Alfred Best era como un niño asustado. Con voz entrecortada nos contó que jamás a lo largo de su dilatada existencia había recibido una amenaza. En alguna ocasión tuvo enfrentamientos con colegas que desbordaron los límites de lo estrictamente académico, pero nada que fuese más allá de un exceso verbal. Tampoco había recibido llamadas irrespetuosas de ningún oyente de sus programas de la BBC disconforme con sus opiniones.
Pensé que si se habían producido, no se las habían comentado. Siempre hay quien se siente ofendido ante algunas opiniones. Sabía por experiencia que a veces ocurrían esas cosas.
La poderosa imagen que el profesor transmitía a través de las ondas radiofónicas estaba por los suelos; en cambio, algo que yo había comprobado con frecuencia, era que en situaciones dolorosas o difíciles el temple de las mujeres era muy superior al de los hombres. Sin ir más lejos, Ann se mostraba mucho más entera que yo en momentos complicados.
—¿Puede mostrarme el escrito, profesor?
Best, abatido, se limitó a señalar el tocador. Leí el texto y comprobé que presentaba una variante importante respecto al mensaje que yo había recibido.
SI APRECIA EN ALGO SU VIDA , OLVÍDESE DE LO QUE HA VENIDO A HACER Y MÁRCHESE DE EL CAIRO
—Déjamelo, por favor. —Ann apenas le dedicó tres segundos, fue solo una ojeada y me lo devolvió.
También le ordenaban que se marchase de El Cairo, pero añadían que se olvidase de lo que había ido a hacer. Estaba claro que quien se escondía tras el nombre de Suleiman Naguib tenía información detallada de nuestra misión. Sabía que era Best quien iba a realizar el trabajo y que mi función era simplemente acompañarlo.
—¿Cómo se lo han hecho llegar?
Best, en lugar de responder a mi pregunta, farfulló:
—Hay que avisar a la policía.
Miré a Ann y negó con la cabeza.
—No debemos ponernos nerviosos, Alfred —lo llamé por su nombre pensando que eso podría tranquilizarlo y le repetí la pregunta—: ¿Cómo le han hecho llegar el mensaje?
—Lo introdujeron por debajo de la puerta.
—¿Y cómo lo descubrió?
—Quien lo hizo llamó suavemente.
En un primer momento no lo vi.
—¿Qué es lo que no vio?
—El papel.
—Ya.
—Acudí hasta la puerta y pregunté: «¿Quién es?». No obtuve respuesta y cuando abrí comprobé que el pasillo estaba desierto. Al cerrarla, lo descubrí. ¡Ha sido horrible! —añadió angustiado.
Pensaba que Best era de una pasta más resistente; al menos ésa era la impresión que daba en las tertulias del Isabella Club.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Hará media hora, tal vez treinta y cinco minutos.
—¿Ha llamado a recepción?
—Sí, pero allí nadie me da razón.
—Sin embargo, quien ha dejado la nota sabía cuál era el número de su habitación. Alguien ha tenido que facilitarle ese dato.
—Creo que hay que avisar a la policía. Es lo que se hace en estos casos, ¿no?
Supuse que lo tranquilizaría saber que también a nosotros nos habían amenazado. Le entregué mi anónimo y me miró desconcertado.
—¿Qué es esto?
—¿Quiere leerlo?
Pareció que la lectura lo reanimaba.
—¿También lo han dejado en su habitación?
—No, me lo han hecho llegar con un camarero.
—¿Cómo dice?
—Ann, cuéntale al profesor cómo ha sido. Yo voy a bajar a recepción.
No conseguí información alguna. Los recepcionistas afirmaban que nadie había preguntado por míster Best.
Cuando regresé a la habitación, Best estaba mucho más tranquilo. Ann lo había reconfortado narrándole lo ocurrido en el Opera Casino y con un generoso whisky. No me costó trabajo convencerlo de que no debíamos precipitarnos en lo referente a la policía y que debíamos acudir al encuentro con el anticuario. A Boulder únicamente le contaríamos lo sucedido cuando viésemos qué actitud tenía.
La tienda de antigüedades estaba en el barrio de Sayida Zaynab, en el centro de una discreta calle situada a la espalda de la mezquita de Ibn Tulun, a pocos minutos de una de las grandes arterias de la ciudad, la avenida de Saladino.
