Capítulo 19 Los ejércitos

Publicado el 23 de abril de 2022, 1:13

Según pasan las semanas, la impresión general es que la guerra no se liquidará en unos días sino, más bien, en unos meses. Cada bando intenta organizar sus fuerzas. El combatiente nacional recibe cincuenta céntimos diarios; el miliciano de la República, diez pesetas, el jornal de un obrero especializado (aproximadamente lo que gana un alférez en el bando nacional). Con tan generosa asignación, muchos milicianos desprecian el rancho cuartelero y prefieren comer en un restaurante barato, donde un almuerzo o una cena valen dos pesetas.

Las milicias del pueblo rehúsan la instrucción cerrada y se oponen a toda disciplina castrense. El ejército de la República está mandado por revolucionarios de escasa o nula formación militar: Líster, picapedrero; Valentín González, el Campesino, peón caminero; Modesto, leñador; Cipriano Mera, albañil. El ejemplo de Viriato, el pastor lusitano que derrotaba legiones romanas, está presente, pero quizá no sea del todo válido cuando se trata de conducir una guerra moderna. Una y otra vez los jefes republicanos efectuarán ataques mal sincronizados, despliegues sin protección, repliegues sin cobertura y llevarán a sus hombres al matadero. Incluso en las batallas que ganan sufren más bajas que el adversario.

Azaña, siempre tan lúcido, comprende el problema: «En las grandes unidades hay, por jefes supremos, gente improvisada, sin conocimientos. El Campesino, Líster, Modesto, Cipriano Mera… que prestan buenos servicios, pero que no pueden remediar su incompetencia. El único que sabe leer un plano es llamado Modesto. Los otros, además de no saber, creen que no lo necesitan. Menéndez ha visto cómo entregaban al Campesino un plano de la situación y sin mirarlo siquiera lo extendió sobre la mesa, con el dibujo hacia abajo, para que sirviera de mantel. A Modesto, jefe de división, le enviaron de ayudante a un coronel del ejército. Modesto, cuando lo vio, descolgó el teléfono: “Si no me quitáis ahora mismo de aquí a este coronel, dejo el mando”».

Una anécdota reveladora. En una clase de táctica, el instructor pregunta al oficial ascendido por méritos políticos.

—Vamos a ver. El enemigo tiene cien fusileros en un cerro, una ametralladora y un mortero. Tú tienes que tomar la posición y sólo tienes treinta hombres con fusiles y veinte granadas de mano, ¿qué haces?

El aspirante a oficial se rasca la pelambre debajo de la gorra.

—¿El enemigo con esa gente arriba y yo debajo con cuatro gatos? Es imposible.

—No, hombre… piensa. Se trata de solucionar el problema.

—Nada. ¡Que no se puede!

—Mira: mandas un pelotón por un lado del cerro, con bombas de mano, en un ataque de distracción, y, mientras, tú con los otros avanzas por el lado opuesto…

—¡Coño, así claro: maniobrando!

 

El ejército de la República se improvisa, con muchos defectos, a lo largo de la guerra. Primero hay que meter en cintura a las milicias opuestas a cualquier clase de disciplina militar. Cuando la desastrosa experiencia de los primeros meses demuestra que por aquel camino se pierde la guerra, los milicianos se resignan a someterse a la instrucción y a obedecer las órdenes sin cuestionarlas siguiendo el ejemplo del Quinto Regimiento, la única unidad disciplinada desde el principio, organizada por el Partido Comunista bajo el mando de Enrique Líster. Líster parece algo más preparado que sus compañeros, dentro de sus limitaciones, pues ha realizado un curso rápido de estudios militares en la academia Frunze de la URSS.

Entre los militares de carrera que se han mantenido fieles a la República, el Ejército Popular cuenta con el mejor estratega de la guerra, Vicente Rojo. Por lo demás, siempre será inferior al nacional. Le faltan oficiales y sargentos (por más que intente paliarlo creando tenientes de campaña en cursos acelerados), le falta masa de maniobra con la que plantear batallas, le faltan cuerpos de reserva con los que alimentar la lucha o aguantar el tipo en las ofensivas del enemigo y le falta armamento, especialmente aviación y artillería. A pesar de todo se las arregla a lo largo de la guerra para combatir a un enemigo superior en todos los conceptos.

Después de la guerra, Vicente Rojo analizará las causas de la derrota republicana:

«Un ejército sin cohesión ni organización ni instrucción, sin unidad moral, con múltiples discordias intestinas, sin medios materiales adecuados, siempre inferiores a los del adversario (…) el ejército era un conjunto de fuerzas faltas de solidez y predispuestas a la pugna, a la revuelta o a la indisciplina.

»Además carecía de los medios materiales necesarios: debía de ser necesario sostener al frente de la Subsecretaría de Armamento a un eminente tocólogo —escribe con ironía—, de aquí nuestra incompetencia e imprevisión en cuanto a la alimentación natural de la lucha.

»Tercero: nuestra dirección técnica de la guerra era defectuosa en todo el escalonamiento del mando, con una masa de cuadros medios sin preparación, desde el jefe supremo hasta el cabo eran improvisados. Ha faltado el jefe.

»Franco ha triunfado porque ha logrado la superioridad moral; por nuestros errores diplomáticos y porque se ha sabido asegurar cooperación internacional».

El escritor húngaro Arthur Koestler, acreditado como corresponsal del periódico inglés News Chronicle, se presenta a Nicolás Franco, en Lisboa, le oculta su militancia comunista y simula simpatizar con los rebeldes. El hermano de Franco le extiende una carta de recomendación con la que se presenta a Luis Bolín en Sevilla. Bolín, jefe de la oficina de prensa, estupendo anfitrión, le muestra los monumentos de Sevilla y le facilita una entrevista con Queipo de Llano.

Al día siguiente, Koestler está saboreando una caña de manzanilla de Sanlúcar en el bar del hotel Cristina, residencia de los pilotos alemanes, junto a la Torre del Oro y el Guadalquivir, cuando se encuentra con el periodista nazi Strindberg, al que conoció años atrás en Berlín.

Strindberg se extraña de que un notorio comunista como Koestler se mueva con libertad por la España nacional. Aquella misma noche lo denuncia a Bolín. Éste, hecho una furia por el gol que le han colado, jura matar al húngaro «como a un perro» y extiende una orden de captura. Demasiado tarde: Koestler ha puesto tierra por medio y se ha refugiado en Gibraltar.

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