Anexos

Publicado el 23 de abril de 2022, 18:22

APUNTES SOBRE LOS SUCESOS
ACAECIDOS ENTRE LOS DÍAS
18 DE JULIO DE 1936, FECHA GLORIOSA
DEL LEVANTAMIENTO
DEL EJÉRCITO SALVADOR Y CON LA QUE
SE CIERRAN ESTAS MEMORIAS DE ESTA ETAPA DE MI
VIDA [207] .

 

Día 11 de agosto = (…). A las cuatro y media de la tarde he salido a visitar al Comandante Castejón, y en el camino me sale al encuentro Julio Moreno Quirós, que me dice: «Don César corra Vd. que tienen formado un pelotón de ferroviarios y enseguida los van a fusilar». —¿Tú sabes si son buenos; si no han tomado parte activa en este movimiento; si no han causado ellos con su intervención víctimas, pues me han dicho que han asesinado a todos los presos?— No señor; estos que yo he visto son de lo mejor de los empleados; pero corra Ud. que sino (sic) va a llegar tarde. Y corrí cuanto pude; y formando parte de aquel pelotón vi a los dos hermanos Casanas, a Pacheco Quirós, y a otros varios de quien yo tenía formado el mejor concepto. ¡Pobrecillos! En cuanto me vieron empezaron a gritar: ¡Don César! ¡Don César! Sálvenos Ud., ¡por nuestros hijos! ¿Qué sentí yo entonces? ¿Se levantó de mi corazón a mis ojos, a mis labios, a mi rostro todo el inmenso amor paterno que durante veintitrés años se ha ido acumulando en mi pecho y en mis entrañas? Tirado en tierra, pegada mi frente en el suelo, besando frenéticamente los pies del capitán del Tercio que mandaba el pelotón ya dispuesto para la descarga, lancé un grito desgarrador donde salió toda la angustia de mi alma, y dije: ¡mi capitán, que no los maten!, ¡que son mis hijitos!, ¡que son buenos!, ¡que ellos no han hecho mal a nadie! —Señor Cura, apártese; ya sé que esta es su misión; ya la tiene Ud. cumplida; pero la mía en estos momentos es hacer rigurosa justicia. — ¡Mi capitán, es un padre quien pide misericordia y perdón! Le vi indeciso, perplejo; dudaba y luchaba. —Le concedo a Ud. la vida de dos, no puedo más; (y eran diez los condenados a morir). Lleno de alegría me levanto, pues me parecía el colmo de la felicidad el haber salvado dos vidas, y me acerco a ellos. ¿Puede nadie figurarse lo que entonces sucedió? Veinte ojos, veinte brazos, diez lenguas mirándome, alargándose hacia mí, pronunciando mil veces mi nombre, queriendo todos a la vez alegar sus méritos, el número de sus hijitos; cuáles eran más pequeñitos y por lo tanto más necesitados de la vida de sus padres, etc.; yo creí volverme loco en aquellos cortos minutos, y sin saber qué hacer me volví al pelotón de soldados y postrándome nuevamente ante el capitán le supliqué con acento desgarrador que no la vida de dos, sino de los diez me la concediese. ¿Porque cómo podía un buen padre a quien le van a matar diez hijos y le conceden la salvación de dos, elegir dos entre ellos? ¡Todos, mi capitán, le suplicaba! Él se defendía colocándose tras la coraza de la justicia, y siempre me contestaba: — no puede ser, Sr. Cura, dos nada más. ¿De dónde me salió aquel grito?, ¿quién puso tal dolor en aquella última súplica? — Lléveselos a los diez, Sr. Cura; porque acostumbrado a este espectáculo desde que salí de Sevilla en todos los pueblos conquistados, y habiendo sido capaz de resistir a toda esta clase de súplica sin ablandarme, yo no sé qué he visto en Vd., en su dolor, en sus súplicas, en su gesto, en su mirada, que me enternece, y me obliga a decirle lléveselos a los diez, y que sepan tenerlo presente y agradecérselo. ¿Qué pasó entonces? Ha sido todo un dulcísimo sueño. Aquellos diez hombres, curtidos por el trabajo, acaso endurecidos en sus sentimientos por una profesión que también es dura, me cogieron entre sus brazos, entre los que creí morir ahogado; me besaron por todas partes, me levantaron en vuelo, me llamaban su buen padre, su salvador, el autor de su vida; qué sé yo?, (sic) ¿Sabré yo nunca colorear con sus correspondientes matices la emoción de estos instantes?