El taxista que nos llevó cometió toda clase de infracciones y no dejó de hacer sonar el claxon a lo largo del trayecto; incluso lo utilizaba para saludar a conocidos. Llegamos diez minutos antes de lo que habíamos previsto; los camellos, los asnos y los carros no crearon mayores problemas de los habituales en El Cairo. Nos bajamos a la entrada de la calle, según mi inveterada costumbre de no apearme de un taxi en el lugar adonde iba. Me mantenía fiel a la máxima de quien era redactor jefe cuando ingresé en el Telegraph y la primera vez que me mandó en busca de una noticia me dijo: «Jamás te bajes de un taxi en la puerta del lugar adonde vas, ni siquiera cuando se trate de un lugar público». Buscamos la tienda de Boulder. Nos había dicho que no tenía pérdida y, efectivamente, así era. Un rótulo de madera, colocado sobre la puerta, indicaba con gruesas letras: ANTIQUITIES , lo flanqueaban dos dibujos de escasa calidad que reproducían la máscara funeraria de Tutankhamon.
Al abrir la puerta se produjo un tintineo que avisaba de que alguien entraba. El lugar era estrecho y largo y en él reinaba el mayor desorden. En un rincón podían verse grandes ánforas que denotaban una larga permanencia bajo las aguas; en otro, varios sarcófagos de madera ornamentados con pinturas y escrituras jeroglíficas. Junto a una de las paredes se alineaban varias mesas repletas de objetos labrados en materiales diversos y también rimeros de ajados papiros o trozos de estuco con pinturas procedentes de algún templo o tumba. Daba la sensación de que allí podía encontrarse cualquier cosa. En la atmósfera flotaba un aire de antigüedad al que colaboraba el polvo depositado en muchos de los objetos, más amontonados que expuestos.
Ann se entretuvo curioseando un armario con puertas de cristal que guardaba bajo llave objetos que parecían de mayor valor; había algunas piezas de granito rosa y mármol verde. Le llamó la atención un delicado gato en lapislázuli y un orondo escarabajo negro.
Un individuo de aspecto frágil, que protegía sus vestiduras con un guardapolvo, se acercó solícito. Tenía unos llamativos mostachos, engomados y muy negros, que requerirían una adecuada atención.
—Buenos días. ¿En qué puedo servirles?
—Buenos días —le respondí—. Tenemos una cita con míster Boulder.
—¿Les aguarda?
La respuesta llegó desde lo alto de una escalera, que parecía sostenerse en el aire.
—Ahlan wa-l-Salam, mi querido profesor! ¡Qué puntualidad, ni que fuera británico! —ironizó.
A Ann y a mí nos dispensó un saludo protocolario, más bien frío, que corrigió algo al reiterarnos que éramos bienvenidos y que podíamos considerarnos como en nuestra propia casa.
—Estaremos más cómodos en mi despacho. Síganme, por favor.
Subimos las escaleras y Boulder nos condujo por un largo pasillo en cuyas paredes los anaqueles rebosaban de objetos antiguos. Cruzamos una puerta maciza y accedimos a una especie de antesala, donde una secretaria mecanografiaba sin cesar. Era una mujer hermosa, de unos treinta años, con la cara enmarcada por una media melena teñida en tonos cobrizos; las gafas realzaban su atractivo natural. Alzó la mirada, sin dejar de teclear, y respondió a nuestro saludo con un medido:
—Buenos días.
—Cuando termines esas cartas, puedes ir a correos —le ordenó el anticuario.
—Muy bien, míster Boulder.
Continuó tecleando, mientras su jefe abría la pesada puerta de su despacho; era como un santuario convenientemente protegido. Nos cedió el paso y antes de cerrarla indicó a la secretaria:
—No olvides llevarte el encargo de madame Lusignac.
La secretaria asintió con una sonrisa.
El despacho de Boulder era, en efecto, como un santuario.
—Tomen asiento, por favor. Pónganse cómodos. ¿Té? ¿Café?
—Té, por favor —dijimos el profesor y yo.
—¿La señora?
—Yo beberé agua, si no le importa.
—¿No le apetece un té?
—Solo agua, por favor.
