Cuando el joven Abd al-Rahman III heredó el trono de su abuelo, al-Andalus estaba en franca decadencia, con los caudillos bereberes, árabes o muladíes desentendidos del gobierno central, la economía en recesión, el comercio exterior en crisis y las arcas del Estado casi exhaustas. Por si fuera poco, en 910 una dinastía fatimí de la secta chiíta, enemiga jurada de los omeyas, se había instalado en el Magreb y conspiraba para extender su dominio hasta al-Andalus.
Abd al-Rahman III no se amilanó. Aprovechando el entusiasmo popular que suscitó la derrota de Ibn Hafsun, se proclamó califa o jefe espiritual de su pueblo. La medida, que su antecesor el primer omeya nunca se atrevió a tomar, no escandalizó a nadie. Corrían ya otros tiempos y hacía años que la unidad espiritual del islam se había roto. Los califas fatimíes del norte de África hacía tiempo que ignoraban la autoridad de Bagdad.
Pacificado y ordenado su reino, el flamante califa andalusí dirigió su mirada a los reinos cristianos del norte, cuyos reyes, envalentonados por la inepta pasividad de los últimos emires cordobeses, se habían vuelto muy osados y lanzaban frecuentes expediciones de saqueo contra la frontera musulmana. Ya iba siendo hora de bajar los humos a tan molestos vecinos. En verano de 939, Abd al-Rahman III se puso al frente de un gran ejército y marchó contra los cristianos, pero le tendieron una celada cerca de Simancas y lo derrotaron. Comprendió que su ejército era poco operativo y que las tropas voluntarias que lo integraban resultaban más un estorbo que una ayuda.
Los ejércitos del islam se han nutrido tradicionalmente de voluntarios porque Mahoma prometió el paraíso a los caídos en Yihad (guerra santa), pero en la época de Abd al-Rahman los voluntarios no eran ya de la misma calidad que los que habían conquistado medio mundo dos siglos antes. Ahora había mucho holgazán procedente de las ciudades, mucho hortelano escaqueado, mucho oportunista más atento a la llamada del rancho que a la instrucción de las armas. No eran adecuados para combatir contra los cristianos, cuya aristocracia había convertido la guerra en la única profesión honorable. Así lo comprendió Abd al-Rahman y, antes de intentar un desquite, reformó radicalmente el ejército, prescindió de las tropas autóctonas y reclutó gran cantidad de mercenarios extranjeros, principalmente eslavos y también cristianos del norte. Más adelante contaría con mesnadas cristianas completas, cedidas por condes cristianos feudatarios de Córdoba. Esta vez planeó cuidadosamente su ataque contra los reinos del norte; incluso construyó dos bases de apoyo en Medinaceli y Gormaz.
¡Gormaz! ¡Qué hermoso parece el castillo más antiguo de Europa, en medio del páramo soriano, recorrido por el majestuoso Duero! Se llega en coche, cómodamente, hasta el pie del muro. Por dentro, el castillo es llano, largo y herboso, como una alameda. El visitante escucha el silbo del viento en el silencio perfecto de sus ruinas y ve recortarse, allá en lo alto, sobre el impoluto cielo azul, el vuelo coronado del buitre.
La Reconquista, ya aceptada como lógica herencia de los desposeídos visigodos, tendría que esperar. Las fuerzas de los reinos cristianos eran tan menguadas que ni siquiera bastaban para defender sus fronteras del renovado ejército de Abd al-Rahman III. Por lo pronto, los amenazados reinos cristianos se apresuraron a enviar embajadas amistosas a Córdoba. Todos tuvieron que pasar por la taquilla: leoneses, navarros, catalanes, incluso los fieros castellanos.
Ya sé que el escéptico lector tiene oído que los cristianos tributaban cien doncellas al año con destino al harén del califa, pero esa piadosa y libidinosa leyenda cristiana es pura fantasía, por más que se esfuerce en acumular datos y que asegure que la vergonzosa contribución databa de los tiempos del rey Mauregato (783) y que sólo dejó de pagarse cuando Santiago Apóstol en persona descendió en su caballo blanco, espada en mano, para capitanear las mesnadas cristianas que derrotaron a los musulmanes en la batalla de Clavijo.
