Del mismo modo que la evolución de la tecnología ha tendido por su propia dinámica autónoma hacia una mayor complejidad, las divisiones del trabajo se han multiplicado rápidamente y se han transformado cualitativamente. No se ha tratado de una evolución lineal simple, en parte porque ha influido la dinámica de la lucha de clases, aunque en la mayoría de los casos en beneficio del capital. En la industria siderúrgica estadounidense, por ejemplo, el número de habilidades especializadas (y por lo tanto en cierta medida monopolizables) era enorme en la década de 1920, pero fue disminuyendo, en particular después de que la legislación laboral de la década de 1930 creara la National Labor Relations Board , que tenía poderes para resolver disputas jurisdiccionales internas sobre la cualificación requerida para hacer esto o lo otro en un sector particular. En la industria siderúrgica contemporánea el conjunto de habilidades cualificadas es mucho más simple y reducido que hace algún tiempo. Por otro lado, han proliferado los especialistas en medicina, banca o finanzas, mientras que el surgimiento de sectores totalmente nuevos asociados con la electrónica y la informática ha generado una inmensa variedad de nuevas ocupaciones y especificaciones de empleo. El abanico de especialidades reconocidas por el aparato regulador del Estado (la Food and Drug Administration y muchas otras instituciones como el Controller of the Currency y la Securities and Exchange Commission) ha crecido astronómicamente en los últimos años.
La rápida extensión y el explosivo aumento de complejidad de la división técnica y social del trabajo se han convertido en el rasgo fundamental de una economía capitalista moderna. Esa evolución no se ha producido como consecuencia de un diseño y decisión consciente y general (no existe un Ministerio de la División del Trabajo que regule o decida nada). Pero hay un Ministerio de Trabajo. Ha evolucionado en paralelo con los cambios tecnológicos y organizativos impelidos por las fuerzas sistémicas antes señaladas. Y esto a pesar de las simplificaciones de las especificaciones ocupacionales realizadas en ciertos sectores industriales (como el siderúrgico o el automotriz) y la desaparición de ocupaciones anacrónicas (como la de farolero y en los países avanzados la de acarreador de agua o la de trapero). Por esos medios se han conseguido significativos aumentos de la productividad del trabajo y del volumen y variedad de la producción. Una consecuencia adicional ha sido el aumento de la interdependencia económica en el seno de poblaciones y en áreas geográficas cada vez mayores y el surgimiento de una división del trabajo internacional que también requiere consideración. Esto implica crecientes problemas de coordinación en la división social del trabajo y la creciente probabilidad de perturbaciones en cascada como respuesta a la volatilidad de las señales de mercado. La coordinación mediante el mando, el control y las relaciones contractuales de suministro en toda una cadena de producción y distribución se ha hecho por consiguiente más común en ciertas líneas productivas: la demanda empresarial de insumos (en la industria automovilística, por ejemplo, de motores, piezas, neumáticos, parabrisas, dispositivos electrónicos, etc.) se especifica y contrata fuera del mercado. Pero con la paulatina simplificación de tareas y la progresiva complejidad de coordinaciones aparecen crecientes riesgos de fallos y de consecuencias no pretendidas. Esto introduce una capa totalmente nueva en la división del trabajo y un vasto ejército de nuevas ocupaciones que incluyen servicios logísticos, legales, financieros, mercadotécnicos, publicitarios y otros. Las cuestiones de seguridad y prevención de riesgos (en todo, desde las líneas aéreas hasta la industria farmacéutica y el suministro de alimentos) también se hacen más acuciantes, así como el aparato de vigilancia, seguimiento y control de calidad en diferentes actividades. La proliferación de divisiones del trabajo en la economía se refleja en la proliferación de secciones burocráticas de la autoridad administrativa y reguladora, no sólo dentro de un aparato de Estado típico, sino también internamente en muchas instituciones, tales como los hospitales, universidades y sistemas escolares.
