—No te preocupes por él —responde Pichi, para tranquilizarla.
—Pero ese individuo ha golpeado a mi amigo Manuel —exclama Paloma, desconcertada y nerviosa.
—Ahora te lo explicamos, no tengas miedo —dice Pichi, sujetándola por el brazo y conduciéndola hasta el coche.
La muchacha está a punto de gritar, pero observa que caminas unos pasos por detrás, que has enfundado la pistola, y prefiere callar.
—Entra —le ordena Pichi, abriendo la puerta del coche. La muchacha se introduce en la parte de atrás, Pichi al volante y tú en el asiento de atrás con Paloma.
—Arranca, y sal del pueblo, que no vean el coche —ordenas a Pichi.
—Se puede saber, ¿qué quieren ustedes? —pregunta nerviosa Paloma.
—Relájate, no te va a pasar nada —dices, para tranquilizarla—. Ese individuo, al que he golpeado, estaba siguiéndote e informando de tus pasos a sus jefes, a los que no les gusta nada lo que estás investigando.
—¿Que Manuel me está siguiendo? Pero si es amigo mío.
—Si es tu amigo, sabrás a qué se dedica —dices, para encontrar algún punto de acercamiento con la muchacha.
—Por supuesto, está preparando oposiciones a notarías.
—Claro, a notarías —dices con una sonrisa—. Luego, no sabrás quién es este de la foto —y le muestras el carné profesional del supuesto Manuel, en el que dice que es guardia civil desde hace cuatro años.
—¿Guardia civil? —las órbitas de los ojos casi tocan los cristales de sus gafas—. ¿Y por qué no me dijo que era guardia?
—Porque él y otro sujeto cumplen órdenes de seguirte y de informar a sus superiores del avance de tus investigaciones.
—¿Otro sujeto? —Paloma está fuera de sí.
—Hay otro que también te sigue. Supongo —le dices, haciendo un breve descanso en tu discurso—, que se turnarán. Cuando aparece tu amigo Manuel, desaparecerá el otro.
—Ah —la muchacha abre mucho los ojos aún más que antes—, entonces, el otro es Gonzalo. Es verdad, cuando uno aparece, el otro se va. Es como si estuvieran a turnos.
—¿Vístelo, oh? —interviene Pichi. ¿Por qué vuelve a utilizar ese bable tan particular?, piensas—. Nosotros nun somos los malus. Sólo queremos axudarte. ¿P’ande vamos, paisa?—pregunta Pichi, casi a la salida de Villablino.
—Guarda el coche, por ese caminode la derecha, y apaga las luces —le ordenas.
—Me gustaría que se explicasen un poco. ¿Por qué me siguen? ¿Por qué aparecen ustedes de repente? ¿Qué quieren? ¿De qué va todo esto?
—Tú estás haciendo una tesis y lo que estás investigando está poniendo nerviosa a mucha gente.
—¿A quién?
—Si no me equivoco, estás levantando ampollas, por el objeto de tu investigación, sobre los Caballeros de la Muerte.
—¿Existen todavía? Lo sabía, lo sabía —casi está gritando de alegría.
—Despacio —le dices—, esos sujetos tienen muchas muertes en su haber. Hace poco han asesinado a una persona —Floro regresa a tu mente—, o a dos, en Asturias por preguntar más de la cuenta —el rostro de Paloma se torna color folio—. Saben que estás investigando sobre ellos, si descubres algo que pueda poner en peligro su organización no dudarán en matarte —la muchacha seguía en silencio, más pálida que nunca.
—¿Y ustedes quiénes son?
—Nosotros también buscamos a los Caballerus de la Muerte, p’ahostiarlos —dice Pichi.
—¿Qué son, de la CIA? ¿De la policía? —da la impresión de que a la muchacha, dentro del coche totalmente a oscuras y rodeada de dos personas que no conocía, va a explotar en un ataque de nervios.
De repente, una luz azulada se refleja en los arbustos. Es un coche camuflado con un rotativo policial que circula a una velocidad endiablada, como si os estuviese siguiendo.
—Ahí va tu amigo Manuel y, posiblemente, el otro. Han perdido tu pista y deben recuperarla o su cabeza peligrará —dices a la muchacha, para que se vaya convenciendo de vuestras intenciones.
—Me ha quedado claro que esos dos eran guardias que me seguían, pero sigo sin saber quiénes son ustedes.
—También buscamos a tus caballeros, pero no para investigarlos, si no para ajustar cuentas con alguno de sus miembros.
