Capítulo VII 137-144

Publicado el 8 de abril de 2022, 22:32

Busqué por todas partes, incluso en la gran sala blanca con las dos mesas en el centro, atestada de aldeanos que me miraban con curiosidad. Fue en vano: mis libros habían desaparecido.

Encontré a Jeanne y le pregunté si sabía algo, pero su mirada de asombro fue la más ingenua de las respuestas. Volví a nuestra habitación. La claridad matutina había comenzado a extenderse por las desnudas paredes. Yolanda dormía aún. Volví a mirar bajo la cama y, procurando no hacer ningún ruido, también dentro de dos arcones colocados junto a la pared. Sin embargo, de mis libros no encontré ni la sombra. Me senté junto a la cama y mi desengaño se trocó en una ternura que, de un tiempo a esta parte, me asaltaba como nunca había imaginado. Salvo aquellas pálidas sombras azuladas bajo sus ojos, su rostro era bello incluso cuando estaba en sueños. Los dos hoyuelos se marcaron en sus mejillas. Los cabellos castaños, menos ondulados que de costumbre, pero más espesos, partidos como siempre por la mitad, le hacían de mullida almohada. Mi mirada quedó presa en su grueso vientre, que parecía reventar la suave enagua blanca, y que apenas se movía cuando seguía su respiración regular.

No pude resistirme y acerqué la oreja. En mi interior rezaba, hablaba con mi criatura, le pedía que diese una patadita, que me saludase como tantas otras veces… Pero, como era de esperar, seguía el ejemplo de su madre y dormía como ella.

Noté cómo la mano de Yolanda me rozaba el cabello. Alcé la mirada. Sus ojos me sonreían.

—Ya no me conoce…

—No es cierto, mon cor. Le basta verte con mis ojos…

Acerqué de inmediato la oreja al vientre y no hice ni un solo movimiento mientras contenía la respiración, deleitándome con aquel calor lleno de vida, de la paz que me daba la mano de Yolanda mientras me acariciaba la cabeza. Después, como si viniese de muy lejos, un leve latido, seguido por dos golpes más fuertes. Tomé la mano de Yolanda y la besé mientras nuestras miradas completaban el encanto de aquel momento.

Le pregunté por los libros. Por su mirada evasiva, comprendí que sabía algo. Insistí y confesó:

—Giordano, no era prudente tener todo tu trabajo aquí, en casa, ahora que tenemos huéspedes.

—¿Y dónde los has dejado, mon amor? —No acababa de comprender.

—En un lugar seguro. No temas. —Y apartó de nuevo la mirada.

—¿Dónde, Yolanda? Te lo ruego. ¿Me ocultas algo?

—Nada, te lo garantizo. Se encuentran en un lugar seguro. Más que ningún otro.

Al ver que mi impaciencia se mudaba en ansiedad, prosiguió:

—Hace unos días pedí a David que me ayudase. Fuimos a esconderlos al molino. ¿Te acuerdas de aquel agujero que te mostré hace tanto tiempo? —Se esforzaba por mantener una mirada tranquila, pero su voz suave parecía un tanto desafinada.

Poco a poco iba entendiendo… Tomé su rostro entre mis manos. Un acceso de estúpida cólera se convirtió en un arrebato de afecto.

—¿De veras piensas que te abandonaría para dejar a salvo unas hojas de pergamino? En lugar de ello, busca la manera de desligarte hoy mismo de esa criatura que llevas dentro. Los cruzados se aproximan y no aguantarán más de cuarenta días. Nuestras cisternas están llenas y los graneros también. Esperaremos a que se vayan. Iremos al molino a recoger los libros. De camino, nos pararemos a la orilla del Orb y nos daremos un buen baño. Y, quién sabe, ¡tal vez tengamos otro hijo! ¿De acuerdo, mon douzor?

Vi cómo la tranquilizaba mi buen humor. Me respondió alzando el ceño levemente, aunque en el fondo de sus ojos glaucos se apreciaba un velo de melancolía. Le di un beso. Se mostraba más sensible desde que esperaba el niño. Cualquier tontería bastaba para alegrarla o entristecerla.

La mirada de Yolanda voló por encima de mis hombros. Me volví. Era Jeanne, con su túnica oscura. Llevaba en la mano una escudilla con leche.

