Las generaciones que han sido traspasadas, en tiempos recientes, por experiencias tan dispares y novedosas como la del Estado liberal parlamentario, la dictadura prolongada y el actual Estado de partidos, han podido constatar que en todas ellas la actitud de los gobernados, con relación a cada una, se ha dividido en tres tercios. Y hay que sacar alguna conclusión de ello.
Un tercio activo apoya al sistema político, cualquiera que sea su naturaleza. Un tercio pasivo lo soporta sin apreciarlo. Y otro tercio reactivo lo desprecia y se rebela, si puede. Las clases sociales y las personas cambian de ubicación en esos tercios nacionales, según sea la naturaleza del régimen político. Pero la división tripartita de la actitud social ante el hecho de la obediencia política permanece inalterable. Constant atribuyó el fracaso de la Restauración a que no supo identificarse con alguno de los tercios en que se dividió la sociedad francesa a la caída de Napoleón: el liberal, el imperialista y el absolutista.
La división tripartita de la sociedad no coincide, y parece más profunda, con la existente por razones ideológicas entre derecha, centro e izquierda. Tampoco guarda relación paralela con la que se deriva, por razones genéticas y de carácter, del temperamento conservador, moderado y radical de las personas, como pensaron Halifax (1688) y Macaulay (1848).
La teoría clásica describió, como se sabe, tres formas puras de gobierno, y sus desviaciones impuras, con tres criterios basados en la propensión a la obediencia según el número de gobernantes. El gobierno de uno (Monarquía y tiranía), el gobierno de unos (aristocracia y oligarquía) y el gobierno de muchos o de todos (politeía y democracia). Montesquieu mantuvo la tricotomía de Aristóteles, aunque agrupó la aristocracia y la democracia bajo la forma republicana, para hacer un hueco al despotismo oriental y poder clasificar así las formas de gobierno por razón de su principio o resorte moral de funcionamiento: el honor, la virtud y el miedo. A la clásica tricotomía en la estructura del mando, le aplicó la tricotomía funcional derivada de la pasión dominante en el principio de la obediencia política. Pero su descubrimiento de la superioridad de la Constitución inglesa le hizo buscar la libertad en el equilibrio de poder y no en la virtud republicana.
Salvo Benjamin Constant, que añadió la usurpación (Julio César, Napoleón) a las tres formas de Montesquieu, y Benedetto Croce, que las consideró como simples momentos de un mismo y único Estado, el pensamiento parece incapaz de liberarse de la fascinación que le produce la tripartición indoeuropea de las funciones sociales, para entender así las tres formas del mando (físico, espiritual, económico) ylos tres modos de obediencia (carismática, tradicional, racional) que, desde los griegos hasta Max Weber, han determinado la teoría política.
El intento formalista de Kelsen para sustituir la tricotomía clásica en las formas de obediencia por una dicotomía, según si las leyes se elaboran desde el alto mando o desde la base que ha de observarlas, incurre en más incoherencias y contradicciones de las que pretendía resolver. La filosofía clásica sabía que la distinción entre las formas de gobierno había que buscarla en la constitución del régimen de poder y no en el modo formal de elaborar las leyes. Kelsen vuelve a los tiempos legendarios de Licurgo para salvar el carácter mitológico de la Constitución, como si ella no fuera ya un producto jurídico impuesto por la fuerza de uno, de algunos o de muchos. El criterio de Kelsen, que sigue dando la preeminencia al poder legislativo, no sirve para distinguir la democracia de una oligarquía de partidos, cuyo procedimiento de producir el derecho es formalmente el mismo.
Tampoco sirve de mucho en el mundo actual, homogeneizado por la cultura de masas consumidoras, sustituir el criterio del número de mandamases por el de la clase de pasión que determina en primera instancia la obediencia, con independencia de la coerción universal que, en último término, ejerce el monopolio legal de la fuerza. La virtud y el honor perdieron hace ya tiempo sus funciones de integración social. Y el miedo, que antes era un privilegio sentimental de los pobres, ha devenido una pasión universal cuando lo fomenta un peligro ficticio, bajo cualquier forma de gobierno. Pero la corrupción en las personas y en las clases irrumpe en la escena como nuevo factor de poder político y de integración social en el Estado de partidos.
El mejor conocimiento de la psicología de las masas y de su comportamiento electoral ante los diferentes partidos permitió una aproximación original al tema de la obediencia política. Y se pensó que la actitud social ante el régimen de poder dependía en última instancia de la combinación de dos factores variables en la condición humana: el grado de satisfacción ante el régimen de poder por parte de los gobernados, y el de su creencia sobre la posibilidad de cambiar el orden establecido. Aunque la idea de la propensión a la obediencia según el estado de ánimo no era nueva, y había servido al hegeliano Röhmer para fundar la teoría liberal de los partidos en la tendencia general a pasar desde la juventud radical hasta la vejez reaccionaria, tomó un gran impulso en 1923 con la conocida teoría de Lowell sobre las inclinaciones políticas.