Insistió en que tomásemos asiento, aunque lo que me apetecía era curiosear entre los objetos que allí se atesoraban. Mientras preparaba las tazas paseé la mirada por el despacho. Me llamó la atención el notable contraste que ofrecía con la tienda. Allí todo estaba ordenado, cada cosa en su sitio, y no había una mota de polvo. Destacaba una vitrina en cuyas baldas reposaban piezas de un aspecto extraordinario, dignas del mejor de los museos. Lo que había en la tienda eran baratijas, souvenirs para los viajeros que visitaban Egipto atraídos por su historia milenaria y la magia de las gentes que alzaron las pirámides en la meseta de Giza.
Sirvió primero el agua de Ann y después nuestros tés y el suyo.
Ann hizo entonces un comentario que me sorprendió.
—He de reconocer, señor Boulder…
—Llámeme Henry, por favor. —Estaba claro que, al menos con Ann, deseaba corregir la frialdad de su bienvenida.
—Tengo que reconocer, Henry, la eficacia de sus hombres.
El anticuario no ocultó una sonrisa de satisfacción.
—¿Por qué lo dice?
—Cuando ayer subimos a nuestras habitaciones, ya estaban en ellas los equipajes. Tengo que confesarle que fueron muy eficientes.
—Me alegro de que todo quedase a su gusto.
—¿Son gente de confianza? — preguntó Ann con una entonación diferente.
Boulder enarcó las cejas.
—¿Lo dice por algo?
—Verá, me encuentro en la necesidad de decirle que no encuentro un pequeño neceser donde guardaba algunas cosas que para…
—¡Qué me está diciendo! —la interrumpió con brusquedad.
Miré a Ann sorprendido. No me había hecho el menor comentario, pero adiviné su intención.
—No se trata de algo de un valor…
—¡De ninguna de las maneras! — Boulder dejó la tetera sobre la mesa—. ¡Discúlpenme un momento!
Yo aproveché la salida del anticuario.
—¿Qué demonios estás haciendo? Habíamos quedado en mantenerlo al margen hasta que…
—¡Claro, los maleteros del aeropuerto! —exclamó Best alzando la voz.
—Psss —Ann se llevó su dedo índice a los labios.
—¿Has perdido el neceser? —le pregunté.
—He dicho un pequeño neceser.
—¿Lo has perdido?
—No.
—¡Ann!
—Cuando lo encuentre, pediré toda clase de disculpas.
—Pero esos pobres hombres… —murmuró el profesor.
—Si son inocentes, nada les ocurrirá, aparte de pasar un mal rato que me encargaré de compensar. Pero han de reconocer que es una de las pocas posibilidades que tenemos de indagar en el misterio de los anónimos. Hemos de saber si ellos subieron los equipajes a nuestras habitaciones o si los dejaron en recepción para que se hicieran cargo los mozos del hotel.
—¡Eso no explicaría por qué ese tal Naguib, o como demonios se llame, sabía que nosotros estábamos en el Opera Casino! —exclamé en voz baja, pensando que Ann no había estado en el servicio de inteligencia por casualidad.
—Es cierto, pero es posible que nos permita obtener alguna información de por qué quien dejó el mensaje, sabía cuál era el número de la habitación del profesor.
—La clave está en la recepción — insistí.
Ann se encogió de hombros.
—Es posible, pero ellos lo han negado.
La llegada de Boulder interrumpió nuestra conversación.
—¡Estarán aquí en poco rato!
—¿Quién estará aquí en poco rato?—pregunté como si no tuviese claro a quién se refería.
—Gamal y Ahmed. ¡Jamás me había ocurrido algo así! No sabe cuánto lo lamento, señora…
—Llámeme Ann.
—No sabe cuánto lo lamento, Ann. ¡Le aseguro que, si no aparece su neceser, les arrancaré la piel a tiras!
—No es para tanto. Solo se trata de un pequeño neceser —matizó ella.
Le dedicó una sonrisa tan babosa que incluso me molestó. Definitivamente, aquel Boulder no me gustaba. Era consciente de que en mi juicio influía algo más que la frialdad con que nos había acogido, aunque con Ann había corregido su distante actitud del primer momento.
Tomamos nuestras bebidas y el propio Boulder despejó la mesa.
