Al murmullo de aprobación le siguió el silencio impasible del obispo. Después hablaron los demás cónsules y todos se expresaron del mismo modo: rechazaban de plano cualquier acuerdo o rendición. Se recordó con fervor que, mil cuatrocientos años antes, «nuestros antepasados no se asustaron frente a Aníbal ni sus treinta y cuatro elefantes», palabras a las que siguió una tormenta de aplausos. El último de ellos, dirigiéndose con serenidad al
obispo, le repuso:
—Venerable padre, todos somos cristianos y no vemos entre nosotros más que hermanos con los que solemos orar. Sabremos, si es necesario, combatir y morir juntos.
Llegó el turno de Simón:
—Aprovecho la circunstancia para dar las gracias a todo el pueblo de Béziers. Hablo en nombre de la comunidad judía local, así como en el de mi tío Nathaniel, en el de José, el de Salomón y de todos cuantos han decidido seguir a Raimundo-Roger de Trencavel, pues lo han hecho con la esperanza de que su presencia no ocasione más daños a la población. Agradezco a todos la manera en la que hemos sido por fin aceptados, el respeto demostrado finalmente a nuestra fe y nuestros usos. Y digo finalmente en recuerdo de mis padres y mis abuelos, obligados a seguir la absurda costumbre cristiana de la Pascua cuando, durante casi dos semanas, todos los ciudadanos de Béziers, así como de cualquier otra parte de la cristiandad, podían apresar a un judío y lapidarlo… con la aprobación de la Iglesia. El obispo de Béziers logró poner fin a tan bárbara costumbre, aunque pretendió que nuestros antepasados le pagasen doscientos sueldos melgorianos y cuatro libras melgorianas anuales para hacer más suntuosa la ornamentación de esta catedral —la emoción afloraba en sus grandes ojos negros—. Sí, amigos, los candelabros y todos los objetos que veis en este lugar fueron adquiridos con el dinero que debíamos pagar para evitar que nos lapidasen. Os ruego que me perdonéis. He querido contarlo porque han transcurrido ya cincuenta años y ha pasado mucha agua bajo el Puente Viejo. Al final todo terminó cuando vuestros padres y abuelos le saltaron los dientes al obispo. Se acabaron las piedras y los impuestos que debíamos pagar. Los católicos de esta ciudad pueden enorgullecerse de su espíritu cristiano, que los ha guiado para vivir con nosotros, los valdenses y los cátaros como buenos hermanos. Todos respetamos nuestras diferencias y hemos vivido puerta con puerta, prestándonos ayuda y, cuando no era posible, con una sonrisa o una buena palabra. Ante todo, hemos enseñado a nuestros hijos a mostrar respeto por el hombre. Por ello han crecido sanos de cuerpo y espíritu. Nosotros, los judíos de Béziers, nos enorgullecemos de ser vuestros conciudadanos. Gracias al trato que nos habéis dado, todos los judíos que aparecen en esa lista están dispuestos a entregarse si vosotros lo consideráis justo.
Hubo un nuevo murmullo de aprobación. Habló después un representante de los valdenses que abundó en el discurso de Simón. Intervinieron luego algunos consejeros: todos se mostraron en contra de aceptar la propuesta del legado papal.
Jeanne tomó la palabra en nombre de la comunidad cátara:
—Hermanos cristianos, católicos, valdenses, judíos, sarracenos… Hermanos todos. Mi corazón se llena de dolor al pensar que sin nuestra presencia, quizá no se hubiera llegado a esto. Roger Cambitor y una parte de nuestra comunidad han abandonado la ciudad junto con el vizconde Trencavel con la esperanza de no causar otros daños a Béziers y, sobre todo, no convertirse en un ulterior pretexto para posibles represalias futuras. Es inútil deciros que si nuestras vidas bastasen para aplacar la furia de aquella armada, las ofreceríamos de buen grado, si bien tememos que ese ejército esté aquí por otros motivos —juntó sus manos y se las acercó al corazón—. A decir verdad, los cátaros somos responsables de esto, pues nuestro grito de amor por Cristo y nuestro llamamiento a la rebelión frente a la ciega opresión del pensamiento han sido escuchados por muchos de vuestros corazones, incluso entre los que no habéis abrazado nuestra doctrina. En este sentido, somos responsables. Culpables no sólo por elevar a Lucifer del grado de ángel al de dios, sino de haberle dado un rostro. Porque Satanás, además de ser el espíritu maligno que induce al pecado, es también el rico avariento, el patrón que no administra, sino azota, el sacerdote que se abandona al lujo y al placer, el obispo que manda ejércitos, el papa que ordena matar y exterminar. No obstante, pedimos igualmente que se nos entregue al legado pontificio porque la hoguera que prenderá quizá consiga aplacar en parte su insaciable sed de sangre. Tomadlo en cuenta, os lo suplico: no será un acto de fe ni de sumisión a un vicario de Satanás sobre la Tierra. Será tan sólo una manera de amainar la furia homicida de quien quiere acabar con vuestra libertad.