—Pero yo no puedo ayudarles —provoca un silencio mientras extrae un pañuelo, debe limpiarse una lágrima que le ha brotado de repente—. Yo investigo sobre ellos, sobre sus crímenes durante la represión en la guerra y en la
posguerra, no sabía que todavía existieran, siempre he creído que se habían desmovilizado.
—No —dices, seguro—. Todavía existen, están organizados y son peligrosos. Saben que estás investigando sobre ellos porque asesinaron a tu abuelo en la posguerra.
—¿Cómo sabe usted eso? —pregunta, nerviosa.
—Ya te expliqué antes que conozco casi todos sus movimientos. Y hemos venido sólo a ponerte en alerta, pues tus investigaciones les están poniendo nerviosos.
—¿Y usted, quién es?
—Yo… —piensa rápido. No eres el teniente coronel Dalmancio, ni el profesor universitario, ni el comisario Belarmino, ni Juan Martínez el industrial, ni el cura Felipe ¿Qué le has de decir? Pichi soluciona todas las dudas.
—Yé un antiguu maquis —manifiesta, rotundo. Silencio. No dices nada, esperas la reacción de la muchacha. De repente, Pichi enciende una tenue luz del interior del vehículo y, extrayendo la foto en la que estáis su abuelo y tú, coloca el retrato para que Paloma os distinga bien—. ¿Lo ves, ne?, aquí tá con el mi güelu face cuarenta años —la muchacha recoge la foto, la mira, te mira, en su mirada se refleja la incredulidad o la extrañeza de sentirse ante alguien de leyenda, alguien que no podía estar vivo o ser humano.
—¿Fue usted un maquis? —pregunta dubitativa.
—Sí —respondes con seguridad.
Paloma vuelve a mirarte, cree que estás mintiendo. Ella pensaba que los maquis habían muerto todos, que ya no quedaba nadie para dar testimonio. De repente, comienza a tararear una canción.
Por llanuras y montañas…
Sabes lo que pretende, comprobar si sabes lo que está tarareando. La acompañas.
guerrilleros libres van,
los mejores luchadores
del campo y la ciudad.
El himno guerrillero, le demuestras que lo sabes de memoria, que lo cantas sin fallar en una estrofa. Pero la muchacha es desconfiada, deja de cantar y comienza a imitar el sonido del búho. La acompañas. Y luego reproduces tú solo el sonido del cárabo. Búho y cárabo, rapaz nocturna e insecto, los dos bichos —me decías— de los montes que os veíais obligados a imitar por las noches, era como vuestra contraseña de paso. Paloma sonríe, has pasado la prueba de fuego.
—¿Qué soníus yeran esos, paisa?
—El del búho y el cárabo —dices.
—¿El caraqué?
—Déjalo, Pichi.
—Está claro que es usted quien dice ser —remata Paloma, con una sonrisa.
—Si ya has eliminado todas tus dudas, vayamos a lo que nos interesa. Debes tener cuidado, desaparecer una temporada. Eso no quiere decir que no puedas seguir investigando, pero con más sigilo.
—Me iré hasta Madrid, a casa de unos amigos. ¿Y cuánto tiempo tengo que permanecer escondida, según usted?
—No lo sé, pero calcula que un año aproximadamente. Algo están tramando y necesitan ese plazo.
—¿Un año? No puedo permanecer escondida tanto tiempo.
—No es eso, necesitas que no sepan de tus pasos, que desconozcan por dónde te mueves. Allá donde vayas te localizarán y seguirán. Si encuentras algo que les pueda comprometer, no dudarán en matarte.
—¿Por ejemplo?
—Pues, por ejemplo, pruebas que demuestren su actual existencia y lo que están tramando.
—Pero no tengo nada sobre el presente, todo lo que he averiguado es sobre el pasado.
—En algún momento o lugar, encontrarás algo, eso es lo que les preocupa.
Paloma está alojada en Ponferrada, la acercáis hasta la pensión. Un coche, el mismo que visteis con la luz azulada, vigila la entrada entre las sombras de la calle. Os dais cuenta y seguís ruta.
—Ahí están tus amigos, Miguel y Gonzalo —es Pichi el que intenta mostrarle a la muchacha la realidad.
—¿Y usted dice que los Caballeros aún existen? —Paloma se ha elevado de su asiento y te clava sus uñas. Se encuentra fuera de sí, en un punto de encuentro entre el entusiasmo y la histeria.
—Lo más importante es encontrar otro alojamiento para ti, luego ya tendremos tiempo de hablar de todo eso.