No hubo tal. No hubo batalla de Clavijo. Y ese Santiago Matamoros tan repetido luego, iconográficamente, en los altares e iglesias de España e Hispanoamérica no contiene más verdad que el Guerrero del Antifaz. En la bien urdida patraña de la batalla de Clavijo se apoyaba la Iglesia para exigir el «privilegio de los votos» que obligaba a los cristianos españoles a entregar a la iglesia de Santiago una medida de trigo y otra de vino por cada yugada de tierra. El documento del compromiso que exhibía la Iglesia era una falsificación, claro.
Entonces, ¿qué pagaban los cristianos? Lo corriente, hombre de Dios: cabras, alguna que otra oveja, pieles, grano, leguminosas y otros flatulentos productos de la tierra.
Es cierto, sin embargo, que, como apóstol de España, Santiago era invocado al entrar en combate: «¡Santiago y cierra España!» Cierra España, es decir, guarda a España, pero cerrar también significa «acometer con denuedo». Era una versión cristiana del alarido o grito de guerra musulmán: «¡Mahoma!» La palabra árabe alarido, hoy perfectamente naturalizada castellana, es un buen ejemplo de la gran cantidad de vocablos árabes de uso militar que pasaron al castellano: enacido (espía); almirante, alférez, zaga (reserva que sigue al ejército); alarde (revista de tropas); alcaide (jefe militar de un castillo); algarada (incursión en territorio enemigo); almenara (señal de fuego sobre una torre vigía o atalaya); alcazaba, almudena, alcázar, todas referentes, con pequeñas variantes, a fortificaciones ciudadanas; adalid (guía y especialista en agüeros). Los agüeros eran muy importantes. Tanto cristianos como musulmanes, antes de entrar en batalla, cataban las aves, es decir, hacían pronósticos sobre el vuelo de las que iban encontrando, especialmente si eran cuervos o cornejas, muy abundantes entonces. Unos y otros eran gente crédula y supersticiosa, ya se ve.
Es de suponer que los escépticos de entonces descreían de agüeros e incluso del divino auxilio de Santiago o de Mahoma. De alguno de ellos debe proceder aquella honda reflexión:
Vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos
que Dios protege a los malos
cuando son más que los buenos.
Nunca se estaba seguro. Incluso cuando las cifras cuadraban y la superioridad numérica estaba a favor de uno, la picajosa divinidad podía castigar pretéritos pecadillos ayudando al enemigo. Ya lo dice el poema de Fernán González:
Bien vemos que Dios quiere a moros ayudar.
No sería muy distinta la guerra, con sus menudos lances y trabajos y cuidados, a la que se describe en una carta de la frontera de Granada fechada en 1509: «Los moros son astutos en la guerra y diligentes en ella, los que han sido en los guerrear los conoscen bien y saben armalles. Conoscen a qué tiempo y en qué lugar se ha de poner la guarda, do conviene el escucha, a dónde es necesario el atalaya, a qué parte el escusaña; por do se fará el atajo más seguro e que más descubra. Conosce el espía; sabrála ser. Tiene conoscimiento de los poluos, si son de gente de a pie, e qual de a caballo, o de ganado, e qual es toruellino. Y quál humo de carboneros y quál ahumada; y la diferencia que ay de almenara a la candela de los ganaderos. Tiene conoscimiento de los padrones de la tierra, y a qué parte los toma, y a qué mano los dexa. Sabe poner la celada, y do irán los corredores, e ceuallos sy le es menester. Tiene conoscimiento del rebato fechizo, y quál es verdadero. Dan avisos. Su pensar continuo es ardiles, engaños e guardarse de aquéllos. Saben tomar rastro, y conocen de qué gente, y aquél seguir. Tentarán pasos e vados, e dañallos o adoballos según fuere menester. Y guían la hueste. Buscan pastos y aguas para ella, y montañas o llanos para aposentallos. Conocen la disposición de asentar más seguro el real; tentarán el de los enemigos...»
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