Capítulo VIII 153-161

Publicado el 23 de abril de 2022, 0:37

Aquella noche hacía calor. Un vientecillo misericordioso corría entre las gentes que se agolpaban en las callejuelas, los porches, los balcones, sobre los carros, en la sinagoga o en las cantinas. Paseábamos por el dédalo de callejones, en medio de una multitud que se había tendido en el suelo. Aquí y allá se veía a gente durmiendo, ancianos rodeados de niños a los que contaban sin descanso historias más animadas que la realidad, perros a la caza de comida y caricias, corrillos de hombres donde se discutía sobre el asedio.

La luna resplandecía sobre Béziers. Aquella noche era especial: la Armada de Cristo se encontraba allí abajo, poderosa, imponente, terrorífica, rodeándonos a todos. Un sentimiento de incredulidad serpenteaba entre la población agolpada a lo largo de las angostas callejuelas.

Yolanda me tendió un brazo y me estrechó contra ella. Me fijé en su vientre y ella siguió mi mirada.

—Es una niña, estoy segura. Una niña preciosa, rubia como Sara. La llamaremos Esclarmunda… N’Esclarmunda, votre nom signifia que vos donats clardat el mon per ver etz monda…

La abracé con ternura, unido y separado a la vez por el blando bulto de su vientre, mientras repetía aquel nombre tan dulce, aquellas palabras. Esclarmunda, tu nombre significa que das luz al mundo y que eres pura.

Nos dirigimos hacia la plaza de la catedral. Allí Yolanda quiso echar un vistazo a través de una tronera de la muralla. A su lado, observé también yo la explanada: algunas luces esparcidas por el campamento, el río Orb, los reflejos plateados de la luna sobre el lento espejo de las aguas. Me aferré con fuerza a los hombros de Yolanda: un recuerdo… Un ventanuco, la luna que reflejaba su faz argentina en el lago Nemi… Hace dos años. Exactamente dos años. Yolanda se volvió y debió de notar mi ansiedad. 

—¿Qué te ocurre, Giordano? ¿En qué piensas?

La llevé cerca de un pino: había un banco de madera milagrosamente vacío. Nos sentamos. Por un momento observamos la enorme máquina de guerra, los hombres armados en los bastiones, la luna que brillaba en aquella espléndida noche de verano… Finalmente, le hablé de mi viejo, del sueño, de Aser, del libro de Plauto. De todo.

Meneaba la cabeza. Un velo de dulzura se apoderó de su pálido rostro y sus ojos adoptaron una expresión indulgente.

—¡Tenías miedo de ponerme en peligro! Y sin embargo has visto cómo te han reconocido enseguida. ¡Dios nos tenga de su mano! ¡Así que esos libros tan valiosos… deberían hallarse en la abadía de Cistercium!

Antes de que pudiese responder, rozó con la mano mi cintura y observó la hebilla de bronce con dibujos dorados.

—Entonces… desde hace seis siglos ocultan el conocimiento que podría cambiar el curso de la historia. Y tú lo sabes todo. Y ellos, también…

Se me abrazó, escondiendo el rostro entre mis hombros. Estábamos tan abstraídos en nuestros pensamientos, que no nos dimos cuenta de que se acercaban dos hombres.

—¡Yolanda! Pero ¿qué haces a estas horas, aquí, al claro de luna, en lugar de estar en la cama, dando a la luz un buen mozo para tu marido?

Era la voz nasal de Simón. A su lado iba Bernard. Los saludé con afecto y, para distraernos un poco, charlamos un rato sobre el asedio y el estado de la ciudad en general. A pesar de la multitud de gente que se había concentrado por todas partes y el hedor que comenzaba a salir de las letrinas, alrededor había tranquilidad. Se trataba de una buena señal, añadió Bernard. Después, Simón me tomó de los hombros y me levantó como una vara.

—Giordano, conviene que nos acompañéis. Venid al castillo, hemos de enseñarte algo. Es tiempo de guerra y, cuanto antes lo hagamos, más seguros nos sentiremos.

Por su tono de voz, Yolanda y yo comprendimos que se trataba de algo serio. Sin hacer ninguna pregunta más, los seguimos.

Dimos un rodeo rozando las murallas. A mitad de camino entre la puerta de San Jaime y la de Gua, nos detuvimos un momento, haciendo caso omiso de las inútiles protestas de mi jadeante compañera. Nos asomamos por una tronera. La luna iluminaba las ruinas del anfiteatro romano. Yolanda, quizá para romper aquel silencio tan extraño, aprovechó la ocasión para contarme la leyenda de san Afrodisio, a quien el gobernador de la Galia, Julius Vindex, en tiempos de Nerón, mandó decapitar allí mismo para ordenar después que echasen su cabeza al fondo de un pozo. Pero al hacerlo, las aguas subieron hasta que apareció flotando. San Afrodisio recuperó su cabeza y se dirigió por su propio pie a la parte alta de la ciudad, donde se encontraba la iglesia que le dedicaron. Bajó a una cueva y se sepultó a sí mismo, junto con su cabeza cortada.

