GARANTÍA DE LIBERTAD POLÍTICA

Publicado el 20 de abril de 2022, 21:58

Las libertades y derechos civiles se garantizan con la ley. Las leyes civiles se garantizan con la Constitución. Pero, ¿quién garantiza la Constitución y la libertad política que la ha establecido? Como nada ni nadie puede dar a otro lo que no tiene, es inútil buscar la garantía de la libertad política en el Estado, en la responsabilidad de los hombres de gobierno o en la observancia de las formas regladas de las libertades otorgadas. Tal tipo de libertad es tan débil que se cae si no lo sostiene la autoridad. En cambio, la libertad política es producto de una conquista que se cauciona con la potestad social del orden político legitimador de todas las autoridades, o sea, con la libertad de acción de la sociedad hacia el Estado. La libertad sostiene a la autoridad.

La libertad política nace como acción y derecho político del pueblo contra la arbitrariedad discrecional del Estado y de los hombres de gobierno en el uso de sus poderes sobre la sociedad. El problema de la garantía de la libertad se soslaya cuando se confunde con el de la responsabilidad. El liberalismo se apoya en el axioma moral de que la garantía de la libertad está en la responsabilidad de los hombres de Estado y de gobierno. Algunos filósofos llegan hasta el extremo de definir la libertad por la responsabilidad. Cuando, en sentido absoluto y verdadero, la libertad matriz de las libertades instituidas habría que definirla, como veremos, por su irresponsabilídad. La libertad y la responsabilidad son separables. Hay libertad sin responsabilidad como en el acto de votar; y responsabilidad sin libertad, como en la dimisión por culpa o error en la elección de un ministro deshonesto. El temor a la libertad política no proviene del temor a la responsabilidad, que no existe, sino de las causas sociales que analicé en el Discurso de la República. En la frase de G. B. Shaw («La libertad significa responsabilidad. Por eso, la mayoría de los humanos la temen») no hay la menor traza de las libertades colectivas ni de la libertad política.

Aquí hablamos de la garantía de la libertad política, en tanto que libertad colectiva relativa al poder, no del problema moral o jurídico de la responsabilidad inherente a todas las libertades civiles, públicas o privadas. Y partimos de una constatación que causará sorpresa a quienes confunden las libertades públicas de orden civil con la libertad política: esta última no sólo es ella misma completamente irresponsable, sino que tampoco depende de la responsabilidad derivada de otras libertades específicas.

La idea de responsabilidad exige, por necesidad lógica, que alguien sea responsable de algo ante alguien: sea ante sí mismo (moral), ante Dios (religiosa), o ante la sociedad personalizada en alguna institución particular (judicial, social y política). Sin instancia institucional de exigencia de responsabilidad no hay responsabilidad. No puede haberla en los animales o en las cosas, ni en la libertad política, en tanto que obra colectiva de la sociedad, de la ciudadanía o del electorado.

¿Ante quién responde el sujeto colectivo de la libertad política? Ante nada ni nadie. Sin ser sujeto organizado ni individualizado, el pueblo, como los niños, puede tener derechos, pero no deberes fundamentales. La responsabilidad ante la historia o las futuras generaciones no es exigible. Siendo libertad de acción colectiva, la libertad política de un pueblo de ciudadanos libres es tan irresponsable como la sumisión en un pueblo de esclavos.

La responsabilidad política sólo afecta a las actuaciones de los gobernantes y funcionarios que, por caer fuera de la órbita de la libertad política, pertenecen a la acción del Estado hacia la comunidad nacional o internacional. No hay tribunal de Nuremberg para los pueblos.

Los gobernados han de ser políticamente irresponsables si quieren ser políticamente libres. Aunque se llama obligación política al deber de acatar las leyes y las autoridades del Estado, se trata en realidad de una obligación jurídica. La responsabilidad, como base de la ciudadanía y de la República, no es de orden político, sino de índole cívica. Por eso Montesquieu abandonó la búsqueda de la garantía de libertad en la virtud o en el sentido de la responsabilidad ciudadana cuando aprendió de Inglaterra que su libertad era fruto de un sistema de control institucional del poder. La garantía de la libertad tenía que estar en un juego de las instituciones de poder deliberadamente concebido para ello.

En cambio, como la acción estatal no es una acción libre, sino reglada, está sujeta a las exigencias de responsabilidad. Donde hay responsabilidad no puede haber libertad suprema. Y donde hay libertades regladas, es decir, subordinadas a otro bien superior, hay
responsabilidad. «No quiero ser estratega o cónsul, sino hombre libre» (Epicteto). En consecuencia, si los gobernantes no tienen libertad política no pueden garantizar la del pueblo.