El obispo había escuchado con gesto sombrío y desconfiado, que no tardó en mudarse en verdadero abatimiento al oír el enésimo susurro de aprobación de las gentes. Bernard me miraba intensamente, pero yo no quería salir. Sabía que me dejaría llevar por la pasión… y en la catedral ya había demasiada. Pero Yolanda se aferró más a mi mano y fijó su mirada inocente en la mía:
—Venga, cuéntalo todo. Si continúas temiendo por mí, dejarás de ser libre y, en ese momento, nuestro bebé y yo estaremos verdaderamente en peligro.
Bernard continuaba mirándome. Al final, me decidí y subí al altar.
—Eminencia, os lo ruego. ¿Podríais explicar al pueblo aquí reunido por qué figuro en esa lista? ¿Vos sabéis quién soy, verdad?
—Nunca nos hemos visto —respondió con una cierta reserva— y no sé quién sois. ¿Por qué hacéis una pregunta tan tonta a un pobre emisario?
—No sois un simple mensajero, eminencia; sois un representante del legado pontificio Arnauld Amaury y esta lista se debe a vuestra mano. Seguro que el Abad Blanco os habrá dado explicaciones. Tan sólo puedo deciros que no soy judío, ni valdense, ni cátaro, ni ciudadano de Béziers, ni tampoco estoy excomulgado.
—¡Pero vivís en una guarida de herejes! ¡Y preparáis máquinas de guerra para combatir a los soldados de Cristo! ¡Y enseñáis ciencia profana sin el permiso del Santo Padre! ¡Deberíais encabezar la lista!
—Para no habernos encontrado nunca, sabéis mucho de mí —sonreí con amargura.
—¡El general en jefe, Arnauld, intuyó rápidamente quién érais!
—¿Os ha puesto al corriente de que somos viejos conocidos?
—Tan sólo me ha encomendado que convenza al pueblo de que os entregue a la Armada de Cristo, porque sois una criatura peligrosa, peor aún que los cátaros —y lanzó una mirada arrogante a los asistentes.
Un murmullo se levantó entre las gentes, pero Bernard hizo una seña para que se guardase silencio. Proseguí, preso de una emoción cada vez más fuerte.
—Vaya, eminencia, los cátaros son peores que los sarracenos… pero ¡hay alguien peor aún! ¡Alguien como yo! Que Dios me perdone. No quiero caer en la soberbia, pero creo que Arnauld y el papa tienen razón… Y no sólo porque sepamos proyectar máquinas de guerra. Eminencia, el Abad Blanco me conoce muy bien. Hace exactamente dos años, en un día tan caluroso como éste, tuve ocasión de escuchar la voz cavernosa del generalísimo Arnauld —y, volviéndome a la multitud, que guardaba silencio, conté mi historia, aunque sin mencionar los manuscritos—. Eminencia, aquí tenéis a Jordanus Palis o De Nemore, un hombre sencillo que ha escuchado demasiado y que ha sido acogido con cariño por las gentes de esta ciudad, a las que debe demasiado. Y ésta era la ocasión propicia, no sólo para que pudieran conocer mi historia, sino también porque sabrán a todas luces con quién están. Eminencia, he enseñado matemáticas, astronomía y música a los jóvenes de Béziers. Asimismo, venían a aprender de vuestros sacerdotes las virtudes del amor cristiano —mientras decía esto, señalaba a los dos muchachos que lo flanqueaban y a los que conocía bien—. Esos sacerdotes, eminencia, han atraído a muchos jóvenes en las iglesias con su ejemplo de humildad cristiana. Como veis, tampoco todos vuestros religiosos son iguales: hay quienes luchan por enseñar caridad y quienes aspiran al poder ¡y que tienen la absurda pretensión de hacerlo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo! ¡Y no, eminencia! Aquí no está en juego la supervivencia de una doctrina ni se trata de un episodio más de la lucha entre el Bien y el Mal. Lo único que está en juego es la libertad —busqué los ojos de Yolanda—. La libertad que esta ciudad ha conquistado con sangre, cuando fue asolada por el padre del joven Trencavel. Ésta no es una guarida de demonios, lo sabéis: es una ciudad preparada para defender, por sí misma y sin la ayuda de nadie, su libertad. Y si ha sido escogida por el ejército cruzado es porque, para conquistar los países occitanos, Béziers debe ser la primera