—Pero ¿no temes aterrorizar a la pobre criatura que llevas dentro con esa historia tan truculenta? —preguntó Simón, entre bromas, a Yolanda.

Aparentemente un poco más tranquilos, retomamos el camino. Poco después llegamos casi a la puerta principal del castillo nuevo de los Trencavel, situado en avanzadilla entre los burgos de Nissan y Vissec.

—Bueno, aunque el vizconde, a efectos prácticos, nos ha abandonado —comentó Bernard mientras se fijaba en los poderosos muros y se rascaba con dos dedos la narizota—, al menos nos ha dejado esta fortaleza casi inexpugnable. Creo que por sí sola podrá amedrentar a los sitiadores y proteger esta parte de la ciudad.

Después, con la mirada, señaló el brocal de un pozo abandonado. Nos acercamos. Retomó la conversación tomándome del brazo:

—Me lo mostró el joven Trencavel antes de huir a Carcasona. Míralo bien: está lleno de piedras. En apariencia, está en desuso, pero mira con atención… No, Simón, ¡no enciendas la antorcha! Con la luz de la luna hay bastante.

—No hay nada que ver. Bueno, allá, a la izquierda, hay una piedra mayor que las demás —sin entender nada, apretaba la mano de Yolanda y entrelazaba mis dedos con los suyos.

—¡Eso mismo! Si se aparta, se llega a un larguísimo pasadizo que discurre bajo el castillo y desemboca directamente al otro lado de las murallas, en medio del bosquecillo. La salida está taponada con otra piedra. A medio camino, hay dos portezuelas que pueden abrirse en el momento de huir y, una vez fuera, no se puede volver hacia atrás. Es muy estrecho. Alguien tan robusto como Simón o yo no conseguiría pasar, pero sí alguien de complexión pequeña y delgada como el joven Trencavel…

—… O también como yo, por ejemplo, lo lograría, ¿verdad, Bernard? —concluí.

No pareció tener en cuenta la aspereza de mi tono. En lugar de ello, prosiguió:

—¿Te has fijado bien? Vámonos de aquí. Ya hablaremos mientras paseamos.

Dimos la vuelta, evitando a un grupo de desdichados que se veían obligados a sufrir una prédica apocalíptica de un enloquecido clérigo ambulante. Regresamos a la plaza de la catedral. De pronto, estallé, palmeando los hombros de uno y otro:

—¡Maldición! Pero ¿qué os pasa por la cabeza? Yolanda me esconde los libros en el molino, vosotros me mostráis la entrada a un pasadizo secreto… ¿Os habéis vuelto locos? ¿Creéis que puedo abandonar a mi mujer y a mis amigos para irme de viaje como Tales, a la búsqueda del saber, admirando las estrellas y refugiándome en un pozo?

Simón me miró con severidad.

—Bernard ignoraba todo acerca de los manuscritos escondidos en la abadía de Cîteaux, pero, después de lo ocurrido en la catedral, me he permitido contárselo todo. ¿Lo sabe Yolanda?

—Sí. Me lo ha contado hace poco —terció ella, respondiendo con dulzura al nervioso entrelazamiento de mi mano.

Bernard apoyó su mano en mi hombro.

—Giordano, nadie te dice que huyas. Todos los que estamos aquí vamos a defendernos con el firme propósito de vencer y abatir al maldito coloso de barro que aguarda allá abajo. ¡In Deum fidamus! Pero no podemos estar seguros de conseguirlo. Si nuestras murallas ceden, si nuestras vidas, si nuestra libertad estuviesen en peligro… lo mejor es que uno de nosotros pueda escapar y no se vea en tan desdichado trance. Podrá ayudarnos desde fuera. ¿Y quién mejor que tú? ¡No! Deja hablar a Yolanda: es tu mujer y tiene más derecho.

Intenté intervenir, pero ella me selló con dos dedos los labios.

—Giordano, ya hablamos de esto el año pasado. Ahora, por Dios, la situación es muy distinta. Escúchame, te lo ruego. Si las cosas empeoran, estoy segura de que podrás hacer algo desde fuera. Por Béziers, por mí, por tu hijo, por Sara, por David, ¡por todos! Y si no saliese bien, siempre podrás recuperar los libros en la abadía de Cistercium. Y si no lo logras, podrás continuar con tus libros de matemáticas o astronomía. ¡Por nosotros! ¡Para luchar contra ellos! Giordano, si Béziers tuviera que capitular y tú te empeñases en hacerte el héroe hasta el final… por amor de Dios, dejaré de quererte y me llevaré a nuestra criatura, pues demostrarías que tu gran inteligencia es bastante pequeña y que tu corazón tan sólo está henchido de orgullo y presunción —de su rostro encendido brotaba una voz vibrante y apasionada.