La muchacha va cogiendo confianza con vosotros, sobre todo con Pichi, que sabe cómo llegar a ella, al fin y al cabo ambos son de la misma edad. Pero echas de menos a la Flaca, ella sí sabría ganarse la confianza de Paloma. La pobre chica es como tantas de su generación, todo lo aprendió en los libros. A Paloma la vida le ofreció una biblioteca ya escrita, pero a la Flaca… le entregaron en las calles un folio en blanco, para que lo fuera rellenando con sangre y lágrimas.
—Tengo fame, paisa.
—Ahí hay un modesto restaurante, a veces suelo ir a comer —señalaba Paloma un local con tres ventanas cubiertas de cortinas de gasa, por las que se traslucían unas diez mesas con manteles blancos.
—Si sueles ir a comer ahí, lo mejor es que no se nos vea hoy —reflexionas un segundo. Has tomado una decisión—. Sal de Ponferrada —ordenas a Pichi.
—Paisa, que nun conozco esto. ¿P’ande vamos?
—Sigue las indicaciones para llegar a Molinaseca.
Has nombrado Molinaseca. No puedes mentar ningún lugar de los valles sin que llegue a tu mente algún maquis que asesinaron. Ahora, se ha instalado en tu pensamiento Manuel Girón. Os llegaron las noticias, sus asesinos las hicieron correr, habían matado al líder de la guerrilla leonesa y lo hicieron cerca de aquí, de un tiro por la espalda
mientras leía una carta de su mujer. El asesino ni siquiera tuvo valor para matarle de frente. Su cadáver lo expusieron en el escaparate de un comercio de Ponferrada. Otro guerrillero convertido en trofeo de caza. Así era aquello, una verdadera cacería hasta el exterminio total.
Parece que la muchacha se ha relajado, muestra más confianza en vosotros. Sospechas que la causa debe ser comprobar a sus supuestos amigos vigilándola debajo de la pensión en la que está alojada, eso hace que deje de dudar de tus palabras. Pero aún ha de mostrarse más segura a vuestro lado. Observas y dejas que el tiempo haga su trabajo. Cuando Paloma se canse de hablar con Pichi de sus estudios, de su familia, de su beca, de su futuro, de su vocación, será entonces cuando te abordará. En ese momento querrá averiguar las razones de todo.
—Detén el coche aquí —ordenas a Pichi—. Mientras vamos preguntando en esta fonda si nos dan de cenar, tú vete ocultando el vehículo por alguna callejuela del pueblo.
—A sus órdenes —exclama Pichi.
—Debería llamar a la señora Bernarda. Seguro que está muy preocupada —dice Paloma.
—¿Quién es? —le preguntas.
—Es la patrona de la pensión en la que estoy alojada. Si llego tarde se preocupa, es como una madre.—
De acuerdo, llámala —y haces un gesto a Pichi para que la acompañe hasta la cabina telefónica que se encuentra a la entrada del pueblo, antes de la calle empedrada de canto rodado que sirve de vía principal.
Pichi entiende a la perfección, no sólo debe acompañarla, también ha de controlar la conversación, no estás dispuesto a que una niña desconfiada os tome el pelo llamando a otra persona y descubriendo el juego antes de que comencéis a jugarlo.
El restaurante que has elegido es pequeño, con muros de piedra y techos de madera cubiertos de pizarra. Sus paredes están decoradas con motivos del Camino de Santiago. Bien podríais pasar por peregrinos y mezclaros entre ellos, pero ¿es Año Jacobeo?
El Pichi regresa, guiña el ojo izquierdo y asiente. Entiendes lo que dice en su lenguaje: era cierto, ha llamado a la señora Bernarda.
Dejas que pidan la comida los dos, tú no tienes hambre de comida, sí de información. Esperas, debes dejar que sea Paloma la que pregunte, necesitas saber qué es lo que más le preocupa. Y, antes de que terminéis, te saca de tus dudas.
—¿Usted cree que los Caballeros de la Muerte siguen en activo? —ya han llegado los postres.
—Lo que creo es que nunca se desmovilizaron.
—Eso explicaría muchas cosas —dice, pensativa.
—¿Como cuáles?
—Como que nadie encontró jamás un documento que permitiera seguirles el rastro.
—Prosigue, por favor —casi se lo estás ordenando.
Silencio. Pichi ha dejado de mover la mandíbula, se limita a mirar sin pestañear a Paloma.
—Verá —dice, elevando su mirada—, los Caballeros de la Muerte…
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