Capítulo 18 ¡Muera la inteligencia!

Publicado el 16 de abril de 2022, 21:34

Salamanca, 12 de octubre

A media mañana no cabe una alma en el paraninfo de la universidad. Se va a conmemorar la Fiesta de la Raza. La noble sala presenta un animado aspecto, con los vivos colores de mucetas rojas, amarillas, azul celeste y azul oscuro de los profesores universitarios, que contrastan con los vestidos de fiesta de las señoras, las camisas azules y los uniformes blancos de los falangistas, los uniformes verdes de los legionarios, los caqui de los soldados de tierra y los azul marino de los aviadores.

En la presidencia, en mesa corrida sobre el estrado, se acomodan doña Carmen Polo de Franco, don Miguel de Unamuno (el enteco rector magnífico que preside el acto en nombre de Franco), el cardenal Pla y Deniel, gordo y mofletudo, con su grueso anillo y su esclavina morada, y el general Millán Astray, descarnado, con su parche en el ojo, su horrible cicatriz en la cara y la manga vacía de su manquedad. Asisten, de público, otras autoridades de menor significación, y la inevitable cohorte de barandas y arrimados.

Don Miguel se sienta con gesto serio. Como está en desacuerdo con casi todo lo que está ocurriendo en el país, ha decidido no hablar más de lo estrictamente necesario. Se limitará a conceder la palabra a los oradores previstos.

El viejo pensador lleva en el bolsillo, y le quema, la carta desesperada de la esposa de su amigo, el pastor protestante Atilano Coco, al que van a fusilar por masón (en efecto, lo fusilarán el 8 de noviembre).

Uno de los oradores, Francisco Maldonado de Guevara, pronuncia una especie de mitin en el que denuncia a Madrid, Barcelona y Bilbao como vértices de la anti-España roja opresora de la parte sana del país. Unamuno, nervioso, crecientemente indignado por lo que oye, saca la carta de la mujer de Atilano y anota en el sobre los conceptos más peregrinos que el orador expresa.

—¡No aguanto más! —se le oye rezongar—. ¡No quiero aguantar más! ¡Esto es una vergüenza!

Cuando termina el turno de oradores, el rector de Salamanca se yergue flaco, quijotesco y un punto tembloroso. Pasea su mirada de águila miope por el auditorio.

—Dije que no quería hablar porque me conozco —advierte, en medio del impresionante silencio—. Pero se me ha tirado de la lengua y debo intervenir. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. (…) Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, más no de inquisición.

»Se ha hablado también de catalanes y vascos llamándolos la anti-España; pues bien, por la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, llevo toda la vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Ése sí es un Imperio, el de la lengua española, y no…

En este punto, el general Millán Astray suelta un bufido, da un puñetazo sobre el tablero de la mesa y se levanta gritando:

—¡¿Puedo hablar?! ¡¿Puedo hablar?!

Uno de los legionarios de escolta apresta su fusil ametrallador. Entre el público alguien grita la divisa de la Legión: «¡Viva la Muerte!». Los espectadores, acojonados, se hunden en sus asientos. Millán Astray toma la palabra que nadie le ha otorgado:

—¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña son dos cánceres en el cuerpo de la nación! El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en carne viva y sana como un frío bisturí. La carne sana es la tierra; la enferma, su gente. ¡El fascismo y el ejército arrancarán a la gente para restaurar en la tierra el sagrado reino nacional…!

El general legionario, repetidamente remendado, prosigue su parlamento con voz atropellada que espurrea saliva. Alude a los valientes moros que lo mutilaron, pero que hoy merecen su gratitud porque combaten contra los malos españoles. Se atropella al hablar, pierde el resuello.

El público prorrumpe en vivas a Franco, a España y al ejército. Unamuno adelanta una mano en solicitud de palabra. Se hace el silencio. El rector, con voz firme, explica su postura:

—A veces callar significa mentir; porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia (…) Quisiera comentar el discurso, por llamarlo de algún modo, de Millán Astray (…) Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes (…) Acabo de oír el grito necrófilo e insensato de «¡Viva la Muerte!». Esto me suena lo mismo que ¡muera la vida! Esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador entiendo que fue dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. ¡Y no otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma (…) Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.

»El general Millán Astray no es uno de los espíritus selectos (…) el general Millán Astray quisiera crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por ello desearía ver a España mutilada, como inconscientemente lo dio a entender…

Millán Astray, que se ha mantenido erguido, en posición de firmes, lanzando la mirada asesina de su único ojo al filósofo, no puede contenerse más y grita:

—¡Muera la inteligencia!

Acude al quite, con la pomada, José María Pemán, el fino escritor gaditano arrimado al séquito de Franco:

—¡No! —exclama conciliador—. ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!