—Pero, pero… ¡estáis locos! ¡Vosotros, no yo! Orgullo, presunción… Pero ¿de qué habláis? ¡Maldita sea! ¡Jamás huiré ante Satanás! Si puedo, lo miraré directamente a los ojos. Cuando llegue el momento, ¡ya decidiré yo qué clase de vida deseo! ¡Creo que no hay modo mejor de darla que salvando la de mis amigos, la de mi esposa y la del fruto de nuestro amor!

Me angustiaba la mera idea de que todo pudiese terminar. Me turbaba el recuerdo del viejo que, dos años atrás, en una noche de luna como aquella, me gritaba que me dejase de heroicidades, pues era lo que deseaba aquella pandilla satánica. Me desesperaba por mantener la mente lúcida mientras mi corazón ardiente luchaba contra el maldito mundo de las reglas y el sentido común.

Los grandes ojos negros de Simón se plantaron en los míos y, por primera vez, me di cuenta de cuánta dulzura había tras su mirada turbia y desconfiada. Habló con un tono de voz grave:

—Siempre podrás decidir. Por mi parte, prefiero morir junto a Marta, David y Sara antes que vivir como esclavo, sin la libertad de profesar mis ideas y mi credo. Sabes perfectamente que no habrá término medio: o resistimos o todo habrá acabado. En Béziers no harán prisioneros ni tomarán esclavos. Si se da tan desgraciada circunstancia, no creo que te sintieras muy orgulloso de formar parte de un montón de cadáveres.

Abrazaron a mi compañera y se alejaron.

Yolanda no me dio tiempo a mostrarle mis desesperadas protestas.

—Giordano, te prometo que, en cuanto llegue el peligro, me refugiaré en la iglesia, ¿de acuerdo? Verás, aunque todo acabe mal, no harán nada a los católicos. Respetarán las iglesias —y extendió las manos, hacia mi abatimiento. La abracé con la mente confusa. Mi ánimo continuaba luchando. Nos encaminamos hacia casa. La costumbre guió nuestros pasos bajo el estrecho pórtico de la Vía del sol, que se había convertido en refugio para muchas personas.

Nos detuvimos fingiendo un cansancio improvisado. Luchamos contra la vergüenza. Había demasiada gente… Pero la nostalgia, el miedo a la guerra, el amor… dejaron atrás las buenas maneras y nos abrazamos. Le mordisqueé sus cabellos de seda que le enmarcaban el cuello, las orejas… y entre balbuceos le decía que los números y las letras eran sólo charlas… ¡tonterías! Delirando, le susurré que la verdadera obra de Dios era el amor, el amor entre un hombre y una mujer, el amor entre Giordano y Yolanda… Y le cubrí los ojos de besos. Dejamos la Vía del Sol acompañados por un tranquilizador murmullo de aprobación.

Poco después llegamos al burgo de la Magdalena, tras haber atravesado el intrincado dédalo de callejas. La gente hacía cola delante de establos, vertederos y letrinas. Todos se preparaban para pasar la noche bajo un manto de estrellas.

El sol del miércoles 22 de julio de 1209 estaba alto. Las callejuelas de Béziers bullían de gente. Cerca de los muros se administraba la ración de agua procedente de las cisternas y las gentes se disponían a resistir la segunda jornada de asedio. Muchos se acercaban a nuestro burgo, a la iglesia de santa María Magdalena, porque aquel día se celebraba su fiesta.

Yolanda, Sara, David y yo nos dirigíamos hacia allí. Pasamos junto a la torre del campanario y de los centinelas que vigilaban la ciudad y las murallas. David iba con Yolanda y Sara me había cogido de la mano. Caminábamos lentamente, mezclados con los niños que se perseguían gritando, con grandes rebanadas de pan en la mano, mezclados con los colores de toda suerte de ropajes y mecidos por los más diversos acentos y dialectos que, en aquel día, resonaban por la ciudad. Más que una fiesta religiosa, aquel miércoles parecía una feria de campo, de ganado o de cereales.
—No tenías que venir, amor. ¿No ves que en tu estado puedes caerte? —repliqué tiernamente a mi mujer, quien me contestó con un gesto de dulzura, si bien sólo los hoyuelos de sus mejillas parecieron sonreír: en sus ojos tenía un velo de melancolía que flotaba desde los primeros tañidos de las campanas que habían anunciado la salida del sol.

—¿No querrás que nazca mi niña en la iglesia? —le dije, en un intento por alegrarla, pero una nube de niños chillando nos separó.

