LA DIVISIÓN DEL trabajo debería situarse por derecho propio como una de las características fundamentales del capital. Se refiere a la capacidad humana de descomponer actividades productivas y reproductivas complejas en tareas específicas pero más simples que pueden ser realizadas por distintos individuos, ya sea temporal o permanentemente. El trabajo especializado de muchos individuos se reúne en una totalidad mediante la cooperación organizada. A lo largo de la historia, las divisiones del trabajo han ido cambiando y evolucionando dependiendo de condiciones internas y externas que afectaban a una sociedad particular. El problema central que plantea la división del trabajo es la relación entre las partes y el todo y quién (si es que lo hay) asume la responsabilidad de la evolución conjunta.
El capital heredó esa división del trabajo y la reconfiguró espectacularmente a su propia imagen durante toda su historia. Por esa razón incluyo esta contradicción en la categoría de las «cambiantes», ya que se está revolucionando continuamente en el mundo organizado por el capital. La división del trabajo vigente en la actualidad es radicalmente diferente, hasta el punto de ser prácticamente irreconocible, de la que prevalecía, digamos, en 1850. La evolución de la división del trabajo bajo el capital tiene sin embargo un carácter muy especial, ya que, como todo lo demás, se orienta primordialmente hacia al sostén de la ventaja competitiva y la rentabilidad, que no tienen necesariamente nada que ver –excepto accidentalmente– con la mejora de las calidades del trabajo y la vida y ni siquiera con la mejora en general del bienestar humano. Si se producen mejoras fundamentales en el modo de vida y de trabajo, como efectivamente sucede, es más bien como efecto colateral o consecuencia de reivindicaciones y presiones políticas que emanan de poblaciones rebeldes y descontentas. Después de todo, el vasto incremento de producto físico cada vez más barato que producen divisiones del trabajo más eficientes debe consumirse de algún modo y en algún lugar si se quiere realizar el valor producido. Por otro lado, también se verifican muchos daños colaterales (por ejemplo, en el medio ambiente), que hay que tener en cuenta.
Las contradicciones en la división del trabajo son abundantísimas. Hay que hacer sin embargo una distinción general e importante entre la división técnica y la división social del trabajo. Con la primera aludo a las
distintas tareas concretas en una serie compleja de operaciones que cualquiera puede hacer en principio, como vigilar una máquina o fregar el suelo, mientras que la segunda se refiere a las tareas especializadas que sólo personas con el adecuado entrenamiento o estatus social pueden realizar, como los médicos, los programadores de software o los camareros en un restaurante de cinco estrellas. Menciono este último ejemplo para enfatizar que las divisiones y definiciones existentes a menudo dependen tanto de habilidades sociales, culturales e interpersonales y de la actitud personal como de la experiencia y formación técnica.
Hay muchas otras distinciones a tener en cuenta, como las debidas a la naturaleza (por ejemplo, la maternidad), la cultura (por ejemplo, la situación de las mujeres en la sociedad); entre ciudad (urbano) y campo (rural); intelectual y manual; social (en toda la sociedad en general) y local (dentro de una empresa o corporación); de cuello azul y de cuello blanco; cualificado y no cualificado; productivo y no productivo; doméstico (hogar) o asalariado; simbólico o material, etc. Están también las distinciones sectoriales entre el sector primario (agricultura, silvicultura, pesca y minería), el secundario (industria y manufactura), el terciario (servicios y los subsectores de finanzas, seguros y propiedad inmobiliaria, que han cobrado mayor relevancia en los últimos tiempos) y lo que algunos prefieren considerar como el cuarto sector compuesto por actividades culturales y basadas en el conocimiento, cada vez más importantes. Como si todo esto no fuera bastante, la clasificación de los distintos sectores y ocupaciones en los censos engloba generalmente más de cien categorías.
En la medida en que tales distinciones y oposiciones pueden ser fuente de tensión y antagonismo, pueden entrechocar y convertirse en contradicciones que desempeñan algún papel en la generación y resolución de crisis. Al analizar los movimientos de rebelión, sería muy raro que las causas y los participantes activos no se encontraran en una u otra de esas oposiciones o en los correspondientes sectores. En la teoría socialista ha sido tradicional, por supuesto, privilegiar al proletariado industrial (los trabajadores «productivos» dentro de la división general del trabajo) como vanguardia de la transformación revolucionaria. Los oficinistas, empleados de banca, trabajadoras domésticas y barrenderos nunca han sido considerados como agentes revolucionarios, mientras que los mineros, trabajadores del automóvil o del metal y hasta los profesores y maestros de escuela sí lo han sido.
