LA IGLESIA , como ya dijo en su momento Manuel de Irujo a Vidal i Barraquer, fue al mismo tiempo víctima y verdugo. El problema es que la primera faceta la conocemos hasta en sus detalles más mínimos y la segunda sigue envuelta en la oscuridad más absoluta. De hecho la Iglesia española, aunque frenada por Juan XXIII y Pablo VI, no ha dejado de airear sus mártires desde 1936. Se trata de la memoria hemipléjica de una institución que en la transición supo salvaguardar su privilegiada posición mediante un Concordato preconstitucional aún vigente y que poco después, coincidiendo con los nuevos aires retrógrados insuflados a la institución vaticana por el ultrarreaccionario Wojtyla, volvería a las andadas bajo la férula de gente como Suquía o Rouco, bajo la que aún nos hallamos. Esta Iglesia, como era de esperar, nunca ha visto con buenos ojos el movimiento de memoria histórica, lo que no deja de llamar la atención en quienes no han dejado de alimentar su propia memoria histórica desde el inicio del golpe militar que con tan buenos ojos vieron y al que tan gustosamente se sumaron, porque no olvidemos que la Iglesia forma parte del núcleo duro y permanente de la derecha española. De hecho, solo ven buena su memoria, que además tratan de imponernos a todos con el boato y la desmesura propia de una institución acostumbrada a no rendir cuentas a nadie y a vivir del Estado, es decir, del dinero de todos, creyentes y no creyentes. Y, sobre todo, lo que es aún peor, con la soberbia y la prepotencia adquirida a lo largo de una experiencia de siglos de poder y, ya en nuestros días, en la dictadura y después de una transición que respetó y consolidó todos sus privilegios. Todo esto, como era de esperar, ha ido a peor.
Todas las órdenes y grupos religiosos españoles dejaron constancia en un momento u otro de la sangre derramada por los suyos. De ellos hay constancia en decenas de libros, en la obra ya mencionada del obispo Montero Moreno y en toda una sección del Archivo Histórico Nacional, la llamada
Causa General, accesible por Internet como ya se ha indicado. Al mismo tiempo la Iglesia tuvo gran cuidado en ocultar dos cuestiones: los religiosos sacrificados por no ajustarse al canon nacionalcatólico y aquellos que tuvieron serios problemas, hasta el extremo de perder la vida, por mostrarse distantes, críticos o incluso en abierta oposición a las prácticas del golpe militar fascista. La primera cuestión, relacionada casi exclusivamente con el caso vasco, no la han podido tapar por tratarse nada menos que del asesinato de dieciséis sacerdotes nacionalistas. El nacionalismo español, el menos llamativo de los nacionalismos patrios por ser como el aire que respiramos y el más antiguo y peor de todos, no podía consentir competencia alguna y menos dentro del ámbito católico. La otra, sin embargo, es mucho menos conocida. Por supuesto la Iglesia debe tener constancia de ella en sus archivos pero, fiel a su secretismo habitual, nada ha dicho nunca. Y no lo ha dicho porque hacerlo sería reconocer que, aparte de los sacerdotes «separatistas vascos», dentro de la propia Iglesia hubo quienes se negaron a prestar su colaboración en aquella carnicería y salieron en defensa de sus vecinos y conocidos, de sus feligreses. Ha sido la historia local la que nos ha aportado sus nombres y sus historias, de las que aquí se han contado algunas.
Para la Iglesia española estos casos representan lo mismo que para los militares fascistas aquellos colegas que decidieron permanecer fieles a la legalidad y fueron represaliados. Es como si nunca hubieran existido. Pero el modo timorato y chapucero en que ha ido estructurándose el patrimonio documental español, se ha permitido a la Iglesia y al Ejército no ya eliminar lo que consideraran conveniente sino «preparar» sus archivos para el momento en que debieran ser accesibles. En los archivos militares aún hay zonas oscuras, tanto de documentos de difícil accesibilidad como de aquellos que aún no se sabe dónde están. Y en cuanto a los archivos eclesiásticos, solo el hecho de que hayan sido catalogados bajo control de la propia institución y no por el Cuerpo Facultativo de Archiveros del Estado ya abre la puerta a toda duda. Se ha repetido varias veces a lo largo del trabajo: mientras no podamos consultar los expedientes personales poco podremos avanzar en este terreno de los curas del 36. ¿Y si se puede consultar legalmente el expediente de un funcionario por qué no el de un cura? ¿Cuándo va a pasar esta documentación a depender del sistema nacional de archivos y a regirse por su normativa legal? A esto hay que añadir que las normas de la Iglesia no rigen para todos por igual. Así, el sacerdote opusino José Luis González Gullón, de la autodenominada Universidad de Navarra (se trata de la universidad del Opus), ha podido consultar sin problema los expedientes personales del archivo de la curia de Madrid, como puede verse en un artículo sobre Leocadio Lobo que circula por Internet.