en tomarse. Arnauld Amaury aspira a la ciudad y al condado de Narbona; el papa desea silenciar la única voz que ha osado levantarse contra él y que podría detener su proyecto para dominar el mundo, y el rey Felipe Augusto sueña con una gran Francia. De ahí que haya quinientos mil hombres a las puertas. Por eso hemos de dejar bien claro que vamos a resistir. Dejemos a Jesucristo en paz, eminencia, y esperemos que no se fije en cuanto se está haciendo en Su nombre —logré encontrar la mirada de Yolanda—. Por mi parte, puedo decir que en estos dos años he aprendido a amar esta ciudad donde reinan el espíritu de la tolerancia, el sentido de la hospitalidad, el amor por la justicia y por la vida. Y me siento parte de ella. Y aceptaré las decisiones que tome el pueblo. Si desean salvaguardar su vida entregándome a Arnauld Amaury con las demás personas, lo aceptaré de buen grado, pues, sea lo que fuere que se decida en esta iglesia, será una decisión libre. Será la elección libre de un pueblo que ahora conoce todas las facetas de la realidad, de un pueblo que no tiene una mente ofuscada y esclavizada, a diferencia del ejército que la rodea.
Rodeado por las aclamaciones y las muestras de afecto de aquellas gentes, volví al lado de Yolanda, quien tenía los ojos enrojecidos por la emoción. Mientras apretaba mi mano sobre su grueso vientre me dijo:
—Será digno de ti.
Bernard esperó a que se aplacase el clamor. Luego, se volvió hacia el obispo, cada vez más entristecido.
—Bien, me había propuesto no intervenir, pero, eminencia, tan sólo querría rogaros que preguntéis al generalísimo Abad Blanco Arnauld Amaury dónde estaba el día de santa María Magdalena hace dos años. Tan sólo eso —y se alisó los cabellos.
El obispo ocultó la mirada tras un velo de desdén, aunque, de repente, sus ojos se dilataron al ver que tomaba la palabra uno de los dos sacerdotes que lo flanqueaban, un joven de cabellos oscuros llamado Andrés.
—Ya que todos han hablado, es justo que se oiga también nuestra voz. Seré sincero: no haré como otros ni me contentaré con dar mi opinión, sino que… ¡intentaré convenceros! No me avergüenzo de ser un sacerdote católico porque he vivido mucho tiempo con vosotros. Os conozco a todos, seáis católicos o no, del mismo modo que me conocéis a mí.
»Libro mi propia batalla con humildad, intentando acoger cuantos fieles me sea posible, mas lo hago con el ejemplo, al igual que los valdenses y los cátaros —con el rostro enrojecido, continuó con su voz henchida de pasión—. El gran papa Gregorio Magno definía nuestro cuerpo como ese abominable vestido del alma. Si hoy fuese juzgado por el abad Arnauld, tened por seguro que, sólo por esta frase, ¡acabaría en la hoguera! Pensad que lo haría aun sabiendo que tal persona hubiese dedicado toda su vida a la evangelización y el amor cristiano. Por ello os digo que debemos estar muy atentos, pues una cosa es creer en una doctrina y hacer todo lo posible por que otros la adopten como guía, y otra muy distinta, matar a alguien porque no piensa lo mismo. ¡Tendréis que matarme a mí antes de que entregue a una sola de estas personas a los cruzados! Nadie tiene derecho a matar. Si creemos en ello, si luchamos por ello, no podemos cometer un acto así. Si ese ejército está sediento de sangre, tened por seguro que esos pocos mártires no lo aplacarán. Medio pueblo de Béziers es católico. Bien, a esa mitad me dirijo. Si en verdad nuestros corazones albergan el amor de Nuestro Señor Jesucristo, debemos ser fieles a nosotros mismos y defender a los otros. Sí, quiero que la Iglesia romana esté a la cabeza del mundo entero, pero mediante el amor, la humildad y el ejemplo de Cristo. No matando. Por eso, dejemos de hablar y votemos. Y que el obispo Renaud vaya de inmediato a contar a su Arnauld que en esta ciudad ni siquiera arrebatarán la vida de un perro, que no pactará con nadie su libertad. Podrán quitárnosla, pero para ello… ¡habrán de matar a cincuenta mil personas! ¡A todos!