—Si le parece bien, profesor, podemos abordar la cuestión que nos ha convocado.
—Creo que será lo mejor.
Se levantó, descolgó un icono con aspecto antiguo y apareció una caja fuerte empotrada en la pared. Se situó ante ella y sus gruesas espaldas nos quitaron la visión. Guardamos silencio mientras sonaba el runruneo del dial girando; siempre me ha resultado un sonido agradable. Cuando se volvió hacia nosotros sostenía en sus manos un viejo volumen que no ofrecía buen aspecto y lo depositó con cuidado sobre la mesa. A partir de ese momento Best no tuvo ojos más que para aquel códice reseco y deformado por el paso de los siglos.
—¿Puedo?
—Por favor, profesor.
Best sacó de uno de sus bolsillos unos finos guantes de algodón y se los puso antes de tocarlo. Desde luego era meticuloso, aunque también pensé que podían ser escrúpulos.
Acarició el cuero de su desgastada tapa deteriorada por algunas partes. Percibí su emoción y fue en ese momento cuando decidí que, después de que Ann hubiese lanzado el anzuelo, no tenía sentido permanecer cruzado de brazos en el asunto de los anónimos. Le hice a Boulder la pregunta que revoloteaba en mi cabeza casi desde el mismo momento en que leí la anónima amenaza que me había entregado en bandeja de plata el camarero del Opera Casino.
—¿Ha ofrecido usted este manuscrito a alguien más?
—Códice —me corrigió altanero.
—Disculpe mi ignorancia. ¿Ha ofrecido usted a alguien más este códice?
Antes de responderme sacó un habano como el que había encendido la víspera mientras íbamos del aeropuerto al hotel. Lo encendió con deleite.
—En realidad, es algo más que un códice —me dijo con cierto regodeo.
Lo miré desconcertado.
—¿Me toma el pelo? ¡Acaba de corregirme!
—Lo digo porque son muchos los textos que aparecen en el volumen.
Al escucharlo Best, que lo sostenía en sus manos con un cuidado reverente, lo miró intrigado.
—¿Cómo ha dicho?
—Ese códice no contiene un solo texto, me atrevería a decir que es una pequeña biblioteca agrupada en un volumen —repitió el anticuario con toda naturalidad y añadió—: Pensaba que usted estaba al tanto de ese detalle.
—¡Detalle! ¿Llama usted detalle a la aparición de varios textos que, en efecto, podrían considerarse como una biblioteca, cuyo contenido puede ser mayor que todo lo que sabemos hasta este momento sobre ciertas cuestiones relacionadas con los primeros siglos del cristianismo? ¡Usted es un insensato si piensa que eso es un detalle!
Best me miró asombrado y yo traté de transmitirle, sin abrir la boca, mi agradecimiento por haber puesto al anticuario en su sitio. Sin embargo, Boulder con tan espectacular anuncio no solo había esquivado la pregunta que le acababa de formular, sino que había hecho que el profesor delatase el interés que tenía una documentación como aquélla. Era un astuto comerciante, pero yo no iba a darme por vencido.
—No me ha respondido, Boulder. ¿Ha ofrecido usted a alguien más ese códice?
—No sé qué papel representa usted, pero le diré que sí, que hay alguien más que está interesado. —Me miró y, con poca consideración, expulsó el humo de su habano antes de añadir—: Yo diría que muy interesado.
Era una respuesta vaga que no aportaba nada a lo que ya sabía. Por supuesto tenía que haber alguien más interesado en aquellos viejos papiros, de lo contrario no nos habrían amenazado para que nos largásemos con viento fresco. La cuestión era saber si Boulder estaba jugando con más de una baraja. Eso podía aportarme alguna pista sobre quién estaba detrás de los anónimos.
Unos suaves golpes en la puerta anunciaron la presencia de la secretaria.
—Ahmed y Gamal ya están aquí.
—¡Hazlos pasar!
Boulder estaba ya de pie cuando los dos hombres entraron. Algo debían de saber porque ofrecían un aspecto compungido, aunque yo tenía sobradas experiencias de que los egipcios son maestros en el arte del disimulo.