La división del trabajo en su conjunto ha experimentado una gran transformación durante el último medio siglo, por lo que muchas de las investigaciones realizadas por autores críticos del siglo XIX como Karl Marx, Ferdinand Tönnies, Emile Durkheim y Max Weber no abordan algunas de las cuestiones contemporáneas decisivas. En el pasado, los estudios sobre la división del trabajo se concentraban en gran medida en la organización industrial y el trabajo de fábrica en contextos nacionales particulares y sus descubrimientos siguen siendo seguramente válidos; pero la creciente complejidad y el ámbito geográfico cada vez mayor de las divisiones del trabajo supone un salto cualitativo en cuestión de coordinación. Suponen además nuevos problemas debido a la proliferación de funciones de la vigilancia estatal y la autoridad burocrática y los grandes cambios en las formas de organización de la sociedad civil. Muchas de esas divisiones del trabajo y de autoridad se entrecruzan y se alimentan mutuamente, mientras que otras se escalonan jerárquicamente. También estamos cada vez más sometidos a lo que Timothy Mitchell llama «el dominio de los expertos» 2 . El conocimiento experto ha desempeñado siempre un papel crucial en la historia del capital y el poder de los expertos es difícil de desafiar. Versiones anteriores –el «hombre de la organización», los «mandarines» y otros parecidos– atrajeron la atención hacia el surgimiento de una capa autocrática y jerárquica dentro de la división del trabajo. Está bastante claro que el papel de los expertos ha crecido exponencialmente durante las últimas décadas y esto plantea un serio problema para la transparencia y legibilidad del mundo en que vivimos. Todos dependemos de expertos para arreglar nuestro ordenador, diagnosticar nuestras enfermedades, diseñar nuestro sistema de transportes o garantizar nuestra seguridad. Que por otro lado no está garantizada.
Durante la década de 1970 se introdujo una nueva perspectiva en la discusión con el surgimiento de la llamada «nueva división internacional del trabajo». David Ricardo, apelando a la doctrina de las ventajas comparativas, había insistido hace mucho tiempo en los beneficios que se derivarían de la especialización en cada país y del comercio entre ellos. La especialización dependía en parte de factores naturales (no es posible cultivar bananas o café en Canadá, del mismo modo que no es posible extraer cobre o petróleo allí donde no lo hay); pero también derivaba de características sociales como la cualificación en el trabajo, los dispositivos institucionales, los sistemas políticos y las configuraciones de clase, junto con los hechos brutos del saqueo colonial y neocolonial y del poder geopolítico y militar.
Pero es innegable que desde la década de 1970 el mapa global de la división internacional del trabajo ha experimentado una serie espectacular de mutaciones. Los distritos industriales que habían sido el corazón del dominio global del capital desde 1850 fueron desmantelados y abandonados. El capital productivo comenzó a trasladarse lejos y las fábricas de Japón, Corea del Sur, Singapur, Taiwán y luego China, aún más espectacularmente, se unieron a los nuevos centros de trabajo fabril en México, Bangladesh, Turquía y muchos otros países del mundo. Occidente quedó cada vez más desindustrializado, mientras que Oriente y el Sur global se convirtieron en centros de producción industrial de valor junto con su papel más tradicional de productores de materias primas y extractores de recursos para el mundo industrializado. Una curiosa característica de esas mutaciones es que la industrialización, que en el pasado había sido siempre una vía segura para el aumento de la renta per cápita, podía asociarse ahora en algunos casos, como el de Bangladesh, con la perpetuación de la pobreza y no con la prosperidad de la riqueza. Lo mismo podía decirse de los países que cobraban protagonismo debido a sus recursos naturales como el petróleo o algunos minerales. Sufrieron la plaga de la llamada «maldición de los recursos» en la que rentas y royalties eran secuestrados por una élite dejando a la mayoría de la población en una abyecta pobreza (Venezuela antes de Chávez era un paradigma al respecto). Occidente se concentró cada vez más en la extracción de rentas mediante el desarrollo del sector de las finanzas, seguros y propiedad inmobiliaria, junto con la consolidación de un régimen de derechos de propiedad intelectual, patentes, productos culturales y monopolios corporativos (como Apple, Monsanto, las grandes empresas de la energía, las farmacéuticas, etc.). Las actividades basadas en el conocimiento que empleaban una fuerza de trabajo entrenada en lo que Robert Reich llama el «trabajo simbólico» (diferenciándolo del trabajo manual) se hicieron también más decisivas 3 . Mientras ocurrían todos esos cambios parecía haber también un lento desplazamiento tectónico en las relaciones de poder y las configuraciones geopolíticas de la economía global. El flujo de riqueza desde Oriente hacia Occidente que había prevalecido durante dos siglos se invirtió y China se convirtió en centro dinámico del capitalismo global mientras Occidente, tras el crac financiero de 2008, perdía gran parte de su impulso.