La mayoría de esos dualismos resultan ser distinciones toscas que nos ayudan muy poco a entender un mundo cada vez más complejo e intrincado sometido permanentemente a transformaciones revolucionarias. Es, sin embargo, útil e importante registrar desde un principio cómo se solapan las bases técnicas y sociales de esas distinciones, ya que las categorías implicadas en la definición de la división del trabajo han entremezclado siempre consideraciones técnicas y sociales de forma a menudo confusa y equívoca. Durante mucho tiempo, por ejemplo, se definió el trabajo cualificado en términos de género, de modo que cualquier tarea que las mujeres pudieran realizar –por difícil o compleja que fuera– se consideraba no cualificada, simplemente porque las mujeres podían realizarla. Y peor todavía, a las mujeres se les atribuían con frecuencia esas tareas por razones llamadas «naturales» (cualquier cosa, desde los dedos más ágiles hasta un temperamento supuestamente sumiso y paciente dictado por la naturaleza). Por esta razón, en el París del Segundo Imperio los hombres se oponían enérgicamente al empleo de mujeres, ya que sabían que llevaría a la reclasificación de su trabajo como no cualificado y, por lo tanto, con una menor remuneración. Aunque la cuestión era en aquella época muy específica, ha sido seguramente un factor clave en la determinación de los distintos niveles de remuneración en el mercado laboral global contemporáneo. La gran feminización que se ha producido a escala mundial, tanto del trabajo mal pagado como de la pobreza, atestigua claramente la importancia de ese tipo de juicios, para los que no existe ninguna base técnica. Las cuestiones de género han motivado también largos debates sobre el papel que cabe
asignar al trabajo doméstico frente al trabajo asalariado. Aunque es una cuestión importante en el capitalismo y sin duda forma parte de muchas crisis personales en los hogares, ha tenido muy poca influencia directa en el desarrollo del capital, excepto en lo que atañe a la tendencia general que desde hace mucho tiempo tiende a ampliar el mercado mercantilizando cada vez más tareas domésticas (cocina, limpieza, lavado del cabello y hasta el corte de uñas y la manicura). La campaña por los salarios devengados por el trabajo doméstico parece, sin embargo, seriamente desviada de una perspectiva anticapitalista, porque no hace más que profundizar la penetración de la monetización y la mercantilización en las intimidades de la vida cotidiana, en lugar de utilizar las labores domésticas como palanca para tratar de desmercantilizar tantas tareas sociales como fuera posible.
Es ahí donde las contradicciones del capital y del capitalismo se solapan parcialmente. Desde hace mucho tiempo se han asociado con frecuencia determinados oficios, por ejemplo, y a veces con exclusividad, a determinados grupos étnicos, religiosos o raciales de una población. No es sólo el género el que motiva distinciones dentro de la división del trabajo. Esas asociaciones, que seguirán evidenciándose, no son meros residuos de un pasado muy complicado. Muchos programadores y desarrolladores de software (una categoría ocupacional totalmente nueva) provienen del sur de Asia y Filipinas se especializa en el suministro y exportación de trabajadoras domésticas a muchos países del mundo (desde Estados Unidos a los países del Golfo Pérsico y Malasia). Las grandes migraciones de mano de obra que han tenido lugar tanto históricamente como en tiempos recientes han establecido con frecuencia vínculos entre ciertos lugares de origen y ocupaciones específicas en el país de acogida. El Servicio Nacional de Salud británico no podría ni siquiera funcionar sin la inmigración de distintos grupos de lo que fue en otro tiempo el Imperio británico. En los últimos años se han registrado corrientes de migrantes (principalmente mujeres) de Europa Oriental (Polonia, Lituania, Estonia, etc.) para realizar diversas tareas en los sectores llamados «del ocio» en gran parte de Europa Occidental, incluida Gran Bretaña (desde la limpieza en los hoteles hasta el servicio en restaurantes y bares). Los migrantes mexicanos y caribeños se especializan en la cosecha de cereales y frutas en la costa tanto oriental como occidental de Estados Unidos.
La asignación de distintas personas a diferentes tareas está asociada con niveles diferentes de remuneración. Prejuicios y discriminaciones étnicas, raciales, religiosas y de género están profundamente arraigadas en la segmentación y fragmentación del mercado laboral en su conjunto y en particular en las diferencias salariales. Los empleos considerados sucios y humillantes, por ejemplo, están típicamente mal pagados y se dejan a los migrantes más desvalidos y vulnerables (a menudo los que carecen de un permiso legal de residencia), mientras que los migrantes expertos en programación informática procedentes del sur de Asia reciben a veces automáticamente el estatus de trabajador cualificado. Lo que es aún más odioso es que el nivel de remuneración también varía según el género, la raza y la etnia entre trabajadores con la misma ocupación y tareas idénticas.
