno y dos siclos, o nada.

—O esto o nada, amigo —dijo el viejo policía sonriendo—. Elige tú mismo.

Y diciendo esto alargó la mano izquierda para apoyarla amigablemente sobre el hombro del otro, pero procurando descubrir el brazo para mostrar el puñal que tenía sujeto a él.

El posadero aceptó la derrota de mejor grado de lo que Adunco se hubiera esperado: se encogió de hombros, riendo, y llamó a un mozo para confiarle el pago de su cama.

—Ven —dijo acto seguido, y acompañó a su cliente a un cuartito minúsculo ocupado casi enteramente por un camastro cubierto por una manta de aspecto poco invitador.

Adunco la quitó y se sentó sobre aquella mísera yacija.

—¿Por qué no te tratas mejor? — preguntó—. Casi habría sido más cómodo dormir en la calle, junto al calor de mi asno.

Pero no era así. Ciertamente mucha gente pasaría la noche al raso, y él habría podido encontrar compañía y quizás hacer que le contaran cosas interesantes, pero lo que afuera habría sido una esperanza, en la taberna era una certeza: a cambio de los dos siclos que no había obtenido por la cama, el tabernero vencería ciertamente su reticencia, y Adunco quería oír el final de aquella frase: «Ni siquiera por el Bautista…».

El albergue tenía una pequeña sala con alguna que otra mesa, otras mesas estaban en el recinto trasero, y todas estaban atestadas. Los clientes eran sobre todo hombres, pero un par de ellos tenían consigo a sus mujeres e hijos. Dormirían todos en el par de habitaciones de que disponía la posada, en cada una de las cuales normalmente había hacinadas cuatro o cinco camas a las que, aquella noche, se añadirían varios catres. Algún que otro huésped se había quejado del precio excesivo de un alojamiento tan poco cómodo, aunque todos eran conscientes de que en realidad seguía siendo el más barato de toda Tiberíades, y se preparaban a gastarse en la cena lo que ahorraban en la cama. Una hija del dueño, ya casada, había venido con su hijo a echar una mano, y junto con el mozo traían a las mesas pan y queso, higos secos y vino, mientras se esperaba que en el hogar al aire libre se terminase de asar una parrillada de espléndidos pescados.

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