—¡Vais a explicarme ahora mismo lo que hicisteis desde que os encomendé los equipajes de esta dama y estos caballeros! ¡Con todo detalle! —exigió el anticuario.
Los dos hombres comenzaron a hablar atropelladamente, deseaban explicarse a la vez. Lo interpreté como un indicio de que no se sentían culpables. Reprendí a Ann con la mirada; aquellos desgraciados estaban pasando un mal trago.
—¡Gamal, habla tú! —ordenó Boulder.
—Tomamos los equipajes, los subimos al taxi de Abdelaziz y nos fuimos al hotel.
—¿Iba alguien más en el taxi?
—Solo él y nosotros.
—¿Paró alguna vez en el trayecto?
—Ninguna, efendi.
La pregunta de Boulder tenía cierta lógica porque en El Cairo los taxis van recogiendo y dejando pasajeros a lo largo del recorrido.
—Significa que llegasteis al hotel sin realizar ninguna parada —se aseguró Boulder.
—Así es, efendi.
—¿Quién bajó los equipajes del taxi?
—Ahmed y yo.
—¿Qué hicisteis entonces?
Los estaba sometiendo a un interrogatorio en toda regla.
Gamal vaciló y, antes de responder, miró a Ahmed. Supe que allí podía haber una explicación interesante.
—Verá, efendi, discutimos con los mozos del hotel.
—¿Discutisteis? ¿Por qué?
—Nosotros queríamos que, después de bajarlos del taxi, se hiciesen cargo de los equipajes, pero ellos decían que nosotros teníamos que entrarlos.
—¡Os dije que no los perdierais de vista en ningún momento!
—No los perdimos de vista, efendi.
—¿Quién los entró?
—Nosotros —dijo Gamal con un susurro casi vergonzoso.
Hay que conocer la idiosincrasia de los cairotas para comprender su actitud. Significaba que habían perdido el pulso con los mozos del Shepheard.
—¿Qué ocurrió, entonces?
Gamal vaciló de nuevo, estaba avergonzado. Fue Ahmed quien respondió:
—Nos obligaron a subir los equipajes hasta las habitaciones.
—¿Qué más?
—No hay más, efendi. Nos marchamos con el rabo entre las piernas. ¡Quede claro que si cedimos fue por cumplir sus órdenes, si no…!
—¿No ocurrió nada más? —preguntó Ann.
—Nada más. —Gamal dejó vagar la mirada como si buscase un recuerdo perdido—. Bueno… cuando ya nos marchábamos, un individuo nos preguntó en qué habitaciones habíamos dejado los equipajes.
—¿Se lo dijisteis?
Comprobé con cierta sorpresa que Ann había sustituido al anticuario en el interrogatorio.
—Sí. ¿Hicimos mal? —Gamal nos miró inquieto y añadió a modo de disculpa—: Vestía muy elegante.
—¿Recuerdas cómo era ese individuo? —La voz de Ann sonaba seductora.
—Muy elegante.
—Eso ya me lo has dicho, Gamal. ¿Cómo era físicamente?
—Tenía unos ojos negros, muy grandes, y su pelo también era negro.
—¡Naguib! —exclamé sin poder contenerme.
Boulder me miró suspicaz.
—¿Conoce usted a ese individuo?
Comprendí demasiado tarde mi error, ahora no podía dar marcha atrás.
—No le conozco, pero anoche estuvo en el Opera Casino.
—¿Cómo lo sabe?
Comprobé que Ann me recriminaba con la mirada; y el anticuario, que nos miraba a ambos, sospechaba que allí estaba ocurriendo algo que escapaba a su control. Decidí que lo mejor era enseñarle el anónimo. Saqué el papel de mi billetera y se lo ofrecí.
—Léalo.
—¿Qué es esto?
—Léalo, por favor.
Boulder lo cogió con alguna reticencia y observé el efecto que le producía al ver cómo apretaba el puro entre sus dientes.
—¿Por qué no me lo han dicho antes?
—Porque no lo he considerado oportuno. —Le estaba devolviendo de un golpe todos sus desplantes.
Me entregó el anónimo a la vez que un rictus de inquietud se dibujaba en su semblante.
—Así están las cosas.
Boulder ordenó a los maleteros que se marchasen.