¿Dónde radican entonces las contradicciones principales en todo esto? Dicho simplemente, la inversión de los flujos de riqueza y la reconfiguración de los poderes geopolíticos plantean peligros adicionales de conflictos globales que antes no existían. Aunque esos conflictos están enraizados en las condiciones económicas y tienen consecuencias significativas sobre las mismas, no creo que los conflictos económicos y militares surjan de las contradicciones del capital como tal. El grado de autonomía existente en el funcionamiento de la lógica territorial del poder de un Estado en el seno del sistema interestatal global dispone de demasiada holgura para que funcione ningún determinismo económico simple. Una importante conflagración en Oriente Próximo, por ejemplo, estaría indudablemente relacionada con la producción de petróleo y los diferentes intereses geopolíticos y económicos que se aglomeran en torno a la explotación de ese recurso global clave, y ciertamente tendría un enorme impacto económico (como sucedió con el embargo del petróleo en 1973). Pero sería equivocado inferir de esto que las contradicciones del capital son de por sí la causa de un conflicto semejante.
También es evidente que la creciente complejidad en la división del trabajo pone al descubierto nuevas vulnerabilidades. Pequeñas perturbaciones en una cadena de producción pueden tener graves consecuencias. Una huelga en una fábrica de piezas automovilísticas clave en un lugar del mundo puede detener todo el sistema de producción en todas partes. Pero también se puede argumentar, con mayor credibilidad, que la creciente complejidad y proliferación geográfica de lazos dentro de la división global del trabajo proporciona una seguridad mucho mayor contra las calamidades locales. En el pasado precapitalista una mala cosecha de grano en Rusia significaba una hambruna local y la muerte de cientos de miles de personas, pero ahora existe un mercado mundial del grano al que se puede recurrir para compensar las malas cosechas locales. En nuestra época no hay razones técnicas para hambrunas locales, precisamente debido a la forma en que funciona la división global del trabajo. Cuando se producen hambrunas (como sucede desgraciadamente con demasiada frecuencia), se debe invariablemente a causas sociales y políticas. La última gran hambruna en China, en la que pudieron morir hasta 20 millones de personas en la época del «Gran Salto Adelante», se produjo precisamente porque China estaba entonces aislada del mercado mundial por una decisión política. Tal acontecimiento no podría suceder ahora en China. Esto debería ser una saludable lección para todos aquellos que sitúan su fe anticapitalista en la perspectiva de una soberanía alimentaria local, la autosuficiencia local y el desacoplamiento de la economía global. Liberarse de las cadenas de la división internacional del trabajo organizado en beneficio del capital y las potencias imperialistas es una cosa, y otra muy distinta intentar desacoplarse del mercado mundial en nombre de la antiglobalización; a mi juicio sería una alternativa potencialmente suicida.