Las luchas por el estatus dentro de la división del trabajo y el reconocimiento de la cualificación pertinente se remiten de hecho a las diferentes oportunidades y nivel de vida para los trabajadores, pero también –y ahí está el núcleo del problema– a la rentabilidad para el capitalista. Desde el punto de vista del capital es útil, si no crucial, disponer de un mercado laboral segmentado, fragmentado y muy competitivo, lo que alza barreras a la organización coherente y unificada de la fuerza de trabajo. Los capitalistas pueden aplicar, y a menudo lo hacen deliberadamente, una política de divide y vencerás fomentando tensiones interétnicas, por ejemplo. La competencia entre grupos sociales que se enfrentan por mejores posiciones dentro de la división del trabajo se convierte en un medio primordial por el que la mano de obra en general pierde poder y el capital puede ejercer un control mayor y más completo, tanto en el mercado laboral como en el lugar de trabajo. Las formas típicas de organización sindical por sectores más que por zonas geográficas también inhiben la acción unificada de los trabajadores, aunque los sindicatos se esfuercen por ir más allá de los intereses de sus propios miembros.
La dinámica histórica de la lucha de clases en el capitalismo como totalidad con respecto a las cualificaciones, su especificación y su nivel de remuneración es una de las más importantes y todavía está por escribir desde una perspectiva crítica. Las siguientes observaciones no pasan por tanto de ser meros preliminares.
Cuando el capital entró en escena como forma de acumulación primordial y ya no ocasional y juzgó necesario tener el control de los procesos de trabajo en la producción industrial, encontró a mano una división del trabajo y una estructura de cualificaciones profundamente enraizada en los oficios del trabajo artesanal. «Carnicero, panadero o candelero» eran ocupaciones en las que los trabajadores podían cultivar sus habilidades y tratar de asegurar su posición social futura. En las primeras décadas del capitalismo, la mayoría de la población europea se dedicaba a la agricultura (como campesinado con o sin tierras) o a los servicios (sobre todo sirvientes domésticos y lacayos) para los monarcas, la aristocracia terrateniente y los comerciantes capitalistas, tareas que exigían un tipo especial de habilidades interpersonales, domésticas y sociopolíticas. El trabajo artesanal en las ciudades abarcaba toda una variedad de oficios que solían estar regulados por los correspondientes gremios y por el sistema de aprendizaje mediante el que éstos ejercían un poder monopolista sobre el acceso a una destreza, garantizando una experiencia técnica específica. Los carpinteros aprendían a utilizar sus herramientas y lo mismo sucedía con los joyeros, relojeros, herreros, tejedores, zapateros, fabricantes de armas, etc. Mediante la organización corporativa de los gremios, distintos grupos de trabajadores podían asegurarse y mantener cierto estatus en la escala social y un nivel de remuneración más alto por su trabajo.
El capital tuvo que batallar con ese poder monopolístico de la mano de obra sobre sus condiciones de producción y su proceso de trabajo, y lo hizo en dos frentes. En primer lugar, asentó gradualmente su propio poder monopolístico en relación con la propiedad privada sobre los medios de producción, privando así a los trabajadores de los medios para reproducirse fuera de la supervisión y control del capital. El capitalista podía enton-ces reunir bajo su dirección a muchos artesanos de oficios diferentes en un proceso de trabajo colectivo para producir cualquier cosa, desde clavos a máquinas de vapor y locomotoras. Aunque la estrecha base técnica y la correspondiente cualificación de las tareas individuales no cambiaron mucho, la organización de la producción mediante la cooperación y la división del trabajo ensamblando las diferentes tareas permitió obtener notables aumentos de eficiencia y productividad. La rápida caída de los precios de mercado de las mercancías así producidas llevó a la ruina a los oficios tradicionales y a las formas artesanales de producción.
