En Toledo, los sublevados del 18 de julio se parapetan en la fortaleza medieval del Alcázar mandados por el coronel Moscardó. Son unos mil cien combatientes (guardias civiles, oficiales y voluntarios derechistas) y unos seiscientos civiles entre ancianos, mujeres y niños. Disponen de buenas reservas de víveres y de munición, que requisaron en la cercana fábrica de armas. También tienen a varios rehenes de izquierdas.
Milicianos llegados de Madrid cercan el Alcázar y hostigan a sus defensores desde los edificios del entorno, sin efectividad ninguna, mucho ruido y pocas nueces. Los rebeldes baten las calles adyacentes desde las ventanas de la fortaleza y mantienen a raya al enemigo.
Los milicianos son conscientes de que el mundo está pendiente de ellos, ¿qué esperan para tomar la fortaleza? Amenazan a Moscardó con matar a su hijo, al que tienen prisionero, si no entrega el castillo, pero el coronel no cede (al hijo lo fusilarían más adelante). Van pasando los días sin que se produzcan cambios sustanciales. Los milicianos de fin de semana tirotean el Alcázar, incluso Largo Caballero se hace unas fotos para la propaganda vestido de miliciano, con un fusil entre las piernas. Poco más. Los corresponsales de la prensa extranjera glosan la resistencia de la guarnición rebelde y la comparan con la del Álamo (Texas, 1848). El Alcázar despierta una corriente de simpatía entre las organizaciones católicas internacionales que apoyan a Franco. Tomar el Alcázar de Toledo se convierte en una cuestión de prestigio para la República. A grandes males, grandes remedios. Deciden volarlo con una mina, una carga explosiva colocada en el subsuelo, un brutal pero efectivo expediente que permitirá a los milicianos tomar la posición enemiga al asalto a través de la brecha abierta por la explosión. Mineros profesionales comienzan a horadar la tierra desde el resguardo de las casas vecinas. Los defensores del Alcázar escuchan los compresores y los barrenos que se abren paso, día a día, a través de las rocas. En realidad son dos minas, las distinguen perfectamente.
El 17 de septiembre los ruidos cesan: las minas están listas, cargadas con dos mil quinientos kilos de trilita cada una.
El 18 de septiembre, a las seis y media de la mañana, estallan las minas. Al principio es un sonido sordo, una conmoción como un terremoto; después, una enorme columna de humo negro. Casi toda la fachada oeste del Alcázar se desploma, arrastrando una de las torres, la cuarta parte del edificio. Antes de que se disipe el humo y el polvo, dos columnas de milicianos se lanzan a asalto de la fortaleza, pero los defensores emplazan ametralladoras en las galerías altas y rechazan el ataque. Los milicianos trepan por las ruinas valerosamente. Una miliciana apodada la Chata clava una bandera roja en los escombros. Durante varias horas se combate con fusilería y bombas de mano desde parapetos improvisados. Al final, los milicianos se baten en retirada. Al final, los milicianos se baten en retirada. Han sufrido ciento cincuenta bajas; los defensores, setenta y dos.
Más adelante veremos que los republicanos usarán otras minas, más afortunadas, contra los nacionales instalados en el hospital Clínico de Madrid. En la parte nacional también se utilizan las minas, especialmente en el cerco de Oviedo, aprovechando la abundancia de mineros en aquella región.
«Era una mañana de calma, y, como si se hubiese pactado una tácita paz, apenas se escuchaba un disparo en todo el frente —relata un testigo—. En un trincherón republicano se veía a un centinela descuidado que no hacía nada por ocultarse. Miraba las casas, el Naranco, las torres de la catedral, quizá la ventana con macetas de la novia. Los observadores sabían que la mina le iba a estallar bajo los pies.