Durante mucho tiempo se ha estado dando la imagen de que la Iglesia española, exceptuando el caso de los curas vascos y algunos sacerdotes díscolos que acabaron en el exilio, se volcó en bloque hacia la sublevación. En este panorama y ya cuando los tiempos de la Cruzada fueron enfriándose eran bien recibidas las historias de curas buenos que, aún siendo favorables al Nuevo Orden, se preocuparon por sus feligreses y vecinos. Fue esta una forma de captar a toda la grey, a una parte con los curas de la cruzada, que no dudaron en cumplir con su deber por duro que fuera, y a otra con los curas que se interpusieron entre la «justicia militar» y sus posibles víctimas. Sin duda estas historias existieron pero conviene revisar una a una las leyendas en tal sentido. Sirva de aviso lo ocurrido en Mérida con el párroco César Lozano, con su pequeña parte de verdad y su mucho de leyenda. Otros casos aquí narrados deben prevenirnos: los curas que se opusieron abiertamente a la represión corrieron serio riesgo.
Esa historia tan recurrente del cura que se planta ante los falangistas —siempre son falangistas— y les espeta que allí el más rojo es él o que si alguien tiene que caer él será el primero, debe ser contrastada. Por ejemplo, la leyenda del cura de Ribera del Fresno (Badajoz), Luis Zambrano Blanco, en vías de canonización y del que se cuenta que se opuso a la represión y tuvo problemas, no casa bien con el tipo de informes que hizo sobre los vecinos y, menos aún, con el hecho de que en el pueblo fueran asesinadas varias decenas
de personas. Sobre todo porque los represores, fueran falangistas, guardias civiles, militares o cívicos, actuaban por orden de la comandancia militar de cada localidad y esta seguía las directrices del mando militar provincial, que a su vez obedecía en todo momento a la cúpula golpista de cada región militar. Es decir, que el problema para el cura no venía del que se presentaba en el pueblo para llevarse a la gente que le habían indicado, sino de quienes lo habían ordenado desde arriba de acuerdo con la comandancia militar. Por otra parte, es sabido el papel desempeñado por todos los párrocos confesando a los que iban a morir, informando sobre ellos, formando parte de los consejos locales que orientaban la acción represora e incluso participando en ella pistola en mano. En conclusión, cualquier cura sabía a lo que se exponía cuando protestaba por lo que estaba pasando o mostraba preocupación por lo que le pudiera ocurrir a algún vecino. Como hemos visto, lo que estaba en juego era su vida.
Por principio, todo pueblo donde no hubo represión franquista es digno de estudio; siempre será interesante la causa. A la larga muchos intentarán apropiarse de aquella rara circunstancia: el alcalde colocado por los golpistas, el cura, algún fascista bueno, cierto benefactor que actuó en la sombra… Volvemos a lo dicho sobre los curas, donde los que se muestran como modélicos resultan ser a la larga los que no hicieron lo que los demás, los que no cumplieron con su deber, quedando así como ejemplo aquellos lugares donde no pasó nada. Ignoramos aún qué dimensión tuvieron estas prácticas, por más que tenemos constancia de que la actitud mayoritaria fue la otra. Al menos eso dicen las numerosas investigaciones locales con las que contamos.