La contradicción principal en el uso por el capital de la división del trabajo no es técnica, sino social y política. Se resume en una palabra: alienación. Los indudables y asombrosos aumentos de productividad, volumen producido y rentabilidad que consigue el capital en virtud de su organización de la división técnica y social del trabajo se producen a expensas del bienestar mental, emocional y físico de los trabajadores en su empleo. El trabajador, sugiere por ejemplo Marx, se ve típicamente mutilado y reducido a una «persona fragmentaria» [Teilmensch] en virtud de su atadura a una posición fija en una división del trabajo cada vez más compleja. Los trabajadores se ven aislados e individualizados, alienados mutuamente por la competencia, alienados de una relación sensual con la naturaleza (con su propia naturaleza como seres humanos apasionados y sensuales y con el mundo externo). Cuanta más inteligencia se incorpora a las máquinas, más se fragmenta la unidad entre los aspectos mentales y manuales del trabajo. Los trabajadores se ven privados de retos mentales o posibilidades creativas. Se convierten en meros operadores de máquinas, en sus apéndices más que dueños de su propio destino y fortuna. La pérdida de cualquier sentido de totalidad o de autoría personal disminuye las satisfacciones emocionales. Cualquier creatividad, espontaneidad o atractivo queda proscrito. La actividad al servicio del capital se convierte en algo vacío y sin sentido. Pero los seres humanos no pueden vivir en un mundo desprovisto de todo sentido.
Las reflexiones de ese tipo sobre la condición humana bajo el dominio del capital no eran privativas de Marx. Se pueden encontrar ideas similares en los escritos de Weber, Durkheim y Tönnies. Incluso Adam Smith, el gran paladín de la división del trabajo y apologista de su contribución a la eficiencia, productividad y crecimiento humanos, temía que la asignación de los trabajadores a una sola tarea dentro de una división del trabajo compleja equivaliera a condenarlo a la ignorancia y la estupidez. Autores posteriores como Frederick Taylor, menos preocupados que Smith por los «sentimientos morales», se mostraban más indulgentes; a él le parecía perfecto que todos los trabajadores actuaran como gorilas entrenados más que como seres humanos apasionados. También a los capitalistas, como señalaba el novelista Charles Dickens, les gusta pensar en sus trabajadores como «manos», prefiriendo olvidar que también tienen estómago y cerebro.
Pero –decían los críticos más perspicaces del siglo XIX– si es así cómo vive la gente en el trabajo, ¿cómo pueden imaginar algo diferente cuando vuelven a casa por la noche? ¿Cómo se podría establecer un sentido de comunidad moral o de solidaridad social, de formas colectivas y significativas de pertenencia y vida que no estén teñidas por la brutalidad, la ignorancia y la estupidez que envuelve a los obreros en el trabajo? ¿Cómo, sobre todo, se supone que los trabajadores pueden desarrollar conciencia alguna de dominio sobre su propio destino y su fortuna cuando dependen tan profundamente de una multitud de gente distante, desconocida y en muchos aspectos incognoscible, que les pone el desayuno sobre la mesa cada día?
La multiplicación y creciente complejidad de la división del trabajo bajo el capital deja pocas posibilidades para el desarrollo personal o la autorrealización por parte del trabajador. Vamos, un robot, pero de carne y hueso, y ahí radica uno de los problemas y conflictos que surgen en este tema. Nuestra capacidad colectiva de explorar libremente nuestro potencial como seres humanos aparece bloqueada. Pero hasta Marx, que llega a su nivel más lúgubre al describir las alienaciones que derivan del uso por el capital de la división del trabajo, ve destellos de nuevas posibilidades en las condiciones que dicta esa misma división del trabajo, e insinúa que no todo está perdido para los trabajadores, en parte por razones que el propio capital se ve obligado a proporcionar. La rápida evolución de la división del trabajo bajo la influencia de fuertes corrientes de cambio tecnológico requeriría, argumentaba, una mano de obra flexible, adaptable y en cierta medida educada.
La gran industria [...] convierte en cuestión de vida o muerte el reconocimiento del cambio en los trabajos y de la mayor versatilidad posible de los trabajadores como ley social general de la producción, a la que deben adecuarse las relaciones que permitan su normal realización. Convierte en cuestión de vida o muerte la sustitución de la monstruosidad que supone una mísera población obrera disponible, mantenida en reserva para las variables necesidades de explotación del capital, por la disponibilidad absoluta del ser humano para las necesidades variables del trabajo; del individuo parcial, mero portador de una función social parcial, por el individuo totalmente desarrollado, para el que las distintas funciones sociales constituyen modos alternativos de actividad 4 .
