El dominio que Adunco tenía del arameo era todo menos completo, pero las lecciones y las charlas del mercader griego habían hecho un buen trabajo poniéndole en condiciones de comprender al menos el sentido de casi todas las frases.
—Será en Magdala —aseguraba uno— porque allí se han reunido las mujeres que viajan con él.
—Pero qué gran tontería —intervenía otro—, se sabe que la cita es en las Siete Fuentes.
Un tercero gritaba:
—Será en Safed, será en Safed, y adivinad por qué —y riendo indicaba el cuenco lleno de vino de aquella ciudad.
Un cuarto explicaba en cambio que había que dirigirse, sin duda alguna, a Baram:
—Allí, en la sinagoga, leerá y comentará el libro de Daniel.
Pero todos, de forma unánime, dieron grandes gritos y se burlaron de un pobrecillo que había aventurado el nombre de Gamala:
—Pues sí, pues sí —decía—, es allí donde nació, ¿no es así?
—Así es, animal —le respondió un hombretón barbudo que hacía reír a todos—, pero no lo es menos que sus vecinos son los únicos que no han querido escucharle. Dime, ¿has visto tú por ahí a alguno de Gamala, por casualidad?
El otro trataba inútilmente de explicar que sin duda no: ¿qué iban a hacer allí los de Gamala, si precisamente en su casa iba a tener lugar la reunión? Pero fue una pérdida de tiempo, y el pobre terminó por apartarse con una expresión enfurruñada. Adunco se le acercó, decidido a poner a prueba su arameo.
—¿Es de Jesús de Gamala de quien hablabais? —le preguntó.
—¿Y de quién si no? —le respondió aquel de malos modos, pero acto seguido cambió de tono y dijo amablemente—: De él, ciertamente, del Mesías.
—Yo —dijo Adunco— soy hispano, he venido hasta aquí para rezar en la tumba de un hijo mío muerto hace ya muchos años, pero desde que he llegado no he hecho otra cosa que oír hablar de este Jesús. Todos dicen maravillas de él, como que cura a los enfermos y expulsa a los demonios. ¿Es cierto?
—¿Que si es cierto? —preguntó el otro con aire de suficiencia—. Hace mucho más, hispano. Expulsa a los demonios, cura a los enfermos y resucita a los muertos.
—Y mandará al pueblo contra los romanos —intervino gritando el hombretón barbudo, que había pescado la conversación— y devolverá su reino al Dios de Israel.
Inútilmente el posadero trató de hacer señas invitando al silencio delante de aquel gentil: ahora todos gritaban, contra los romanos algunos y contra estos los otros, acusándoles de no haber comprendido nada, porque Jesús no predicaba la guerra sino la paz, y el reino cuyo advenimiento preparaba no era de este mundo, y delante de Yahvé, con tal de que se convirtieran a la verdadera fe, todos eran iguales: también los gentiles, también los hispanos, incluso los propios romanos. ¿Acaso entre los discípulos más fieles de Jesús no figuraba también el centurión que mandaba la guarnición romana de Cafarnaún, donde había hecho construir incluso una sinagoga?
Poco a poco, en tanto las estrellas iban tachonando el cielo, los gritos cesaron, y la gente —primero las pocas mujeres, llevándose a los niños dormidos en brazos, luego los hombres— se fue a dormir, unos en las yacijas y otros en el suelo en aquel mismo recinto, junto al hogar donde los tizones iban apagándose. Adunco se demoró tomándose el cuenco de vino que había sorbido parsimoniosamente, mientras también la hija del posadero se iba a casa llevando de la mano al hijo medio dormido, y el mozo, tras limpiar las mesas y barrer los restos, se unía a los durmientes al amor del fuego.
No quedaba más que el propietario, que se estiraba y bostezaba mientras se preparaba una yacija con la manta que había cogido de la cama que había cedido a Adunco. Pero entonces el viejo policía se le acercó, ostentando también una gran somnolencia, y le deseó buenas noches, aunque luego, en vez de irse, le preguntó:
—A propósito, ¿qué querías decir con eso de toda la gente que no se había movido ni siquiera por Juan el Bautista?