Dividiendo a los gobernados en satisfechos e insatisfechos, por un lado, y en optimistas y pesimistas respecto a la posibilidad del cambio social, por otro, Lowell encontró en la sociedad cuatro propensiones o actitudes: la radical, descontenta de la situación y optimista en cuanto ala posibilidad de mejorarla; la liberal, satisfecha y optimista; la conservadora, satisfecha y pesimista; y la reaccionaria, insatisfecha y pesimista. El atractivo de esta teoría de las inclinaciones políticas fue doble. Explicaba de una manera sencilla por qué los jovenes radicales se hacían después reaccionarios sin salirse del mismo grupo de insatisfechos, y por qué erán inestables las sociedades dominadas y divididas por este grupo antagónico de radicales y reaccionarios. Pero el fenómeno de las masas arrastradas apasionadamente por el fascismo, esa extraña especie de optimismo reaccionario, y la simplista dialéctica de amigo-enemigo y de burgués-obrero, arrumbaron la tesis liberal de la propensión, junto con todo el cuerpo de la doctrina política de la soberanía popular o nacional, de la representación parlamentaria y de la teoría general del Estado, pacientemente levantado por la cátedra europea durante medio siglo de ilusiones, sobre los cimientos metafísicos que Sieyès ideó para legitimar el poder de la representación, apartando al pueblo de los asuntos públicos.
Del mismo modo que la revolución protestante inglesa destrozó el paradigma de la soberanía absoluta e indivisible del Estado católico, elaborado por la filosofía de los siglos XVI y XVII, la irrupción de las masas fascistas, burguesas, pequeño-burguesas y obreras, para dar todo el poder al Estado y todo el Estado a un jefe carismático, acabó para siempre con la ilusión liberal, con el ingenuo error de la teoría del derecho público del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX. Y después de la guerra mundial, al ponerse esas doctrinas caducadas al servicio legitimador del nuevo Estado de partidos, aquellos errores ilusos han devenido la Gran Mentira actual. Que nadie se extrañe, pues, del inédito camino que emprende ahora la teoría de la libertad política para ser verídica y realista.
Es principio de la experiencia, cantado ya en Antígona, que el poder no se controla a sí mismo, ni se deja controlar por otro una vez establecido. De ahí que la libertad política sólo pueda salvar los arrecifes que le opone el mando cuando las formas de poder tradicional instaladas en el Estado de las libertades burguesas desaparecen o entran en situación de crisis.
Esta observación de la experiencia sitúa el inicio de la libertad política en aquellos momentos de crisis de la libertad de acción del Estado en los que éste subsiste, sin peligro de disolución, pero no funciona. Sus poderes, sin autoridad ni esperanza de tenerla, se hacen puramente nominales. Y más que en una crisis de régimen o de gobierno se entra en una crisis de la situación política.
Se trata de una crisis de Estado y de la autoridad legal, pero no del Estado. El principio de legalidad, abandonado por el de legitimidad, no logra ya mantener las rutinas de obediencia ni la confianza de los gobernados. La necesidad de nuevas leyes, asistidas de otro tipo de legitimidad más amplio, decide a la parte más audaz y menos ideológica de los poderes colocados en el Estado a realizar una apertura del régimen para ensanchar su base de sustentación social.
La reforma se acomete desde el propio Estado para evitar la ruptura de la continuidad en el poder del núcleo social que hasta entonces lo detentaba. Y aunque los cambios propuestos a la aprobación popular sean de orden liberal y progresista, es casi imposible que lleven a la libertad política en una sociedad corrompida por una larga dictadura. «Los poderosos proponen leyes menos en favor de la libertad que para acrecentar su poder. El miedo que inspiran cierra la boca de todo el mundo, de tal manera que el pueblo, engañado o forzado, no delibera más que sobre su propia ruina» (Maquiavelo, Oeuvres Complètes, La Pléiade, pág. 430).
Pero el proceso de apertura abre nuevos cauces políticos a la libertad de acción. Y el camino se bifurca entonces hacía las libertades públicas otorgadas por la reforma o hacia la libertad política buscada mediante la ruptura. Sólo este último camino, recorrido por la libertad de acción de un nuevo tercio laocrático de la sociedad, puede desembocar en el proceso constituyente de la sociedad política democrática, si logra controlar todo el poder del Estado. Porque un grupo laocrático que quiera servir el interés de todo el pueblo antes que el suyo propio debe hacerse, él solo, con todo el poder constituyente, sin consenso o pacto de reparto con los señores de la dominación oligárquica.
A esta melior pars de Marsilio de Padua, a este laós homérico del demos general, se remitió la esperanza liberal de Locke en la efectividad del derecho a la insurrección popular. El famoso párrafo 149 del Segundo Tratado fue vertido a lenguaje actual por Carl Friedrich: «Cómo un número considerable de hombres tienden a mantener su libertad frente a la decisión ilimitada y arbitraria de otros, y cómo esos hombres integran la parte más inteligente e importante de la comunidad general; siempre que alguien trate de llevarles a una situación de dependencia y restricciones, existe la presunción de que intentarán salir de ella, aun a costa de sacrificios considerables; y por intermedio de esta parte más inteligente e importante se manifiesta lo que puede denominarse grupo constituyente, pero no puede considerarse a éste bajo ningún gobierno, ya que su poder no puede entrar en juego sino para disolver el gobierno establecido e implantar una nueva Constitución.»
De aquí extrae Friedrich su idea del grupo constituyente, como «un poder de resistencia, residual y desorganizado que trata de limitar al gobierno y que sólo puede entrar en juego cuando el gobierno funciona mal». Si la acción de este grupo está orientada hacia la libertad política, no conduce a ningún contrato o pacto social, a ninguna reforma parcial del régimen político, sino a la apertura de un proceso que tiende a constituir, con libertad de acción, el régimen de la sociedad política en el Estado.
Añadir comentario
Comentarios