—Entra, Jeanne, por favor.

Le entregó la leche a Yolanda y le preguntó qué tal andaba.

—Bien, Jeanne. Creo que falta ya muy poco. Siento no poder ayudarte, sobre todo ahora, con todos los campesinos que se han refugiado aquí.

—Yolanda, tu deber en estos días consiste sólo en ser madre. Del resto me encargo yo.

—Jeanne —le estreché su mano huesuda y cálida.

—Dime, Giordano —a pesar de que su rostro fuese sólo piel y huesos, y de que la única señal de su pasada feminidad fuese un mechón de cabello oscuro sujeto por detrás, su mirada estaba llena de fuerza y vitalidad.

—Jeanne, habéis hecho mal no yendo a Carcassone con el vizconde. Allí habríais tenido la protección de sus soldados y caballeros.

—Sabes cómo pensamos: el único sentido que damos a esta vida terrena depende de que estemos siempre al lado de quien sufre y lucha por no ser aplastado. Nuestra presencia en esta ciudad podría ser decisiva para la salvación de todos vosotros. Si dejamos que se desborde la furia homicida del ejército cruzado sobre nosotros… quizá los aplaque. Quiera Dios que acepten sólo nuestra sangre, pues no tienen derecho a ensañarse con quienes no los combaten —en su voz firme se filtró un bramido apasionado.

Yolanda terminó de beber la leche, se enjugó los labios con el dorso de la mano, buscó el brazo de Jeanne y lo apretó con fuerza.

—¡No tienen derecho a ensañarse con nadie! Giordano y yo somos como tú; ¡luchamos por lo mismo! Y nunca trocaremos nuestra vida por la sangre de un inocente.

—No seas tan tajante, sobre todo cuando llevas dentro de ti otra criatura—le acarició con delicadeza el vientre.

—Ella nacerá en plena batalla. Aprenderá pronto a luchar contra las tinieblas, como nosotros. Y veremos quien podrá más.

—Al final triunfará siempre la luz, Yolanda. Sobre todo para quienes la buscan como nosotros.

—Me gustaría verlo en esta vida.

Jeanne la miró con afecto y luego se dirigió a mí:

—En tu caso, ya ha ocurrido, Yolanda. Ahora descansa si quieres que tu bebé nazca sano y pronto para que os ayude a Giordano y a ti —tomó la escudilla vacía y salió de la habitación.

Las tortuosas callejuelas bullían de gente de lo más dispar. Béziers nunca habría podido acoger en sus casas a tantas almas huidas del campo y de las aldeas limítrofes, pero aquel verano era magnífico y el calor permitía dormir al raso, con el cielo estrellado por único techo.

Poco después de la hora tercia, llegué a la plaza que quedaba delante la catedral de Saint-Nazaire. Además de la multitud que se había echado por todos lados, lo primero que llamaba la atención eran cuatro trabucos y dos grandes manganeles. Al lado de cada máquina había un buen montón de proyectiles de piedra. Sobre los bastiones se había colocado un grupo de balistas junto al cual se habían apilado haces de dardos. Además, se habían dispuesto tres planos de ballestas, capaces de lanzar muchas flechas a la vez.

Reinaba un silencio grave, sepulcral. En los bastiones, sobre las torres de la catedral, tras las troneras de los muros, había una gran multitud: soldados de la guarnición, sacerdotes, campesinos, burgueses, comerciantes, artesanos… Se dejaba oír el canto de unas cigarras desveladas por los primeros calores matutinos, posiblemente escondida en uno de los arbolillos de la plaza. Aquel silencio tenía poco de natural, sobre todo en la Béziers de los últimos días, hirviente de gente y ruido.

Pasé por en medio de dos enormes manganeles y me acerqué a los bastiones. Aunque estaba de espaldas, reconocí la figura imponente de Simón. Me acerqué. A su lado se encontraba Bernard, el comandante de la guarnición, quien se volvió al sentir una mano sobre su hombro. Tenía una mirada siniestra, llena de sombras que cambiaban del furor al miedo. También Simón se dio cuenta de mi presencia. Las ventanas de su gran nariz parecían dilatadas por la rabia. Se apartó para darme paso.

