Análisis de la situación, no tener prisa, recordar dónde te encuentras, valorar la vida, dominar el miedo y estar preparado. ¿Estás en medio de otra guerra?
Algo se está maquinando. Camilo, Jordán, el coronel Lozano, el sujeto del anillo, los Caballeros de la Muerte, el operativo policial delante de la plaza de la catedral, un delator en vuestra partida, el maldito violinista ciego por todas partes, todo forma un entramado del que desconoces hacia dónde va dirigido. Pero te han dejado clara una cuestión: sus dos granos en el culo sois tú y la estudiante.
¿Qué es lo que relaciona todo? Tú sólo buscabas a los asesinos de Tuco: Jordán y Camilo. Pero ambos se han convertido en el hilo de Ariadna, una frágil pista que te ha conducido a un laberinto, y debes seguir agarrado a ese cabo para salir del enredo y comprender lo que se está fraguando.
Has localizado a Jordán. Lo mejor será esperar a que Buenaventura regrese de Madrid y preguntarle por Camilo. Por la nota que te dejó, él debe saber dónde se encuentra y quién es. En cuanto eso ocurra, vas a verles a los dos, les explicas por qué estás allí y quién eres. Una venganza sólo es efectiva cuando el receptor de la misma conoce las causas, también eso lo aprendiste en las montañas. Cuando los tengas enfrente, dispararás. Primero a zonas no vitales, para que sufran, cuando supliquen por su vida, volverás a dispararles, siempre a zonas no vitales. Necesitas que sufran. Sólo les matarás cuando lo pidan.
Pero algo ha cambiado: hay un inocente. Y tú sigues la ética de los montes: nunca se mata a inocentes. La estudiante, necesitas localizarla y protegerla si es necesario.
—¡Joder! ¿Qué le ocurre al padre Felipe que tá tan pensativu? —dice Pichi, con guasa, sentado en el capó del coche. Te has dado cuenta de que se ha cambiado de ropa, que se ha lavado y de que lleva ese ridículo sombrero.
—Déjalo tranquilo, no está para bromas —contesta la Flaca mientras abre la puerta del vehículo y se introduce en el asiento de atrás.
—¿Quién era ese sujeto? —preguntas a Pichi.
—Véalo usté mismo, paisa —y coloca un carné delante de tus ojos, con la foto del individuo del anillo.
—Samuel Rodríguez Valdés, coronel de la Policía Armada —lees.
Un coronel de la Guardia Civil, a punto de ascender a general, y un coronel de la Policía Armada juntos, dirigiendo un operativo para darte caza. Demasiado poder, demasiado, piensas. Están dando mucha importancia a los cabos sueltos y tú eres uno de ellos. El otro es la estudiante. No han dudado en matar, estás casi seguro de que a Lejía lo asesinaron por oler donde nadie le llamaba. La próxima víctima puedes ser tú, o la estudiante, o… Pichi o la Flaca.
—Escuchadme con atención —les dices a Pichi y a la Flaca dentro del coche. Y comienzas a narrarles lo que has oído, lo que sospechas y les haces partícipes del peligro que corren si siguen a tu lado. No quieres a nadie jugando con la muerte sin saberlo, y menos sentirte culpable por ello—. Ahora ya sabéis lo que está ocurriendo. Esto sólo me incumbe a mí, lo mejor será que os retiréis y os olvidéis de todo.
Los dos apartan sus ojos de ti. Habéis mordido muy alto y los perros de la guerra os pueden comer.
—Paisa, ¿y usté qué va a facer? —pregunta Pichi, sacando la foto que le regalaste en la que estás al lado de su abuelo.
—Seguir, hasta el final. A mí me educaron para luchar, incluso sin esperanza.
—¡Joder, paisa! Y yo que me lo taba pasandu bien. Este trabayu yera como andar de folixia.
Folixia, carallada, jarana,parranda… Las palabras de Pichi te han recordado a las de Langullo, hace mil años en la montaña gallega: «Ó principio criamos que aquilo de andar de fuxidos era andar de carallada».
—No, Pichi. Esto es peligroso. Lo mejor es que nos dejes en La Felguera. Te daré cinco mil pesetas por las molestias y te olvidas de todo. A partir de ahora, camino solo.
—Una cosa, paisa. Usté conoció al mi güelu. ¿Qué hubiese hecho él en mi lugar?
—Tú no eres tu abuelo. Él no pudo elegir: era su vida o la montaña.
—Pos, ¿sabe que le digo? Que yotampoco puedo elexir. ¿Imaxínese que existe la otra vida y encuéntrome allí con el mi güelu? ¡Qué supliciu! Ya me lo imaxino cagándose en mis cuernus de castrón porque no tuve coyones pa seguir. No se fale más, yo sigo con usté hasta el final.
—¿Y tú, Flaca?