Eran las cinco de la tarde; constantemente se escuchaba el «ta, ta, ta» de las ametralladoras que en el amplio patio del cuartel estaban haciendo la limpieza de estos enemigos de mi Dios y de mi Patria; ¡y enemigos locales nuestros también!, porque cuánto nos han hecho sufrir en estos últimos meses con sus manifestaciones tan numerosas, con sus puños en alto, sus amenazas y sus desprecios, amenazas y desprecios hasta de los mismos niños que casi nos tenían imposibilitados de salir a la calle, ni aún siquiera para ejercer los ministerios; con sus entierros civiles —casi en su totalidad ya—, con banderas, con banda de música, con la concurrencia casi obligada de todas las organizaciones obreras en corporación, etc. etc. ¡Era justo esto, y providencial!, pero ¿qué quería de mí aquel manso Cordero que estremece al más duro cuando sus labios yertos se abren para pronunciar la palabra «perdón»? Me presenté a Tella, ¡el gran Tella y Yagüe!, y les pedí, les supliqué que para evitar que aquella tarde con aquellas prisas de hacer justicia (y yo no ignoro que esa es la ley de la guerra, dura acaso para algunos, pero ley) pudiera caer algún inocente, les rogaba que no se fusilase ya a nadie más en el resto de la tarde. Dios también pondría en esta mi petición algo de su soberano amor, gracia, poder y fuerza persuasiva, ya que ellos, en un rasgo de bondad que jamás olvidaré, dieron órdenes que se hiciese tal como se pedía.

Cumplida esta misión urgente, fui enseguida a inquirir noticias de mis amadísimos presos, y he sentido un alborozo que no tiene igual, pues he encontrado libres (¡libres, mártir bendita, como te lo he estado pidiendo todos estos angustiosos días!), a todas las pobrecitas prisioneras; me voy a buscar los prisioneros, y aunque tuve la hondísima, la gratísima alegría de estrechar entre mis brazos a muchos, de quienes me trajo el rumor su muerte y su martirio, se me partió el corazón al ver que allí no estaban (y casi se tenía la seguridad de su muerte) mi amadísimo feligrés, fervoroso católico (cuyo matrimonio yo había bendecido, a cuyos hijitos había bautizado y a los mayores había dado la primera comunión) Don Francisco López de Ayala, Antoñito Fernández Domínguez, alma de mi adoración nocturna y de mi Hermandad de nazarenos, rebuscador traviesillo de mis alacenas cada vez que venía a verme en el despacho rectoral echándose en una simpática libertad sobre los dulces que en ellas encontraba, ¡mi buen Antoñito como yo con todo mi inmenso paternal cariño le llamaba!, Herranz, Mateo Durán, Manresa, Balanzategui, Pardo (a cuya madre y familia yo tanto quiero), Ríos y Díaz; qué adolorido ha quedado mi ánimo con estas pérdidas. ¿Será verdad que se los llevaron a Badajoz para someterlos a juicio, o acertarán los que dicen que han sido asesinados? Horrorosa incertidumbre.

Vuelvo a mi casa, y me hallo inundado de hombres y mujeres que han sido avisados por unos oficiales de que se hagan de un volante firmado por mí para poder circular hasta que quede ya plenamente formalizada y constituida la gestora municipal y vuelvan a posesionarse del mando los jefes de la Guardia Civil; yo me quedo un poco desconcertado con este aviso que me dicen traerme de parte de la autoridad militar, y, en efecto, es cierto porque me lo confirman un sargento moro y el capellán del tercio que no sólo me lo aseguran de verdadero sino que me ayudan a extender estos volantes o pasaportes.
¿Cuántos centenares se extendieron? ¡Quién es capaz de calcularlos!

Y rendido y medio muerto me voy a la cama. Quiero dejar escrito que cuando estoy trasvelándome me acuerdo del momento emocionante de la tarde, cuando libré a los diez reos, y me sentí tan feliz que creo fueron aquellos momentos los más felices de mi vida; ¡pensar que a aquella hora por mí recibirían veinticinco hijitos pequeños en sus frentes antes de dormirse el beso de sus padres! ¡Dios sea bendito!

 

Día 12 = Me han despertado fuertes golpes en la ventana de mi dormitorio y me tiré de la cama del todo asustado pensando en que los rojos me despertaban con sus maneras bruscas y amenazadoras. ¡Pero si ya no hay rojos! ¡Si ya vivimos el primer día de paz, seguridad y ventura! Eran Arsenio Ramos, Antonio Hernández y otros que vienen a que les dé un volante para circular. Yo creo que la autorización fue sólo para ayer, y por lo tanto caducó ya mi prerrogativa, así se lo quiero hacer ver, pero ellos no se conforman y me ruegan que se la dé; reconozco mi blandura y mi debilidad de carácter, y me someto a su petición, que ellos han convertido casi en exigencia y les doy un volante a ellos y a otros muchos que han vuelto, como anoche, a inundar mi casa. Hecho (sic) de menos mi papel timbrado, el papel de oficio con el timbre de la parroquia, y mis tarjetas de visita; me las han robado, y verdaderamente me entra la preocupación del uso que pueden hacer de estos efectos. Me doy cuenta de mi candidez, que no acaba de concebir la maldad de los hombres. ¡Cuidado que me hacen jugarretas!