Con ese fin el capital necesitaría un tipo de mano de obra educada y adaptable y no específica, pero si los trabajadores deben ser instruidos, ¿quién sabe lo que ese «individuo totalmente desarrollado» [total entwickelte Individuum] podría leer y qué ideas políticas podría llegar a concebir? Para Marx, la inserción de las cláusulas educativas en la Factory Act inglesa de 1864 era una clara prueba de la necesidad de que el Estado interviniera y por cuenta del capital asegurara la realización de ciertos cambios orientados hacia la educación del «individuo totalmente desarrollado». De forma similar, aunque era fácil señalar y denunciar los abusos del empleo de mujeres durante la Revolución Industrial, Marx también veía posibilidades progresivas a largo plazo para la construcción de «una forma nueva y más alta» de vida familiar y de relaciones de género a partir de lo que el capital ofrecía y requería de las mujeres en el lugar de trabajo.
En esa formulación queda por aclarar qué es lo que un «individuo totalmente desarrollado» quiere o necesita saber y quién va a enseñárselo. Ésta es una cuestión central en el campo de la reproducción social, que consideraremos en breve, pero que exige al menos una mención aquí. Desde el punto de vista del capital, los trabajadores sólo necesitan saber lo necesario para seguir las instrucciones y realizar sus tareas dentro de una división del trabajo diseñada por aquel. Pero una vez que los trabajadores pueden leer, existe el peligro de que lean y sueñen e incluso actúen a partir de todo tipo de ideas recogidas de una inmensa variedad de fuentes. Por esta razón se hacen esenciales los controles ideológicos sobre el flujo de conocimiento e información, junto con la instrucción en las ideas correctas de subordinación al capital y sus exigencias para la reproducción. Pero es difícil, si no imposible, para los individuos instruidos y totalmente desarrollados, no preguntarse sobre la naturaleza de la totalidad de una sociedad humana en la que su propia actividad laboral no es sino una parte minúscula y qué podría significar ser humano en un mundo tan fragmentado como para que se haga difícil deducir ninguna apreciación directa del significado de una vida. Sospecho que era por esta razón por la que incluso el capital permitía que una pequeña dosis de educación humanista en literatura y arte así como en conceptos culturales y sentimientos morales y religiosos pudiera proporcionar un antídoto a las ansiedades generadas por la pérdida de significado en el trabajo. Las fragmentaciones y divisiones del trabajo necesarias para la diversidad cada vez mayor de nichos ocupacionales ofrecidos por el capital generan serios problemas psicológicos; pero lo más asombroso de la era neoliberal es que se haya arrumbado despectivamente hasta esa vaporosa concesión a las necesidades humanas en nombre de una austeridad supuestamente necesaria. Los subsidios estatales a las actividades culturales son cínicamente desmantelados, dejando su apoyo financiero en manos de la filantropía interesada de los ricos o del patrocinio igualmente interesado de las empresas. La cultura patrocinada por IBM, BP, Exxon y otras empresas similares se ha convertido en la marca del juego cultural.