—Cómo se lo diría, para que me entienda —se arrima a ti, desde el asiento de atrás, sus labios casi rozan tus orejas—. Verá, hace veintisiete años, dos hijos de mala madre mataron a mis padres. Y me condenaron a arrastrarme por la mierda. Gracias a mi coño, sobreviví. Hoy tengo una casa y una fonda, y una cagada de hombre que se dice mi marido. De repente, aparece usted, un antiguo maquis que quiere localizar a los asesinos de su hermano. Y todo hace pensar que pertenecían al mismo grupo que asesinó a mis padres. Le ayudo hasta aquí. ¿Y qué me dice ahora? Que esto es peligroso, que nos pueden matar. ¿Sabe lo que le digo? Que la montaña sería su escuela, a ella no iban muchas mujeres, ¿verdad? ¿Y sabe por qué? Porque estaban bregando en el valle con esos asesinos. Pero si duda de mis ovarios, está muy equivocado.
Silencio.
—Entonces… —dices, pero la Flaca no te deja continuar.
—Entonces, nada. Diga lo que hay que hacer y lo haremos.
Miras el reloj: las cinco. De Oviedo a Villablino serán casi dos horas de viaje con el trasto de Pichi. Cuando lleguéis, la biblioteca seguirá abierta y, posiblemente, la estudiante se encontrará allí. Su vida peligra. Pero a la Flaca le debes hacer otro encargo.
—Flaca, tú coge un taxi y que te acerque a Pola Laviana, al entierro de Floro. Quiero que te fijes en quién está allí presente. Lo que más me interesa es si entre la gente hay alguno que sea conocido en el valle por su actividad en la contra.
—No se preocupe, le haré la radiografía a todos.
—¿Y nosotros? —pregunta Pichi.
—Rumbo a Villablino —le ordenas.
—Por León o por Cangas del Narcea—¿y si le hacéis una visita a Jordán?, piensas.
—Por Cangas del Narcea.
El viaje se hace eterno, son tantas las ganas de llegar, que el reloj y los kilómetros se desplazan a cámara lenta.
—Ahí tiene su puentecito, paisa —dice Pichi, ante la visión del letrero que indica que atravesáis el puente Infierno.
Entráis de nuevo en Cangas, dos veces en tan poco tiempo. Pero esta vez no es para deteneros, sólo quieres ver la funeraria de Jordán, a la que entrarás a la vuelta para ajustar cuentas. Cerrada. Miras el reloj: las seis. No es muy normal que la tenga cerrada, su horario crees recordar que era hasta las ocho.
—Para el coche —ordenas a Pichi—. ¿Te acuerdas en qué sumidero arrojamos las llaves?
—Creo que yera este —dice Pichi, señalando un registro que se encontraba al lado de la puerta de la funeraria.
Bajas del vehículo. Te acercas hasta la tapa del desagüe, que tiene cuatro aberturas longitudinales. Miras hacia el interior. Allí están las llaves todavía, pero necesitarás una palanqueta para levantar la rejilla y poder recuperarlas.
—Nun salen —dice Pichi, después de que ha empujado y la tapa del registro ni se ha movido.
—¿No llevas herramientas en el coche? —le preguntas.
—Nenguna.
—¿Les podemos ayudar? —elevas la vista, son dos policías municipales que han detenido su vehículo ante vosotros.
—Si fueran tan amables, es que se me han caído las llaves a la alcantarilla. Y este chico tan amable me está ayudando, pero no puede levantar la rejilla —les dices.
—Eso no es problema —dice el más joven de los dos, que se ha bajado del coche y mira el interior del registro. Se dirige de nuevo al vehículo policial, elevando el portón y extrayendo una caja de herramientas. Con una palanqueta levanta la rejilla. Se tumba en el suelo y, estirando su brazo, recupera el llavero. Antes de entregártelo, se dirige hasta una fuente y lo limpia de mugre—. Aquí tiene.
—Son ustedes muy amables —les dices—. Y continúas con la comedia. —Perdonen, me gustaría preguntarles si saben a qué hora abre Jordán la funeraria.
—Debería tenerla abierta —dice el mayor de los dos—. Pero nadie sabe lo que le ocurre. Hoy no ha entregado las coronas a que se había comprometido. Los clientes han venido a pedirle explicaciones, pero no le han encontrado ni en la funeraria ni en casa. Si le anda buscando para algún funeral, padre —¿padre?, claro, acabas de darte cuenta de que aún no te has quitado la sotana—, será mejor que vaya hasta su casa o espere a mañana.
—Así lo haré —les dices.
De nuevo en el coche, rumbo a Villablino. Aprovechas para quitarte la sotana, ya no la necesitas. Dos policías municipales ayudándoos, ¡qué ironía! En ese momento te acuerdas de Juan Casín, en el 45. Aquel policía que ayudó a la guerrilla urbana de Madrid hasta que lo localizaron. Y con su detención, inutilizaron la imprenta ubicada en su casa. Hoy, esos dos policías os han ayudado sin que lo supieran.
Jordán ha desaparecido, está claro, pero no importa, piensas. Se esconda donde se esconda, darás con él. Todo será cuestión de tiempo. Y dispones de diez meses, te sobran nueve.
Marzo, Puntarás, Tablado, Veganeoro, El Puerto, ves pasar los pueblos entre las curvas cerradas de la estrecha carretera. Y, tres cuartos de hora más tarde, ante ti, el valle de Laciana. En el fondo del precipicio corretean los meandros del Sil, y oyes el ruido de sus aguas contra las rocas. Tocando el cielo, Pico Asta, Peña Blanca, Cornón…, que aún conservan nieve.