Por lo visto se ha dado cuenta el Sr. Alcalde, Don Narciso Rodríguez, cuenta del abuso que por mi débil carácter se está cometiendo, y me manda a D. Jesús Díaz para poner fin a este cometido, que desde ahora se hará en oficina especial del ayuntamiento. Yo me alegro de tal aviso, y, como me lo da delante de tantas personas, me sirve ya de arma para sustraerme a tanta súplica y a tanto compromiso. Hoy es día de visita y de felicitaciones. Sigo tristemente preocupado con la suerte de los presos desaparecidos y nadie me da noticia cierta, aunque se hace cada vez más negro el presagio.

 

Día 13= (…). Sigue la gente en continuada visita de recomendación por los suyos, huidos, presos, sospechosos, y yo los recibo, los consuelo, tomo su nombre, pero no recomiendo a ninguno, ya que es pensamiento de los jefes militares hacer rigurosa justicia, según la magnitud de la culpa o el delito cometido.

 

Día 12 de septiembre: Todos estos días pasados he tenido mucho ajetreo y he tenido por eso interrumpida la escritura de este diario; además que los acontecimientos han sido todos los días casi iguales. Visitas de madres, esposas, hijos que con lágrimas en los ojos me venían a suplicar intercediese por sus deudos detenidos; yo tomo los nombres de todos, pero sigo cumpliendo mi propósito de no recomendar ya a nadie, pues ya funcionan normalmente los tribunales, antes compuestos por falangistas, ahora por el digno y caballeroso capitán de la Guardia Civil D. Luis Alguacil Cobo, asesorado por rectísimas personas y con abundancia de datos y testimonios, y se hace difícil equivocarse en administrar justicia.

Día 20: (…). En los días de este mes he sufrido mucho pues ya se supo con toda seguridad que habían sido martirizados los presos desaparecidos, y yo he sentido mi alma inundada de hondísima pena. He ido al cementerio a dar sepultura a varios, y la mañana que lo hice con los cadáveres de López de Ayala, Antoñito Hernández, Herranz y Balanzategui, casi no pude rezar las oraciones porque las lágrimas no me dejaban. He colocado una gran medalla de la mártir sobre los cadáveres, que me aumentaron la tristísima impresión por su estado.

Hemos celebrado en distintos días Honras solemnes, primero por Victoriano Pacheco, Pepe Tabares y los que con estos fueron sacrificados; otro día por Don Francisco López de Ayala, Antoñito y los otros seis que sucumbieron con ellos; y el último día Honras generales por todos ellos, que mandan celebrar sus compañeros de prisión todas muy concurridas; yo he cedido mis derechos en todos estos actos para los comedores de caridad.

 

Día 27: (…). Nos hemos retirado rendidísimos a casa para cenar y descansar; y cuando nos disponíamos a esto último llega a nosotros la noticia oficial de la toma de Toledo y el recado del Sr. Alcalde de que echen al vuelo las campanas de la parroquia. El Sr. Obispo se dispone a ir al ayuntamiento para felicitar a las autoridades y le acompañamos todos los de casa, y se van uniendo a nosotros los vecinos de las calles por donde pasamos en manifestación; cuando la plaza de España está ocupada por un gentío enorme, hablan en santísimos tonos patrióticos el Sr. Comandante Militar de la Plaza y el Sr. Obispo, que al terminar da la bendición, recibiéndola todos de rodillas. ¡Fue un momento de intensa emoción religiosa! Se dieron estruendosos vivas a Cristo Rey, a España Católica, al General Franco, a Varela, Queipo de Llano, al Comandante Guerrero, que lo es de la Plaza, al Sr. Obispo, etc., y nos volvimos a nuestra casa; yo, con tanto ajetreo, me he acostado con bastante fiebre.

[207] Poco después de la publicación de La columna de la muerte (Crítica, Barcelona, 2003), uno de los autores de este trabajo recibió de manera anónima un sobre con una copia de «El diario de Don César. Mérida, del 18 de julio al 24 de diciembre de 1936». Se trata de un documento de 102 páginas, de marcado interés general, que debe ser publicado. Que yo sepa, estos fragmentos que aquí se ofrecen son los primeros que ven la luz pública. Según puede verse en Internet, César Lozano Cambero fue de la misma promoción de Enrique Vázquez Camarasa (Almendralejo, 1880-BuenosAires, 1945), el canónigo magistral de Madrid que intentó mediar en el Alcázar ante Moscardó para conseguir la liberación de mujeres y niños, y del párroco de Santa María, también de Mérida, Carlos José Alonso Rojas (Badajoz, 1884-Mérida, 1964), del que se lee: «Durante la guerra, fue respetado por todos. Su mayor dolor fue, cuando, por razones pastorales, hubo de confesar y dar la extremaunción a personas condenadas a la muerte». Disponible en http://www.telefonica.net/web2/manueld

LITERATURA/ARTICULOS/PDF/Carlos 1884-1964).pdf.

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