CAPÍTULO 26 Parias y chantajes

Publicado el 23 de abril de 2022, 13:33

Tuvo suerte Abd al-Rahman III. El contacto con las gentes de Persia y Bizancio había elevado el nivel cultural de los árabes de Oriente muy por encima del europeo, lo que indirectamente lo benefició, pues, en el mundo islámico, las ideas y las mercancías circulaban con cierta fluidez. Esto explica también que las tácticas militares allá aprendidas resultaran superiores a las que empleaban los cristianos de tradición goda. Córdoba contaba con un ejército mejor organizado que el cristiano, lo que le permitía conservar la iniciativa. Las expediciones militares se hacían en verano, de manera que el ejército invasor encontrara los campos sin segar y pudiera alimentarse de lo que iba requisando. En invierno —días cortos y lluviosos, caminos embarrados que dificultan la marcha y sin cosechas—, los militares permanecían acuartelados.

Esto en lo tocante a los moros. Entre los cristianos, la precaria economía de sus reinos no permitía el mantenimiento de grandes ejércitos y, para formarlos, se recurría al sistema feudal. Cada vasallo prestaba a su señor una cantidad de jinetes y peones proporcional a la importancia y recursos del señorío. Estas tropas servían al rey durante un determinado período de tiempo, por lo general los meses de verano. Eran una arma de doble filo, porque si los nobles o las ciudades que las aportaban se enemistaban con el rey, se despedían en cuanto se cumplía el plazo legal y regresaban a sus señoríos y burgos dejando al monarca en la estacada, en plena campaña, a lo mejor obligándolo a levantar el cerco de una ciudad que estaba a punto de capitular.

Pero no adelantemos acontecimientos. Todavía no están los cristianos en condiciones de invadir tierra islámica ni de cercar ciudades. Bastante hacen con defenderse de las embestidas de Abd al-Rahman.

A Córdoba le sobraba todavía energía; robusteció sus fronteras del norte y del sur, el vientre blando de al-Andalus abierto al Estrecho, y hasta erigió plazas fuertes en Marruecos, que cumplieron una doble función: frenar la influencia fatimí y servir de centros de acogida de las caravanas que hacían la ruta Sidjilmasa-Ceuta trayendo el oro del África Negra a través del desierto del Sáhara.

Ya hemos visto que el rearme islámico superó las limitadas posibilidades de los reinos cristianos y los obligó a satisfacer tributos. Esto de los tributos medievales no deja de ser curioso. En cuanto un rey es más fuerte que el vecino, lo chantajea y lo obliga a satisfacer un tributo anual si quiere que respete su territorio. Abd al-Rahman ni siquiera se planteó la conquista de los reinos cristianos. Le resultaba más productivo cobrar de ellos cada año. Luego, cuando la tortilla dio la vuelta y al-Andalus se desmembró en un mosaico de pequeños estados de taifas, la situación se invirtió. Los cristianos también preferían percibir tributos del moro en lugar de arrebatarle sus tierras. No había prisa por continuar la Reconquista. Por supuesto, los cristianos no ignoraban que las tierras musulmanas eran más fértiles que las suyas, pero preferían explotarlas indirectamente, a través de los impuestos o parias. Era la gallina de los huevos de oro. Las parias se convirtieron en un ingreso regular, con el que contaban las haciendas reales. Algunos reyes hasta las incluyen en sus testamentos. Por ejemplo, Fernando I (1037-1065) dejaba a su hijo Sancho II el reino de Castilla y las parias del rey moro de Zaragoza; a su segundo hijo, Alfonso VI, le dejaba León y las parias de Toledo, y al hijo tercero, García, Galicia y las parias de Sevilla y Badajoz. La explotación de las parias explica, más adelante, que los cristianos dispongan de los fondos necesarios para acometer las grandes construcciones románicas y hasta para acuñar moneda propia en lugar de trocar ovejas, cerdos y bueyes como hacían sus abuelos.

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