Visto desde esta perspectiva, la Iglesia y sus representantes formaron parte fundamental del gran proceso involucionista abierto con el golpe militar del 18 de julio de 1936. Si la Iglesia se hubiera negado a secundar las prácticas represivas puestas en marcha a partir de aquel día, nada hubiera sido igual. Pero no solo no se negó sino que se puso en primera fila, brazo en alto, junto a militares, guardias civiles y fascistas de toda laya. Su única y gran preocupación fue salvar las almas de los que iban a morir. De lo demás, de la vida de tantos inocentes y de la penosa situación en que quedaron miles de familias, ya se encargaría la propia selección natural o, en todo caso, el manto de la caridad, siempre tan querido por la derecha española. De aquella Iglesia y aquella derecha podría decirse lo que alguien dijo de Mañara: «Tan bueno tan bueno fue, que para la caridad ejercer, hasta los pobres creó». Sin duda fue una de las situaciones históricas en que esta virtud teologal que se refiere al amor desinteresado hacia los demás mejor pudo desarrollarse.
Fue el jurídico militar Felipe Acedo Colunga, fiscal del Ejército de Ocupación desde 1937, el que en su memoria secreta de 1939 expuso el trabajo que estaba costando mantener «esta inmensa hoguera donde se está eliminando tanta escoria» y puso en evidencia, ya superada tanta «propaganda debilitadora» (en referencia al humanitarismo de ciertas escuelas de Derecho Penal), la necesidad de recuperar «el recuerdo del calumniado Tribunal de la Inquisición», que, según el fiscal, ofrecía «perspectivas penales dotadas de una intensa y españolísima originalidad, en las que acaso se encuentren doctrinas susceptibles de ser recogidas y puestas en práctica» [206] . Pues bien, esa fue la gran aportación de la Iglesia española, que lejos de cumplir los preceptos cristianos por los que se supone que hubiera debido regirse, se consagró con verdadera saña a una insaciable misión inquisidora sin límite alguno. Misión que también incluyó el control ideológico de la población durante cuatro décadas en las que adoctrinaron a capricho a la sociedad española.
Conviene dejar claro, no obstante, que lo que se abrió para la Iglesia con el golpe militar, la guerra y la dictadura no fue otra cosa que un nuevo ciclo de intervencionismo político en la vida española. La República había representado un breve e intenso paréntesis, pero ahora, gracias a los golpistas, todo volvía atrás, muy atrás, y la Iglesia recuperaba con creces el terreno perdido. Aunque queden fuera de este trabajo las responsabilidades de la Iglesia durante el franquismo, hay que señalar el papel político desempeñado por la jerarquía eclesiástica en ese largo período de tiempo, vocación que la Iglesia española nunca ha perdido. Buena muestra de ese papel son las imágenes que ilustran el texto, que ofrecen pocas dudas sobre la estrecha comunión que existió entre el fascismo y el clericalismo. Contamos con muy pocas imágenes de los curas del fascismo en acción, pero disponemos de abundante material de la época para ellos gloriosa cuando, brazo en alto al modo fascista, se codeaban con las élites franquistas.
La Iglesia no ha dejado de recordarnos el duro precio que le acarreó su tradicional alianza con el poder, su oposición frontal a toda reforma que mermara sus privilegios ancestrales y su activa participación en el golpe militar y en la represión fascista. La pira revolucionaria estableció claramente los símbolos del enemigo de clase: cuarteles, casinos e iglesias; y la violencia contra las personas tampoco dejó lugar a dudas: guardias civiles y militares golpistas y fascistas en general; propietarios, encargados y obreros al servicio del patrón; y personal eclesiástico. Nuestro deber como historiadores es investigar y exponer, para que se conozca, la implicación y protagonismo de la Iglesia en todo el proceso de destrucción de la democracia en España, sin lo cual no se puede entender lo ocurrido ni sus consecuencias hasta el presente. No vendrá mal recordarle a tan victimista institución los miles de asesinatos que bendijo, los que indujo y también aquellos en los que participó directamente. Y es que el fascismo agrario y clerical también tuvo claro el enemigo a abatir: políticos, sindicalistas, jornaleros, maestros, funcionarios y, en general, los hombres y mujeres que habían apoyado y dado vida a la Segunda República.
[206] La cita procede de «La Memoria del Fiscal del Ejército de Ocupación», en Espinosa,. F., Contra el olvido, Crítica, Barcelona, 2006, pp. 82-83.
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