»Cuando la mina cumplió con su obligación, los observadores vieron al centinela elevarse por los aires, quedar suspendido un momento, y, finalmente, caer sobre el suelo con un golpe sordo y seco y borrarse entre la tierra y el humo. Luego se comentaron algunos detalles técnicos en torno a la explosión de la mina, y al rato los observadores avanzados y la guarnición de la trinchera nacional vieron con asombro que el centinela rojo se ponía en pie, vacilante, lo vieron sacudirse el polvo, que no era poco, dar unos pasos hacia los restos de su defensa y antes de saltar a cubierto volverse con ademán colérico hacia la línea nacional, cerrar el puño y gritar lleno de dolorida pesadumbre: “¡Cabrones! ¿‘Ye’ ésa la cultura que vos enseña Franco?”» [41] .
En el frente de Oviedo se hace famoso, por aquellas fechas, el capitán Juanelo, jefe de la artillería republicana en la confusión de los primeros días de la guerra, hasta que se demostró que no era militar de carrera, como aseguraba, sino guardia municipal de Pola de Laviana. Juanelo, hombre de un valor rayano en la temeridad, suele encaramarse en el carballo de Santa Ana de Abuli, en tierra de nadie, para arengar al enemigo:
—¡Fascistas! Dejad las armas y pasaros a nosotros, seréis bien recibidos y perdonados, ¡comeréis buenas fabes y beberéis buena sidra! Haremos entre todos una España obrera mejor. ¡Venid con el pueblo!
Los rebeldes lo tirotean, pero Juanelo, aunque presenta un blanco fácil, con sus más de cien kilos, sale siempre indemne.
—Los tengo casi convencidos —se ufana al regresar a su trinchera.
El 27 de septiembre no tiene tanta suerte. Su cadáver queda colgado como un pelele de las ramas de un árbol hasta que se hace de noche y lo descuelgan. Le cuentan treinta y dos balazos.
En su pueblo le rinden honores en el ayuntamiento y lo entierran con un gran funeral.
Regresemos al Alcázar de Toledo. El 25 de septiembre un Ju-53 nacional intenta bombardear la artillería republicana que hostiga la fortaleza, pero tres cazas Dewoitine lo derriban. Los tres tripulantes alemanes se arrojan en paracaídas. A uno lo ametrallan mientras desciende, otro abate con su pistola a tres milicianos antes de morir y al tercero lo linchan las milicianas.
Dos días después las tropas nacionales atacan Toledo. La mayoría de los milicianos se repliegan hacia Madrid, en franca huida. Los nacionales liquidan a los que resisten. Incluso eliminan a los heridos del hospital arrojando granadas de mano en la enfermería.
Se producen escenas emocionantes cuando los liberadores del Alcázar abrazan a los demacrados defensores. El nuevo héroe de la España nacional, el coronel Moscardó, serio, miope, con barba bronca de varios días, se cuadra, saluda y da el parte: «Sin novedad en el Alcázar, mi general».
Al borde del embudo que dejó la mina, los nacionales fusilan a los prisioneros y a los rehenes que los sitiados retenían en el Alcázar.
El impacto propagandístico de la liberación del Alcázar es notable. La prensa internacional, especialmente la católica, que apoya a los rebeldes, elogia el heroísmo de los sitiados.
La liberación rinde, además, otros dividendos más visibles en el haber de Franco.
Tras la desaparición de Sanjurjo, otro general debe ocupar su puesto como jefe de la rebelión, pero el empate virtual de los posibles candidatos, Mola y Franco, ha postergado la elección. El 21 de septiembre, a las once de la mañana, se reúne la Junta de Defensa Nacional, y con ella todos los generales con mando, en el aeródromo de San Fernando, instalado en la finca de reses bravas de los Tabernero, cerca de Salamanca. Van a discutir la conveniencia de elegir a un generalísimo, un mando único. En avión o en automóvil van llegando los militares con estrellas de cuatro puntas: Kindelán, Orgaz, Franco, Queipo de Llano, Saliquet, Mola, Gil Yuste, Cabanellas, Dávila. Tras los saludos y los comentarios sobre la marcha de la guerra se encierran en un barracón del aeródromo a discutir durante tres horas y media.