—¡Joder! ¿Qué yé eso, oh? — exclama Pichi.
—Conduce con precaución, Pichi. Era una liebre, pero pueden salirte al paso rebecos y hasta osos o lobos —le aconsejas, pues conoces muy bien la fauna que se oculta entre los acebos y los robles.
«Sosas de Laciana», lees. Y los últimos maquis de León regresan a tu mente: Quico, Atravesado, Jalisco y el Asturiano, a las órdenes del mítico Girón. Su objetivo predilecto siempre fueron las minas de wolframio del Bierzo y La Cabrera, para evitar que enviasen el metal para la construcción de material bélico en Alemania. Hasta idearon un plan para matar a Franco el día que inauguraba la térmica de Ponferrada en el 48.
Villablino. Su calle principal, seguís adelante. Ya te habías olvidado de sus casas de una sola planta, con tejados de pizarra negra. Un letrero. Ayuntamiento, lees. Otro debajo que indica a la izquierda para llegar a la biblioteca.
—Gira a la izquierda, Pichi —pasáis por delante. Y os alejáis unos cien metros—. Aparca aquí —le indicas.
La biblioteca se encuentra franqueada por un pequeño jardín donde crecen dos abetos en medio de la hierba recién segada. Las puertas de acceso son de roble, la madera que más abunda en la falda de la montaña. Una puerta, diez escalones, otra puerta acristalada y la biblioteca. Pichi va delante. Se acerca a la bibliotecaria, una señora menuda con gafas cuadradas de montura negra y pocas dioptrías.
—Perdone —le dice Pichi—, buscaba a una estudiante que está haciendo una tesis sobre la guerra civil. He quedado con ella aquí, para que me entregue unos apuntes, pero… —escuchas extrañado a Pichi, ¿qué ha pasado con su bable escatológico? Tal vez es más hábil de lo que has creído y sabe adaptar su discurso a cada circunstancia.
—Ah, Paloma —la bibliotecaria se sujeta las gafas, para comprobar mejor el rostro de Pichi.
—¿Me podría indicar, quién es? —antes de que la bibliotecaria responda a la pregunta de Pichi, observas la sala de lectura: tres muchachos de unos quince años, dos chicas de esa misma edad, un individuo con barba, tres ancianos matando el tiempo husmeando las estanterías y una joven de unos veintitantos. Es evidente quién puede ser.
—La de la camisa verde con flores —indica la bibliotecaria. Es la que tú intuías.
Pichi se dirige hacia ella. Y tú hacia la bibliotecaria, quieres ver la reacción de la sala cuando Pichi hable con Paloma.
—Por favor, ¿tienen algo de Pascal, o de Kafka? —¿es que no sabes pedir otro autor que no sea un disidente de la esperanza?
—Creo que sí —dice la bibliotecaria, mientras se levanta, dirigiéndose a un pequeño archivo que reposa encima del mostrador y comienza a ojear las fichas.
—¿Paloma? —pregunta Pichi a la muchacha de ojos azul claro con camisa verde repleta de flores.
—¿Sí? —la muchacha eleva su cabeza, mirando a Pichi.
—Perdona, me han dicho que estás investigando sobre los Caballeros de la Muerte… —la muchacha abre los ojos, mostrando su desconcierto.
—¿Cómo lo sabes?
—Es una larga historia. Aquí no podemos hablar. Acompáñame hasta la puerta, que he de entregarte algunos documentos que te pueden ser útiles para tu investigación.
Paloma recoge deprisa sus apuntes esparcidos por encima de la mesa, guardándolos en un portafolios. Y va detrás de Pichi. Tú sigues buscando a Pascal o a Kafka, y observando los movimientos de la gente del interior. De repente, el individuo de la barba se levanta de su asiento y les sigue. Tú, tras él.
—Señor —dice la bibliotecaria—, ¿no le interesaba un libro de Kafka?
—No se preocupe, vendré mañana con más tiempo —tal vez necesites volver a leerlo, y recordar ese aire fantasmal y claustrofóbico de sus novelas que no son más que un reflejo de la sociedad que construyeron unos iluminados.
Pichi y Paloma van en dirección al coche, hablando como buenos amigos. El de la barba les sigue. Cuando llega al hall de entrada, antes de que salga, extraes la Tokarev, y le golpeas en la nuca con la empuñadura. Se derrumba, pero, en cuanto sus rodillas ceden por el peso, lo recoges y lo bajas despacio hasta el suelo. Luego lo arrastras hacia un rincón de la planta de abajo, oculto de miradas hasta que cierren la sala y lo descubran. Le quitas la documentación y compruebas que es guardia civil, como sospechabas. Ahí tienes al sabueso que Lozano aseguró haber colocado detrás de la muchacha.
Paloma, por una especie de sexto sentido, como si presintiese algo extraño, mira hacia atrás y contempla cómo arrastras el cuerpo del guardia camuflado.
—Oiga —grita—. ¿Qué hace usted?
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