El posadero estaba ahora ya demasiado cansado para seguir guardando cautela.
—Quería decir —respondió bostezando— que detrás del Bautista iba menos gente, y aun así acabó muerto.
Se volvió de costado, y ya dormía.
La cama era infame, pero Adunco, envuelto en su capa, durmió a gusto, y más habría dormido de no haber sido despertado, al amanecer, por las voces de la gente que se ponía ya en camino. Se levantó, y dado que la posada estaba a pocos pasos del lago, se sumergió en las aguas límpidas para nadar un poco. Así refrescado se vistió y se puso en camino, mordisqueando un poco de pan y queso, y apoyándose en su cayado.
A lo largo del camino iban ya decenas de personas, y con el paso de las horas su número fue en aumento. Mientras adelantaba o le adelantaban, Adunco preguntaba a este o al otro, pero parecía que ninguno supiera nada concreto acerca de la meta de aquel andar. Aun así, todos estaban alegres y, de vez en cuando, el aire se llenaba de cantos que una voz lanzaba y cien continuaban.
—Son salmos de nuestro rey David —le explicó una joven a la que Adunco se había dirigido, y en seguida volvió a unirse al coro.
Él esperó que el canto terminase y de nuevo le volvió a dirigir la palabra:
—Mucho me temo que no comprendo la lengua en la que cantáis. Supongo que es hebreo. ¿No podrías decirme el significado de las palabras?
—Es un salmo —explicó amablemente la muchacha— en el que se exalta la bondad con la que Dios puso al hombre por encima de todas sus creaciones. Dice: «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del hombre para que de él te cuides? Y lo has hecho poco menor que Dios, le has coronado de gloria y de honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto bajo sus pies. Las ovejas, los bueyes, todo juntamente, y todas las bestias del campo. Y las aves del cielo, los peces del mar, todo cuanto corre por los senderos del mar. Yahvé, Señor nuestro, ¡cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!».
Sin alzar siquiera la voz, la joven mujer había traducido el salmo casi cantándolo, con una sencillez llena de sentimiento, y cuando hubo terminado añadió una sonrisa que tuvo sobre Adunco el efecto que los versos habían tenido sobre ella. Le dio las gracias y ella corrió a reunirse con su grupo, mientras el viejo policía se permitía una pausa sentado sobre una roca al borde del camino.
Estaba allí desde hacía poco, observando a los caminantes —judíos en su mayoría, obviamente, pero entre ellos había asimismo sirios, árabes, y hasta algún griego—, cuando aquella serpiente multicolor hecha de gente se vio recorrida por un inmenso estremecimiento que era traducido al punto en un grito:
—¡No está muy lejos, apenas pasado Magdala, antes de Corozaín!
Mucho más rápida que cualquier caminante, la noticia había sido lanzada por el primero que se había encontrado a Jesús, y en pocos minutos había recorrido una distancia que requería varias horas de camino.
Adunco se levantó y volvió a entrar en la corriente, que ahora, estimulada por aquel anuncio, había acelerado su andadura. Pronto, sin embargo, encontró el ritmo sereno de un paseo, y el viejo policía pidió información a un hombre que caminaba dando la mano a su mujer y llevando a su hijo pequeño a cuestas.
—Son cerca de sesenta estadios, quizás un poco menos —le dijo aquel—, tres horas a buen paso —y a pesar del peso que llevaba se distanció del viejo.
No había prisa, pensó Adunco, no había ninguna prisa. «En el fondo estas son aún unas vacaciones, las últimas horas de unas vacaciones, luego todo volverá a comenzar y, aunque ni siquiera sé de qué se trata, no habrá ya tiempo para paseos».
Instintivamente disminuyó el paso para prolongar aquel tiempo suspendido entre su pasado y su última misión, y se
puso a observar las palmeras y los olivos, el lago más allá de los árboles, las casas de los pescadores a su derecha y las de los labradores a su izquierda, y sobre todo a la gente, toda aquella gente que parecía tan segura de su meta.