Cabanellas propone la formación de un directorio de varios generales, pero el resto se inclina por el mando único de un generalísimo. Los candidatos son el propio Cabanellas, Queipo, Mola y Franco. A Cabanellas y Queipo los invalida su pasado republicano (Cabanellas incluso fue masón). Mola es sólo general de brigada. Queda Franco, prestigiado por los éxitos de su ejército africano y por un inteligente aparato de propaganda dirigido por su hermano Nicolás y Millán Astray. Los generales monárquicos, Kindelán y Orgaz, han recibido instrucciones de Alfonso XIII desde Roma para que apoyen la candidatura de Franco. El rey exiliado cree que Franco, su gentilhombre de cámara, y al que tanto favoreció cuando era oficial en la guerra de Marruecos (padrino de su boda, etc.), restaurará la monarquía en cuanto gane la guerra.
La reunión se interrumpe para el almuerzo, en la casa de la finca, y se reanuda a las cuatro de la tarde. Kindelán propone el mando único. Varios generales se muestran renuentes. Mola interviene con un ultimátum:
—A mí me parece tan conveniente el mando único que si antes de ocho días no hemos nombrado un generalísimo no sigo. Digo ahí queda eso y me voy.
Cabanellas aboga por un directorio de varios generales. Discutidos los pros y los contras lo someten a votación. Primero votan el mando único. Todos están de acuerdo, excepto Cabanellas. Después votan quién tomará ése mando único. Silencio. Los coroneles presentes manifiestan que esa elección debe corresponder solamente a los generales. Kindelán declara que su candidato es Franco; los demás lo apoyan, con la excepción, nuevamente, de Cabanellas.
El acuerdo se mantendrá en secreto hasta que la Junta lo publique.
Siguen días de cabildeos que han dejado escasa huella en la historia. Franco se deja querer. Anhela el mando único, pero lo quiere con más atribuciones de las que sus conmilitones parecen dispuestos a concederle.
La camarilla franquista (Kindelán, Nicolás Franco, Yagüe y Millán Astray) idea una estrategia para entregar a Franco el mando absoluto al que aspira. Kindelán redacta un decreto en el que se concede una potestad ilimitada al cargo de generalísimo, pero esa jerarquía «llevará anexa la función de jefe del Estado mientras dure la guerra», lo que implica la disolución de la Junta de Defensa Nacional.
El día 27 las tropas de Franco liberan el Alcázar de Toledo, lo que refuerza el prestigio del general.
Ya queda dicho que Franquito es un tipo con suerte, con baraka, méritos aparte.
Un gran gentío se congrega, más o menos espontáneamente, para aclamar a Franco, ante su residencia, el palacio de los Golfines de Cáceres. Salen al balcón Franco, Yagüe, Kindelán y Millán Astray.
—La conquista de Toledo nos enorgullece a todos —arenga Yagüe a la multitud—. Artífice de esta obra es el general Franco… mañana tendremos en él a nuestro generalísimo, el jefe del Estado, que ya era tiempo de que España tuviera un jefe de Estado con talento. La noticia de hoy es grande, pero la de mañana será mayor.
Al día siguiente, Franco asiste a una nueva reunión de la Junta de Defensa Nacional en el aeródromo de Salamanca. A la hora del almuerzo, Kindelán lee el proyecto de decreto que concede a Franco la jefatura del Estado. Cabanellas se opone y arrastra con sus argumentos a otros generales.
Descanso para almorzar.
Por la tarde continúan la discusión y finalmente acuerdan la jefatura de Franco. Cada cual regresa a sus menesteres: unos en avión; otros, en coche.
—¡No saben lo que han hecho! —comenta Cabanellas a Queipo—. Si entregan España a Franco en estos momentos no habrá quien lo remueva del cargo cuando termine la guerra.
El general Orgaz comentará a Queipo muchas veces:
—¡Qué error cometimos, Gonzalo!