También resulta que los propios trabajadores, como seres humanos intrínsecamente apasionados y sociables, tienen algo que decir, no sólo sobre su situación objetiva, sino también sobre su propio estado de ánimo subjetivo. Las condiciones objetivas de la alienación pueden, incluso sin la ayuda del capital, ser invertidas por los propios trabajadores cuando aprovechan las oportunidades que tienen a su alcance para luchar por humanizar los procesos de trabajo y sus condiciones generales de empleo. Pueden reivindicar y en algunos casos hasta lograr el respeto de sus patronos aunque sigan siendo objetivamente explotados. Subjetivamente, el vínculo social y la solidaridad necesarios para sobrevivir en los pozos de las minas o junto a los hornos de una acería se transmutan en orgullo por un trabajo peligroso y difícil bien hecho. Las solidaridades comunales reflejan tales sentimientos y ayudan a contrarrestar el aislamiento individualista que los procesos de libre mercado tienden a acentuar. Incluso bajo la ley de hierro del capital cabe que los trabajadores se enorgullezcan de su trabajo y su papel y asuman una identidad como trabajadores de cierto tipo. Se preguntan, como cualquier otro, cuál puede ser el significado del tipo de vida al que están condenados y quién es el responsable de un proceso evolutivo que o bien los deja de lado en las filas de los desempleados como seres prescindibles o les ofrece un empleo con un título que no puede sino sonarles extraño, incomprensible, patentemente carente de significado. Los trabajadores empleados por el capital no tienen por qué sentirse totalmente alienados; pero cuando los empleos dotados de sentido desaparecen, a la clara sensación de ser explotado se añade peligrosamente una creciente sensación de alienación total en cuanto a su posición insignificante en un mundo que les hace trabajar en algo que ni les va ni les viene.
Pero esto no significa que el balance entre la alienación, por un lado, y la supervivencia y el compromiso, por otro, sea inmutable. En los países capitalistas avanzados, como Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Canadá, Japón y Singapur, las tendencias en la división del trabajo han favorecido la producción de una fuerza de trabajo instruida capaz de participar flexiblemente en una amplia variedad de procesos de trabajo. Esto, junto a la larga historia de lucha por los derechos de los trabajadores y una multitud de combates contra las alienaciones que deja caer sobre ellos el capital, ha dado lugar a una situación en la que una proporción significativa de la fuerza de trabajo en esos países está relativamente formada, al menos en tareas elementales, y es remunerada, si no con largueza, al menos holgadamente. Como contraste, las condiciones laborales en las fábricas textiles de Bangladesh, las de aparatos electrónicos en el sur de China, las maquilas a lo largo de la frontera mexicana o los complejos químicos en Indonesia se parecen mucho más a las que conocía Marx. Los informes contemporáneos sobre las condiciones de trabajo en y en esas fábricas no parecerían fuera de lugar en El capital.
Las mutaciones en el trabajo y la vida social causadas por la contrarrevolución neoliberal, que se ha ido afianzando en todo el mundo capitalista avanzado desde finales de la década de 1970, han tenido efectos devastadores sobre grandes sectores de la población, que han sido arrumbados y convertidos en prescindibles y desechables por una combinación de cambios tecnológicos y deslocalizaciones. Grandes sectores de la población, perdidos en un mundo de desempleo a largo plazo, deterioro de las infraestructuras sociales y pérdida de la solidaridad comunal, están profundamente alienados, entregados en gran medida a resentimientos pasivos salpicados por erupciones ocasionales de protestas violentas y aparentemente irracionales. Basta que las protestas volcánicas desde los suburbios suecos hasta Estambul y São Paulo confluyan para revelar el vasto magma de alienación que burbujea por debajo. El capital tendrá que afrontar entonces una crisis política que será casi imposible de gestionar sin represiones autocráticas draconianas que a su vez exacerbarán más que aliviarán el descontento. Los desarrollos geográficos desiguales en la división del trabajo y el incremento paralelo de la desigualdad social en las oportunidades de vida intensifican esa sensación de alienación, que si se hace activa en lugar de pasiva, planteará con seguridad una amenaza importante para la reproducción del capital tal como está actualmente constituido. La sociedad tendrá que afrontar entonces la dura alternativa entre una reforma imposible y una revolución improbable.
2 Timothy Mitchell, The Rule of Experts. Egypt, Techno-Politics, Modernity, Berkeley, University of California Press, 2002.
3 Robert Reich, The Work of Nations: Preparing Ourselves for 21st Century Capitalism, Nueva York, Vintage, 1992 [ed. cast.: Business class. El trabajo de las naciones, Madrid, J. Vergara, 1993].
4 Karl Marx, Capital, Volume 1, cit., p. 618 [ed. alemana.: Das Kapital, Band I, cit., p. 512; ed. cast.: El capital, I-II, cit., p. 230].
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