—¡Un momento, por favor! —Ann se había puesto de pie y rebuscaba en su bolso—. Lamento mucho el mal trago que habéis pasado. —Les entregó dos billetes de diez libras egipcias a cada uno—. Esto es por las molestias.
Los dos hombres desgranaron una retahíla de agradecimientos. Una vez solos, el anticuario, que ya se había percatado de que lo del neceser había sido una estratagema de Ann, no le dirigió el menor reproche. Me miró fijamente.
—¿Le importaría explicarme esas sospechas? Creo que tengo derecho a saberlo. Si ustedes están en El Cairo es porque están tratando un asunto conmigo.
Me complació observar que por primera vez reconocía que mi presencia tenía una explicación y comprendí que no le faltaba algo de razón. El argumento que acababa de exponer señalaba que era la persona menos interesada en que nosotros saliésemos corriendo de allí. Su ayuda podía sernos muy valiosa. Miré al profesor, que se había desentendido del mundo y estaba enfrascado en el estudio del códice.
—El papel que acaba de leer me lo entregaron en el Opera Casino.
—¿Fueron los tres a ver a Tahiya Kanoka?
—No, solo la señorita Crawford y yo; el profesor se quedó en el hotel. Un camarero me entregó una nota de un individuo que no nos quitaba la vista de encima. Hice algunas averiguaciones y supe que se llamaba Suleiman Naguib, o que, al menos, ése es el nombre que figura en su pasaporte.
Boulder no necesitó mayores explicaciones, pues era conocedor del estricto control que se exige en un club tan selecto como el Opera Casino.
—¿Por esa razón quería conocer detalles del tipo que abordó a mis hombres en el hotel? —le preguntó a Ann.
—En efecto. Su descripción coincide con el individuo que anoche estaba en el club.
Boulder dio una larga chupada a su habano y se acarició el mentón.
—¿Al profesor también lo han amenazado?
—También.
—Discúlpenme un momento, solo será un instante. —Miró a Best, pero éste continuaba inmerso en la lectura del códice.
Aproveché la salida del anticuario para preguntarle al profesor:
—¿Qué le parece?
Best, enfrascado en aquellos viejos papiros que crujían como si se quejasen al tocarlos, no pareció escuchar la pregunta y decidí que era mejor dejarlo tranquilo.
Al cabo de varios minutos, que Ann y yo aprovechamos para comentar la información de los maleteros y para curiosear, fue él quien alzó la cabeza y se quitó las gafas. Tenía el rostro demudado. Ann se preocupó:
—¿Le ocurre algo profesor?
—¡Esto es extraordinario!
—¿Qué es extraordinario?
—Lo que aquí se afirma. Si no es una falsificación, y apuesto a que no lo es, esto es mucho más extraordinario de lo que Milton y Eaton me dijeron. —Su voz sonaba trémula—. Es… es tan increíble que mejor sería que… que fuese una falsificación.
—¿Cómo ha dicho?
Best no me contestó y yo no daba crédito a lo que acababa de escuchar: un reputado científico prefería que fuese falso el viejo códice que sostenía en sus manos.
—Pero bueno, ¿qué pasa con esos papiros?
—Aún no me atrevo a decirlo, hasta que no haga algunas confirmaciones que despejen cualquier duda sobre su autenticidad, aunque apostaría todo lo que tengo a que son auténticos.
—¿Y por eso está tan pálido?
—Es que no puedo dar crédito a lo que acabo de leer.
—¿Qué es?
En lugar de contestarme, sacó un cuaderno pequeño y un lápiz, y copió a toda prisa unas líneas de texto. Luego se puso a pasar hojas tan rápidamente que el papiro reseco crujía; se detenía en algunas de ellas y tomaba unos rápidos apuntes. Lo hizo en siete ocasiones. Ann y yo lo observábamos en silencio. Cuando concluyó, guardó el cuaderno, miró hacia la puerta que permanecía cerrada y musitó:
—Acabo de descubrir por qué nos han amenazado.
Pensé que tantas emociones lo habían trastornado.
Cuando Boulder apareció en su despacho, tenía la cara pálida y descompuesta.
—¿Qué le ocurre, señor Boulder? ¡Ni que hubiese visto usted un fantasma!—exclamó Ann.
—Mucho peor.
Añadir comentario
Comentarios