La Armada de Cristo había acampado a lo largo de la orilla del Orb. En vanguardia, un pequeño ejército de saqueadores asesinos. Tras ellos, los peregrinos y, después, los caballeros, con armaduras y estandartes de colores.
Aquella multitud de hombres y armas parecía no tener fin. Se extendía más allá del río, hasta llegar a los lejanos bosques y aun al horizonte. A pesar de que Béziers se encontraba a bastante altura, no se podía distinguir dónde acababa aquel océano de tiendas, armas, caballos, hombres y espadas.
Me estremecí. No comprendía cómo se había podido reunir a tanta gente. Sentí miedo por mi ciudad, por mis gentes, por mi mujer. Quizá fuese por el sol, ya alto, pero me faltaba aire. Mientras mis ojos continuaban explorando aquella amenazadora masa variopinta y sin rostro que cubría la llanura, un sudor frío comenzó a deslizarse por mi frente y mi cuello.

Mis amigos dejaron que mi mente se apoderase del monstruoso significado de aquella visión. Logré separar la vista de allí y me fijé en los ojos siniestros de Bernard, para pasar luego a los de Simón, inyectados en sangre.

—No me salen las cuentas. Es demasiado, demasiado grande. Ahí abajo hay por lo menos quinientos mil hombres… Nunca… Creo que nunca se ha formado un ejército como éste —daba la impresión de que hablaba conmigo mismo.

—Demasiado para cazar herejes, ¿no crees? —me contestó Simón.

—Giordano —me dijo Bernard—, ¿recuerdas cuál era nuestro mayor temor? Que los cátaros tan sólo fuesen un pretexto para desencadenar una verdadera guerra de conquista. Bien. Ese gigantesco ejército es la prueba palpable. Mira, mira cuántos saqueadores y asesinos. ¡Sólo ellos sumarán veinte mil! Por Dios, ¡qué monstruosidad!

—Raimundo-Roger de Trencavel lo había visto —añadí, aún preso de un miedo irrefrenable—, ¡por eso ha corrido a refugiarse en Carcasona! Aunque consiga alguna ayuda, ¿qué se puede hacer ante algo así? —Estaba aturdido.

—Resistir —concluyó Bernard—. Tan sólo resistir. Enfrentarnos a ellos en campo abierto sería poco menos que un suicidio. Si nos mantenemos dentro de la ciudad, quizá podamos vencerlos. Al fin y al cabo, la misma enormidad de sus fuerzas puede convertirse en su punto débil. Imaginad lo que supone alimentar tantas bocas. Os digo que bastará con soportar un duro asedio para que ese coloso de barro se desplome y estalle en mil pedazos.

Contemplamos el rostro hierático de Bernard, su narizota quemada por el sol. Algo me decía que llevaba razón, aunque no conseguía tranquilizarme y continuaba temblando.

—Sí, Bernard, es la única esperanza. Pero Béziers está llena de gentes sencillas. Seremos unos cincuenta mil, quizá cien mil, pero estamos desarmados. En su mayor parte se trata de artesanos, campesinos, mujeres y niños. Hay muy pocos soldados y hombres de armas.

—Pero tampoco ellos son todos soldados —terció Simón con su característica voz nasal—. ¿No veis cuántos peregrinos? Aquí estamos seguros. Además, tenemos las armas que has mandado construir. Veréis cómo salimos de ésta.

—Además —añadió Bernard—, hay muchas mujeres dispuestas a hervir calderos de agua y hemos adiestrado a muchos niños, como David, a tirar con honda. Tenemos suficiente agua. Temía por la gran afluencia de las gentes de los burgos y el campo, pero todos han venido con algo. Tenemos las despensas llenas de queso, aceite, manteca y salchichas, y los silos rebosan de grano, las pocilgas están llenas de cochinillos y los corrales y los palomares no pueden albergar más aves. Y los bastiones de nuestra ciudad son robustos. Será duro, pero lo conseguiremos —se alisó con una mano la cabellera rojiza y, tras morderse los labios, poniendo los ojos en blanco dejó escapar un suspiro.

Volvimos a mirar la llanura colmada de estandartes, soldados y armas. Poco después vimos cómo un caballero atravesaba el Puente Viejo y se dirigía hacia la puerta de la canonjía. Bernard gritó que lo dejasen pasar. Era el obispo de Béziers, Renaud de Montpeyroux, quien venía del campamento cruzado. Apenas traspasó los muros, dijo que deseaba dirigirse a toda la población y se retiró a la catedral de Saint-Nazaire.