«Falta algo», pensó el viejo policía, «faltan los soldados. Con tanta gente, que en el lugar de encuentro será una verdadera multitud, debería haber un servicio de vigilancia. En Tiberíades hay una gran guarnición, y el edificio que veo delante, a la entrada de aquella aldea que debe de ser Magdala, es ciertamente un cuartel, y sin embargo no he visto por ahí a un solo legionario. Es evidente que se ha dado la orden de no intervenir, mejor dicho, de no mostrarse siquiera. El plan de Pilatos, evidentemente».
Las previsiones del hombre con el niño a cuestas eran acertadas, probablemente hubieran sido solo tres horas de camino, si el hecho de que se congregara allí tal multitud no demorara inevitablemente el paso. Era ya la hora de quinta, y el sol de mediados de otoño pegaba de lo lindo, aunque nadie parecía hacerle caso, cuando Adunco vio que la gente abandonaba la calle y se dirigía a la izquierda, hacia pequeñas colinas a cuyo pie había detenidas cientos de personas, quizá miles, procedentes también de la dirección opuesta. Estaban inmersas en la atmósfera de cantos y risas que ya había conocido como habitual en aquella extraña circunstancia, y constituían un espectáculo impresionante en el que sus ojos expertos comenzaron en seguida a buscar las señales de posible peligro.
Hubo un repentino y unánime agitarse de brazos y un inmenso grito coral, y vio que en la colina que tenía delante, desnuda de vegetación excepto por algunas palmeras, estaban subiendo con calma tres o cuatro mujeres y una docena de hombres. Mientras pasaban, la gente gritaba palabras que Adunco no conseguía distinguir. Muchas manos se tendían para tocarles, buscaban sobre todo a un hombre de unos cuarenta años que se defendía sonriendo, y todos gritaban un nombre que Adunco dijo para sí aun antes de comprenderlo:
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!
También sus compañeros, que trataban de protegerlo, gritaban a más no poder para invitar a todos a la calma, para que le dejaran pasar y no trataran de cogerle los faldones de la túnica. Finalmente, el grupito consiguió abrirse paso y alcanzar la cima de la colina, donde permaneció solo un breve espacio vacío entre ellos y las primeras filas de la multitud. Se sentaron en el suelo, todos menos Jesús, que permaneció de pie, siempre sonriendo, e intercambiando evidentemente unas palabras con los más próximos a él. De vez en cuando, algún niño salía corriendo de entre la multitud y se abrazaba a sus piernas, luego escapaba dando gritos de alegría.
Poco a poco, también la gente comenzó a sentarse por el suelo, apoyándose en él con las manos para vencer la inclinación, y Adunco, habituado a evaluar a simple vista las concentraciones de gente en la capital del Imperio, estableció que había verdaderamente unos cuatro mil, o quizá cinco mil. Cubrían enteramente la colina, laderas abajo y también al fondo, túnicas sin mangas y ligeras capas, grandes manchas blancas de los pañuelos que protegían del sol las cabezas de los hombres, grandes manchas de color de los pañuelos de las mujeres, algún punto negro de cabezas descubiertas, la inquieta movilidad de cabezas infantiles, el progresivo
aquietarse de todos en espera de algo. Jesús miraba y sonreía.
Entonces Adunco percibió el peligro. Con la mano derecha se aseguró de que el puñal estuviera en la funda y dispuesto a deslizarse, mientras volvía lentamente la cabeza en busca de lo que había hecho reaccionar a su instinto. Vio a un joven que por las facciones y el color atezado habría podido pasar por hebreo de no haber sido delatado por el pelo rubio, y se percató de haber sido visto, pero presintió que el peligro no venía de allí. Siguió la mirada del otro y llegó a un hombre de baja estatura, de rasgos griegos, que también le miraba, y cada uno de los dos supo que aquel era su adversario, pero justo en aquel momento la atención de ambos se vio distraída por la hermosa voz estentórea del hombre que destacaba en lo alto de la colina, quien, tras un silencio ya absoluto, había comenzado a hablar.
—¡Bienaventurados los pobres, porque de ellos será el reino de los Cielos!
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