—¿Y a quién íbamos a nombrar? —replicará Queipo de Llano—. Cabanellas no podía serlo porque, además de republicano, como yo, era masón, y todo el mundo lo sabía; Mola estaba desautorizado por los fracasos iniciales del alzamiento y por las dificultades de su campaña; y yo, por mi pasado, estaba muy desprestigiado. Franco, en cambio, había ido ganando puntos a los ojos de la gente con sus fáciles victorias y sabía manejar la propaganda a su antojo [42] .
Por la tarde, la reunión de generales se dispersa. En su despacho de Salamanca, Nicolás Franco, con el asesoramiento jurídico de José Yanguas Messía, altera el texto del decreto antes de enviarlo a la imprenta: donde decía «jefe de Gobierno del Estado» escribe «jefe del Estado» y suprime la mención a la provisionalidad del cargo «mientras dure la guerra».
Ningún general se atreve a rechistar. Franco, el Franquito de la Academia, ha crecido mucho en pocos días, tras su aclamación de Cáceres, tras la liberación del Alcázar de Toledo y tras la declaración de la pastoral del obispo de Salamanca «Las Dos Ciudades», con la que la Iglesia legitima el levantamiento y lo declara «cruzada» o guerra de religión, como en la Edad Media.
El 30 de septiembre la Junta de Defensa Nacional emite el decreto por el que nombra a Franco jefe de gobierno del Estado español y Generalísimo de las fuerzas de Tierra, Mar y Aire.
Franquito acaba de instalarse en la cumbre del poder.
El discurso con el que se estrena el Generalísimo es muy emotivo, dentro de su solemnidad: «¡Ponéis en mis manos España! Mi paso será firme, mi pulso no temblará y yo procuraré alzar a España al puesto que le corresponde conforme a su historia y al que ocupó en época pretérita (…) para llegar a una España libre, a una España española». («Una España española». Lo que son las cosas. También la Pasionaria en sus mítines aboga por «una España española»).
Entre los agobios de la guerra y el cálculo de los generales monárquicos se acaba de crear «una dictadura cesarista, soberana, sin límites de tiempo o condición» [43] .
En el otro bando también se toman decisiones de gran trascendencia política. El 8 de octubre José Antonio Aguirre, presidente del País Vasco, jura su cargo: «Ante Dios, humillado sobre la tierra vasca y bajo el roble de Vizcaya, en el recuerdo de mis antepasados, juro cumplir mi mandato con entera fidelidad».
Mientras que la España nacional se fortalece con el mando único y dictatorial de Franco, que aúna las voluntades para la guerra, la España republicana está cada vez más dividida. En puridad existen tres gobiernos bastante independientes entre ellos: el de España, el de Cataluña y el de Euskadi, a los que se podría sumar el Gobiernín (Consejo de Asturias y León) y el Consejo de Aragón, anarquista.
En Madrid, las checas detienen y asesinan a decenas de ciudadanos de derechas o sospechosos de serlo. Siguen apareciendo cadáveres en la Pradera de San Isidro y en otros lugares del extrarradio. Los morbosos que acuden a contemplarlos los llaman «fiambres» o «besugos» (porque tienen los ojos saltones). Fracasados los Tribunales Populares ideados por el gobierno para evitar los «paseos», se crean unas Milicias de Vigilancia de la Retaguardia para restablecer la autoridad y terminar con las milicias incontroladas.
El 23 de agosto los milicianos perpetran una matanza entre los presos políticos de la cárcel Modelo de Madrid. La noticia abate al presidente Azaña y lo sume en una honda depresión:
—¡Han asesinado a Melquíades! —le dice a Rivas Cherif—. ¡Esto no! ¡Esto no! ¡Me asquea la sangre, estoy hasta aquí; nos ahogará a todos…!
[41] Rafael García Serrano, Diccionario para un macuto, Planeta, Barcelona, 1979, pp. 35-36.
[42] Ana Quevedo y Queipo de Llano, Queipo de Llano, Gloria e infortunio de un general, Planeta, Barcelona, 2001, p. 450.
[43] Varios autores, La España del siglo XX , Ed. Marcial Pons Historia, Madrid, 2003, p. 111.
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