Simón se encargó de llamar a los representantes de las comunidades judía y valdense de Béziers. Yo fui a avisar a Jeanne, a quien rogué que acudiese con todos los perfectos cátaros, mientras Bernard pensaba hacer lo mismo con los consejeros y cónsules. Poco tiempo después, la basílica se llenó de gente. La multitud dejó pasar a Jeanne, con Yolanda a su lado.

Al ver su rostro sereno y su mirada decidida, mi preocupación pareció aliviarse un poco. Se sentó en el banco a mi lado, y tomó mi mano entre las suyas.

Entre los millares de personas que habían acudido a la catedral, se encontraban los representantes de todos los estamentos. Los murmullos se atenuaron cuando el obispo Renaud compareció en el altar mayor acompañado por dos sacerdotes. Era anciano, y toda su persona traslucía desdén y resignación. Llamó a Bernard y le entregó unas hojas que le rogó leyese en voz alta.

—Del burgo de San Jaime, Amelio Bertrando, Palaiano Cipriano, Augerio de Cerviano. Del burgo de Nissan, Conort y su esposa, Aptogollo Conilio y su esposa. Del burgo de San Afrodisio, Guirardo Burferio, Berengario de Jata, Pedro de Madaila, el hijo de Arnaldo y su padre, Salomón y José Calfata, hijo de Nathaniel. Del burgo de Maureilhan, Rubeo Valdense, Esteban de Mairosio, Raimundo Estoalupos y su padre. Del burgo de Santa María Magdalena, Nicolás Deodato, su hermano, Rogelio Cambitor, Jeanne Filesacs, Palis Jordanus…

Se detuvo mientras buscaba la sorpresa en mi mirada y las manos de Yolanda se aferraban aún más a las mías. Bernard terminó la lectura y observó con severidad el rostro surcado de arrugas del obispo, quien comenzó a hablar con una voz débil y temblorosa:

—Ésta es la lista de las doscientas veintitrés personas responsables de cuanto ha ocurrido en esta ciudad. Son éstos los sectarios que han enturbiado el conocimiento de la verdad, que han contaminado la viña del Señor y han atraído la indignación sobre Béziers. El Santo Padre reclama justicia y se ha visto obligado a unir a Moisés con Pedro, a desenvainar la espada para salvar una Iglesia en lágrimas, a invocar la sangre del Justo para librar esta tierra de los herejes. ¡El Santo Padre dice que ellos son peores que los sarracenos! Y sabemos que su voz es la de Pedro… y la de Cristo. ¡Por eso debemos escucharlo! Su legado, Arnauld Amaury, general en jefe de la Armada de Cristo, hace saber al pueblo de Béziers que si le son entregadas estas doscientas veintitrés personas, toda la ciudad permanecerá a salvo y se perdonará a todas las ovejas que, por su causa, han abandonado el camino recto y dejado la grey del Señor. Os suplico que aceptéis. Evitemos que sobre nosotros caiga la furia de la justicia y arrodillémonos, haciendo acto de fe, ante la voluntad del vicario de Cristo en la Tierra.

Temblaba, no porque mi nombre hubiese sido incluido en la lista, sino por Yolanda y por aquella demanda, tan desmesurada y absurda. Los murmullos se convirtieron en voces y, de inmediato, en un clamor. Bernard hizo una señal para que callasen:

—Ciudadanos, amigos, hermanos de Béziers, ¡os lo ruego! Todos tenemos los nervios crispados, pero intentemos no cruzar nuestras respuestas. He aquí a nuestros cónsules, elegidos por nosotros. Están también los valdenses, los perfectos cátaros, los judíos… Si es necesario, hablaremos todos y concederemos la palabra a cualquiera que figure en esta lista, en buena parte aquí presentes. Pero lo haremos respetando también al obispo. Cada uno de nosotros ha comprendido que él es sólo un mensajero. Nosotros debemos hallar la respuesta a un Abad Blanco que acampa en la orilla del río.

Uno de los cónsules tomó la palabra.

—Eminencia, desearía preguntaros algo… Para apresar a doscientas veintitrés personas… ¿han venido quinientas mil?

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