La catedral estalló en un coro de exclamaciones. Bernard intentaba imponer un poco de calma, pero fue inútil. El joven sacerdote, a quien miraba espantado el obispo, logró que se escuchase su voz.
—Quienes no quieran entregar a estas doscientas veintitrés personas al ejército de Arnauld, quienes amen la libertad, ¡que levanten la mano!
Un aullido de rabia, liberador, se elevó a mi alrededor. Millares de brazos confirmaron el grito de unión.
En medio del clamor de la multitud que comenzaba a abandonar la catedral, nos levantamos y seguimos al obispo hasta la salida. En la placeta montó sobre un asno pelón. Un grupo de gentes empezó a escarnecerle.
—Pero, eminencia, ¿qué hacéis? ¿Llegáis a caballo y os volvéis a lomos de un burro? Sin duda, es lo que más se ajusta a vuestro espíritu cristiano, ¿no os parece? Huid, escapad de esta guarida del diablo. Pero tened cuidado, pues la sinagoga de Satanás, se encuentra allá abajo ¡en la tienda del Abad Blanco!
Una decena de personas temerosas y avergonzadas se dispusieron alrededor del asno y acompañaron al obispo. Bernard ordenó que no se tocase a ninguna. Quien quisiera irse no debía temer nada. Podía marcharse libremente. Después, con una mirada cargada de determinación, se dirigió al obispo y le devolvió la lista:
—Tomad, eminencia. Nunca la hemos leído. Es más, decid a micer Arnauld que nuestra ciudad es fuerte, que nos sobra coraje y que, antes de abrir las puertas por hambre, estamos dispuestos a devorar a nuestros hijos. Ahora, marchad.
En medio de un último coro de aclamaciones, el anciano obispo, junto con los pocos cobardes, atravesó los muros para volver al campamento de la Armada de Cristo, imprecando en voz alta, en latín, contra aquella malvada
ciudad atestada de riquezas, ávida de lucro y repleta de usureros:
—Béziers! Potens urbs, plena divitiis, inhians lucris et foenore gaudens!
* * *
Cuando el obispo Renaud de Montpeyroux entró en la tienda, Arnauld Amaury conversaba con el duque de Borgoña, el conde de Nevers y Simón de Montfort. El anciano, con mano temblorosa, entregó la lista al hombre de cabellera rojiza y refirió el asunto con pocas palabras. La mandíbula del abad parecía unirse con las orejas de tanto apretar los dientes. Sus ojos estaban inyectados en sangre. La vieja cicatriz en forma de cruz, en el lado izquierdo de la boca, pareció agrandarse bajo la piel dilatada.
—Bien. Que no quede piedra sobre piedra ni se perdone la vida de nadie.
La voz cavernosa pareció sacudir la tienda.
—Disculpad, obispo Renaud —terció el conde de Nevers—. ¿Cuántas almas puede haber hoy en vuestra ciudad?
—Diría que cuarenta o cincuenta mil… Tal vez más, muchas más —respondió entre reverencias el anciano atemorizado.
—¿Y cuántos católicos hay entre ellos? —preguntó el duque de Borgoña.
—No es fácil decirlo, señor… Diría que, al menos, la mitad de la población.
El duque se volvió hacia el general en jefe.
—Disculpadme, Arnauld, pero al entrar en la ciudad… ¿Cómo los reconoceremos? ¿Cómo podremos saber quiénes son los católicos y quiénes los herejes, los valdenses y los judíos?
La mirada del Abad Blanco reflejó una gran ironía mientras su voz cavernosa pronunciaba la sentencia:
—Acabad con todos. Dios reconocerá a los suyos.
Simón de Montfort permaneció impasible.
El duque de Borgoña y el conde de Nevers no dijeron nada, aunque no pudieron evitar una cierta desazón, por no decir malestar, que les impidió degustar plenamente el magnífico vino de los campos de Béziers.
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