Sobre el murmullo de la sala truena nuevamente la voz apocalíptica de Unamuno:

—¡Éste es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto (…) ¡Venceréis, pero no convenceréis! Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho.

En el salón, la gente se ha levantado. Se escuchan voces indignadas contra Unamuno. Llueven los insultos. Un tumulto de puños amenazadores se levanta hacia el filósofo. Esteban Madruga toma a Unamuno de un brazo e indica a doña Carmen Polo, que ha asistido al rifirrafe pálida y hierática, que le tome el otro. El obispo los acompaña con gesto de comparsa. Al salir, Unamuno tropieza y doña Carmen Polo lo sostiene.

—¡Dele usted el brazo a la señora! —le grita Millán Astray. En el pasillo doña Carmen suelta el brazo de Unamuno y se retrae discretamente del tumulto.

Juan Crespo, afiliado al partido monárquico, acompaña al rector a su casa. A partir de este momento, Unamuno estará vigilado por un policía de paisano que seguirá sus pasos en sus raras salidas. Prácticamente es un arresto domiciliario. Días después, el filósofo recibe la visita de Nikos Kazantzakis.

«Se instauró el terror por todas partes y España se halla textualmente despavorida de sí misma —se lamenta—. Creí que el Movimiento salvaría la civilización, al suponerlo fundado en una base cristiana, pero terminé por percatarme de que sólo significaría el triunfo de un militarismo al que me opongo total y absolutamente. A esta gente les une el odio a la inteligencia y por eso fusilan a los intelectuales. Si triunfan, España se transformará en un país de imbéciles (…) sólo queda un terror cruel, sádico y cínico, aún más espantoso porque no proviene de excesos individuales sino de la metódica organización de los dirigentes.» [44]

«A las partidas de criminales, locos de atar y salvajes extra-hombres de ambos bandos, sólo les mueve el resentimiento nacional, la lepra de la envidia, que señaló a fuego Quevedo, y además el rencor contra la inteligencia (…) esto es un infierno. Y el que se adhiere a uno o a otro bando ha de ser sin condiciones y sin piedad.» [45]

Unos días antes de su muerte Unamuno escribe una carta al director del diario ABC de Sevilla:

 

Aunque conozco de antaño, señor mío, su característica mala fe, esta vez quiero decírselo. En el número de ese ABC sevillano de ayer, día 10, leo un suelto que dice: «Carta de don Miguel de Unamuno a todos los centros docentes extranjeros». Pues bien, eso es mentira y usted lo sabe. Primero, hace tiempo que no soy rector de la Universidad de Salamanca desde que esta gente me sustituyó.

Esa carta, acordada en claustro, no es mía sino de la universidad. No la redacté yo. Luego la puso en latín macarrónico un cura cerril.

Y ahora debo decirle que por muchas que hayan sido las atrocidades de los mandos rojos, de los hunos, son mayores las de los blancos, los otros. Asesinatos sin justificación. A dos catedráticos a uno en Valladolid y a otro en Granada por si eran… masones. Y a García Lorca.

Da asco ser ahora español desterrado en España.

Y todo esto lo dirige esa mala bestia ponzoñosa y rencorosa que es el general Mola.

Yo dije que lo que había que salvar en España era la civilización occidental cristiana, pero los métodos no son civilizados sino militarizados, no occidentales sino africanos, ni cristianos sino católicos a la española tradicionalista, es decir anticristianos.

Esto procede de una enfermedad mental colectiva, de una verdadera parálisis general progresiva espiritual, no sin base de la otra, de la corporal. Sobre todo ahí, en esa corrompida Andalucía —de una parte y de otra— este estallido de repugnantes pasiones, resentimientos, envidias. Odio a la inteligencia, se manifiesta en invertidos, sifilíticos y eunucos masturbadores.

No es éste el Movimiento al que yo, cándido de mí, me adherí creyendo que el pobre general Franco era otra cosa que lo que es. Se engañó y nos engañó. (…)

Entre los «hunos» —rojos— y los «hotros» —blancos (color de pus)— están desangrando, ensangrentando, arruinando, envenenando y —lo que para mí es peor— entonteciendo a España. En la España que proclama como Caudillo a Franco —personalmente un buen hombre víctima y juguete de la jauría de hienas— cabrá todo menos franqueza. Ni amor a la verdad. Pero ustedes, los de ABC, podrán seguir envenenando con mentiras, insidias, calumnias…

Le escribo esta carta desde mi casa donde estoy desde hace días encarcelado disfrazadamente. Me retienen en rehén no sé de qué ni para qué. Pero si me han de asesinar, como a los otros, será aquí, en mi casa.

 

Y no quiero seguir. Aún me queda por decir.

 

MIGUEL DE UNAMUNO

 

Salamanca, 11-XII-36.

[44] Carlos Rojas, ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! Salamanca, 1936, Planeta, 1995, p. 182.

[45] Ibid., p. 207.

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