El Estado cordobés entró en crisis en la segunda mitad del siglo IX. A los conatos independentistas de los gobernadores militares de las provincias fronterizas se sumaron las epidemias y las malas cosechas, la corrupción de los funcionarios y la crisis económica generalizada.
«Donde no hay harina todo es mohína», dice el refrán castellano. Para colmo, en la numerosa comunidad cristiana de Córdoba florecieron dos fundamentalistas, Eulogio y Álvaro, que, consternados por la creciente islamización de sus feligreses (muchos de los cuales vestían chilaba, parlaban algarabía, se aficionaban a los baños e imitaban otras costumbres no menos perniciosas de la secta de Mahoma), convocaron a sus ovejas a una tanda urgente de ejercicios espirituales y consiguieron que trece aspirantes al martirio, entre ellos dos mujeres, las vírgenes Flora y María, se presentaran ante la autoridad islámica para insultar a Mahoma. Era un modo expeditivo de alcanzar el martirio, puesto que, en el islam, la blasfemia se castiga con la muerte (aún hoy, recuerden la sentencia que pesa sobre el escritor Salman Rushdie).
Ocurrió lo que se esperaba: las autoridades religiosas dictaron sentencia, y los blasfemos fueron ejecutados. Al olor del martirio, el fundamentalismo cristiano creció y nuevos aspirantes a mártires se presentaron ante los jueces. El movimiento creó un problema de orden público y deterioró las relaciones, hasta entonces pacíficas, de las dos comunidades. El propio Abd al-Rahman II tomó cartas en el asunto y convocó un concilio en Toledo, sede de la máxima autoridad religiosa cristiana, en el que los obispos prohibieron a los fieles que provocasen a los musulmanes. No todos obedecieron, claro, porque, como las actitudes irracionales en seguida encuentran eco, los aspirantes a mártires perseveraban en su suicida actitud. Muhammad I, sucesor de Abd al-Rahman II, actuó con mano dura contra la misma raíz del problema y decapitó al predicador Eulogio (que, naturalmente, la Iglesia proclamó santo). Huérfano de su guía espiritual, el movimiento decreció rápidamente. En total, habían alcanzado la palma del martirio cincuenta y tres cristianos.
Con mártires o sin ellos, la comunidad mozárabe disminuía sin cesar porque, aparte de los que se convertían al islam, muchos otros miembros emigraban a los reinos cristianos. En la medida en que disminuían los contribuyentes cristianos, la presión fiscal sobre los musulmanes aumentaba y, con ella, el malestar de los más desfavorecidos, que finalmente estalló en una serie de revueltas.
Los muladíes (descendientes de cristianos convertidos al islam), descontentos con su condición de ciudadanos de segunda, se alzaron contra la clase árabe dominante. La rebelión más consistente la acaudilló Ibn Hafsun, nieto de cristiano, aunque musulmán de nacimiento, que mantuvo en jaque, durante treinta años, a sucesivos emires de Córdoba.
El nuevo Viriato comenzó sus correrías en la serranía de Ronda, como los bandoleros de faca y trabuco. A poco de alzar el banderín de enganche logró agrupar a una numerosa turba de desheredados, a la que convirtió en un ejército. Dominó un amplio territorio entre Algeciras y Murcia, y algunas grandes ciudades (Écija, Priego, Archidona, Baeza y Úbeda). Finalmente, el emir Abd Allah logró derrotar al rebelde aprovechando que su tardía conversión al cristianismo había enajenado la voluntad de los seguidores musulmanes.
Cuando las cosas comenzaron a irle mal, incluso muy mal, Ibn Hafsun, oportunista como siempre, falleció. Fue en 917. Un cronista árabe le dedicó el siguiente epitafio: «Fue columna de los infieles, cabeza de los politeístas, tea de la guerra civil y refugio de los rebeldes. Su muerte fue anuncio de toda fortuna y prosperidad.»
La tumba de Ibn Hafsun fue profanada, y su cadáver, exhumado. Lo habían sepultado con arreglo al rito cristiano, la cabeza vuelta hacia Oriente y las manos cruzadas sobre el pecho. El macabro trofeo fue exhibido en una puerta de la muralla de Córdoba.
La capital desde la que Ibn Hafsun desafiaba el poder de Córdoba era «un castillo inaccesible a ochenta millas de Córdoba [...] sobre un cerro peñascoso y aislado [...] donde hay muchas casas, iglesias y acueductos» (al-Himyari). La localización de este castillo ha producido tremendos quebraderos de cabeza a los historiadores, que se empeñaron en identificarlo con la villa aragonesa de Barbastro, lo que los obligaba a hacer auténticos malabarismos con el tiempo y las distancias para que cuadraran los plazos en que, según las crónicas, los ejércitos califales acudieron a sitiar la fortaleza. Hoy se acepta que Bobastro estaba en las montañas del norte de Málaga, quizá en las Mesas de Villaverde, lugar evocador, donde hay una iglesia excavada en la roca, o en Masmúyar, junto al pintoresco pueblecito de Comares, donde afloran, entre los olivos, abundantes vestigios de loza medieval e incluso un aljibe subterráneo sostenido por arcos de herradura sobre pilastrillas.
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