Esa división del trabajo fue no sólo extensamente analizada sino también elevada a los altares por Adam Smith en La riqueza de las naciones, publicada en 1776. En el famoso caso de la fábrica de alfileres, Smith insistía en que la división organizada del trabajo en el seno del proceso de producción llevaba a inmensas mejoras de eficiencia técnica y productividad del trabajo. Aprovechando las distintas habilidades y talentos de los trabajadores, el aumento conjunto en productividad y rentabilidad mediante lo que Marx llamaría más tarde «la división del trabajo en tareas» [Teilung der Arbeit in ihre verschiednen Sonderoperationen] dentro de la empresa quedaba asegurada, de lo que Smith infirió que el recurso general a divisiones sociales del trabajo entre empresas y entre sectores tendría un efecto similar. A este respecto Marx se esforzó en señalar que el mecanismo de coordinación ya no podía ser el capitalista individual distribuyendo la actividad cooperativa común según principios racionales de diseño, sino un conjunto de coordinaciones más caótico y anárquico en el que las señales volátiles de los precios en el mercado serían cruciales para la determinación de divisiones cuantitativamente racionales de la actividad productiva en distintas empresas y sectores. Smith, reconociéndolo, instó al Estado a no intervenir en general en la fijación de los precios (excepto en el caso de los servicios públicos y monopolios naturales) y a seguir una política de laissez-faire para asegurar que la mano oculta del mercado pudiera hacer su trabajo con la mayor eficiencia posible. Hasta el día de hoy, teóricos y gobernantes han seguido poniendo equivocadamente gran fe en una «hipótesis de mercado eficiente» para la coordinación, no sólo dela producción, sino también de las actividades financieras que se descompusieron con tan mala fortuna en septiembre de 2008. Marx concluía que la anarquía caótica del mercado sería una fuente constante de alteraciones en el equilibrio de los precios y que esto desestabilizaría la división social del trabajo, haciéndola proclive a la crisis.
El otro frente de ataque, que yo creo más profundo y de mayor alcance, contra los potenciales poderes de monopolio de los trabajadores, surgió de la senda evolutiva del cambio tecnológico capitalista. Gran parte de esa evolución pretendía directa o indirectamente socavar el poder de los trabajadores, tanto en el lugar de trabajo como en el mercado laboral. El sesgo del cambio tecnológico ha ido siempre en contra de los intereses de los trabajadores y en particular contra el tipo de poder que estos adquirían mediante el dominio de habilidades escasas y monopolizables. Una tendencia importante de las relaciones capital-trabajo es la que apunta a la descualificación, fenómeno que Marx ya había señalado en El capital y que volvió a cobrar protagonismo en la influyente y controvertida obra de Harry Braverman Labor and Monopoly Capital, publicada en 1974 1 . Braverman argumentaba que el capital, en particular en su forma monopolista, tenía gran interés en degradar la cualificación de los trabajadores y destruir así cualquier sensación de orgullo que pudieran sentir por su trabajo, al mismo tiempo que les arrebataba poder, en particular en el lugar de producción. A este respecto ha habido una larga historia de luchas. En el siglo XIX los ideólogos del capital –en particular Charles Babbage y Andrew Ure– fueron muy citados por Marx como prueba de la querencia del capital por la descualificación. Braverman insistía parecidamente en los esfuerzos de Frederick Taylor y su gestión científica para descomponer los procesos de producción hasta el punto en que un «gorila entrenado» fuera capaz de realizar esas tareas. La «ciencia» aplicada aquí consistía en combinar los estudios sobre tiempo y movimiento con técnicas de especialización para simplificar todas las tareas, a fin de maximizar la eficiencia y minimizar los costes de producción en todas y cada una de las actividades de una empresa.
Tanto Marx como Braverman reconocían que se requeriría cierta recualificación para poner en práctica los grandes cambios técnicos y organizativos asociados a la descualificación de la gran mayoría de los trabajadores. La introducción de la línea de montaje empoderaba a los ingenieros que la instalaban y gestionaban, del mismo modo que los ingenieros participantes en la robotización o la aplicación de los ordenadores tuvieron que adquirir nuevas habilidades para realizar sus tareas. Los críticos de Marx y Braverman han señalado correctamente que los escritos de Babbage, Ure y Taylor eran esencialmente folletos utópicos que nunca fueron aplicados plenamente, en parte debido a la intensa resistencia de los trabajadores y en parte porque la vía seguida por la evolución del cambio tecnológico no estaba ni está únicamente dirigida a controlar a los trabajadores.
Nuevas tecnologías han exigido a menudo redefiniciones de las habilidades que dotan de ciertas ventajas a determinados grupos de trabajadores. Esto resulta ser mucho más importante de lo que Marx o Braverman suponían. Lo que el capital pretende no es la erradicación de la cualificación per se, sino la abolición de las habilidades monopolizables. Cuando cobran importancia nuevas habilidades como la programación informática, el afán del capital no es necesariamente la abolición de esas habilidades (algo que puede en último término lograr mediante la inteligencia artificial) sino socavar su carácter de monopolio potencial abriendo abundantes avenidas para la formación en ellas. Cuando la mano de obra equipada con habilidades de programación pasa de ser relativamente pequeña a superabundante, eso rompe su poder de monopolio y reduce el coste de ese trabajo a un nivel mucho menor. Cuando los programadores abundan, el capital se siente muy feliz al señalarlo como una forma de trabajo cualificado, hasta el punto de concederles un nivel más alto de remuneración y mayor respeto en el lugar de trabajo que a los demás.
1 Harry Braverman, Labor and Monopoly Capital, Nueva York, Monthly Review Press, 1974.
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