Poco después llegamos a la entrada principal de la iglesia. La misa debía de haber comenzado, pues se oían algunos cánticos. El verde y el azul de los ojos de Yolanda se fundieron. En ellos se reflejaba toda su dulzura, así como un sutil halo de inquietud. Le sujeté el rostro entre mis manos.

—Pero ¿qué tienes, mon cor? ¿A qué viene esa mirada?

—No lo sé, Giordano, no lo sé. Pero no me hagas caso. Me suele pasar desde que la llevo dentro —y con las yemas de los dedos me acarició la frente y el cabello. En sus ojos se adivinaba una húmeda vacilación.

—¿Estás segura de que es ella?

—Con rizos rubios, como los de Sara —y se echó en mis brazos mientras susurraba—: Abrázame, abrázame…

David y Sara nos miraban curiosos y divertidos. Después Yolanda se separó de mí tomando mi mano entre las suyas:

—Giordano, ¿de veras crees que dentro de nosotros hay una llama de luz?

—Su mirada vibraba esperanzada.

—Claro, vida mía.

—¿Y piensas que podremos seguir juntos nuestro camino? ¿Incluso después? —Noté un tímido temblor en su voz.

La abracé y le susurré que sí, apesadumbrado por sus pensamientos.

—Tío Giordano —nos interrumpió Sara—, desde aquel día… no paráis de abrazaros. Pero ¿cuántos nenes queréis tener?

El candor de la niña devolvió la alegría a los ojos de Yolanda. Apreté contra mi pecho la pequeña cabellera rubia.

—Sara, date prisa, aprovecha para darme un besote porque cuando nazca mi niña ya no te querré tanto…

Frunció las cejas, ladeó la cabeza y torció el gesto.

—No te creo. Pero nunca se sabe. Los mayores sois tan raros… —Y tras decir esto, me pasó el brazo por el cuello y, con sus rizos de oro, me cubrió de besos.

David la apartó. Su rostro de hombrecito estaba cubierto de pecas. Su mirada, tan grave, ocultaba una dulzura que delataba el tono de su voz.

—Tío, puedes estar tranquilo. Ya me encargo yo de la tía Yolanda. Cuando tengas un poco de tiempo, ¿construirás la máquina voladora? Si no tuviesen que marcharse, al menos volaríamos a una isla, en medio del mar…

Ignoro qué me ocurrió. Apreté contra mi pecho a Sara y a David en un arrebato tal de ternura que estuve a punto de dejarlos sin respiración bajo la mirada suplicante de Yolanda, a quien atraje hacia mí para abrazarla también a pesar de su enorme vientre.

Proseguimos. Sara y David iban de la mano de mi amada. El coro había comenzado a cantar el kyrie, una melodía melancólica pero vehemente. El sol caía a plomo sobre la plaza, llena a rebosar. El calor era asfixiante. El grupo en el que se hallaban las personas que más quería, mezclado con los colores de la gente, entraba en la iglesia. Perseguida por un perro, una bandada de palomas se refugió en el cielo y, en medio de aquel batir de alas, los ojos tristes de Yolanda no cesaban de buscarme. Sentí un nudo en la garganta, la mirada suplicante de mi mujer… Más palomas al vuelo y, al final, la luz húmeda de sus ojos en los míos.

—No me convence, no me convence… —me decía mientras observaba el valle, el río, el campamento cruzado, las enseñas. El sol estaba alto y allí
abajo debían de estar en un homo. De vez en cuando, una ráfaga de viento lamía los bastiones. Continuaba rumiando. A nuestros pies no se divisaba ninguna señal que hiciese pensar en la guerra. Tan sólo se oía el chirrido continuo y soñoliento de las cigarras.

A mi lado, Bernard y Simón hablaban de la Magdalena: el día 22 de julio se había convertido, para las gentes de Béziers, en la fiesta de la libertad. Sin embargo, debieron de darse cuenta de la preocupación que se reflejaba en mi rostro. Bernard me preguntó si había algo que me inquietaba.

—Todas estas coincidencias, amigo mío. Son demasiadas.
—¿A qué te refieres?

—El 22 de julio del año 663, en Nemi asesinaron a Aser. Fue un sacerdote quien le robó las llaves del saber. En 1167, en la iglesia de Santa María Magdalena, cuya fiesta se celebra el 22 de julio, Béziers mató a un tirano y malhirió a su otro gobernante, el obispo, lo cual desencadenando una masacre… que se saldó con la libertad. El 22 de julio de hace dos años, en Nemi, tuve aquel sueño… en el que vi lo que quizás había ocurrido en aquel lugar cinco siglos atrás. Ese mismo día, el Abad Blanco se encontró en el castillo de Nemi con Inocencio III, donde acordaron el exterminio de este pueblo. Hoy, 22 de julio de 1209, mi esposa me habla de otra vida. No lo dice, pero me da a entender que piensa en la muerte. Demasiados 22 de julio, Bernard, demasiados…

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