Por eso resultó infantil, además de suicida, la confianza puesta por el liberalismo en la responsabilidad personal como garantía de la libertad política. La vacuidad de esta clase de garantía personal ha sido clamorosa. Tanto cuando se ha concretado en la buena fe de los gobernantes como en la de los gobernados. En el campo de la palabra de honor y del juramento constitucional se han experimentado todas las modalidades, y la experiencia de los fracasos de un pueblo no sirve de lección a otros. La más infantil y primitiva de las ilusiones consiste en creer que la libertad se garantiza con textos escritos. Madison lo advirtió: «La mera inscripción de los límites del poder en pergaminos no garantiza contra las intromisiones que conducen a la concentración tiránica de todos los poderes del gobierno en las mismas manos.» La historia del fracaso comenzó con el problema parlamentario de Cromwell.

Con la primera decapitación del monarca absoluto nació el lema republicano de la forma de gobierno «en una sola persona y un Parlamento», establecida por Cromwell en el Instrument of Government de 1653. Para asegurarla, se obligó a los electores a entregar, junto con el voto, una declaración expresa de mandato imperativo para que las personas elegidas no tuvieran el poder de alterar esa forma de gobierno. Apenas reunido el Parlamento comenzó un áspero debate sobre la Constitución, que violaba el mandato de los electores. Cromwell cerró el Parlamento y exigió a cada uno de sus miembros una declaración semejante a la de los electores. La mayoría la firmó. Pero, reanudadas las sesiones, retornaron las controversias constitucionales. Cromwell disolvió el Parlamento y gobernó como dictador militar. Los plebiscitos de las modernas dictaduras y los juramentos de fidelidad a la Constitución son tan vacuos como aquellas garantías cromwellianas.

El segundo tipo de garantía institucional buscó la caución de la libertad política en el arbitraje de un tercer poder que moderara la lucha de ambiciones entre el poder ejecutivo y el legislativo. La idea de dar al poder judicial esa función de imparcialidad arbitral fue propuesta por Hamilton: «El judicial, debido a la naturaleza de sus funciones, será siempre el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución; porque su situación le permitirá estorbarlos o perjudicarlos en menor grado que los otros poderes.» En consecuencia, los tribunales de justicia deberán «declarar nulos todos los actos contrarios al sentido evidente de la Constitución».

Esta idea fue hecha suya por el juez Marshall en el caso «Marbury versus Madison». Pero nadie sostiene hoy que la Corte Suprema haya sido un poder imparcial en las disputas entre los otros poderes ni en los conflictos de ella misma con el poder ejecutivo, como en la crisis de 1937. Momento inolvidable para la democracia, porque un verdadero poder judicial se enfrentó con Roosevelt y la gran mayoría de la opinión en defensa del sistema constitucional. Friedrich lo supo expresar de forma insuperable: «Ningún poder es absolutamente neutral, so pena de no ser en absoluto poder.»

La otra intentona de garantizar la libertad con un poder neutral de carácter supremo ya no se basó en la teórica superioridad de alguno de los poderes tradicionales del Estado, sino en la gran novedad de crear un cuarto poder personal colocado en la cúspide del Estado, que no participara en las tareas de los otros tres. Esta idea, propuesta por Benjamin Constant en sus conocidas Reflexiones sobre las Constituciones y las garantías de 1814, no podía ser aceptada ni por los monarcas que se reservaban la prerrogativa del poder ejecutivo (Monarquía constitucional), ni por los Parlamentos que se atribuían la soberanía nacional.

Sin embargo, esta idea ilusa llegó a ponerse en práctica en la República de Weimar con la elección popular del presidente de la República y la designación por éste de un canciller que gozara de la confianza del Parlamento. A pesar del trágico fracaso del compromiso de Weimar, la fórmula del cuarto poder neutral fue reinventada por De Gaulle como fundamento de la V República. Su falsa neutralidad quedó puesta en evidencia durante la revuelta juvenil de mayo del 68.

El tercer tipo de garantía personal de la libertad política fue ideado en la Constitución española de 1812 y concretado en la que estableció la II República francesa. Los liberales españoles confiaron la libertad a una declaración constitucional que prescribía ser justos y benéficos. Los primeros socialistas franceses superaron la ingenuidad de los constituyentes españoles al incluir en la Constitución de 1848 esta garantía: «La Asamblea Nacional confía el depósito de la presente Constitución y los derechos que ella consagra a la guarda y el patriotismo de todos los franceses.» Bernanos lo expresó con laconismo: «Es una locura confiar al Número la guarda de la libertad.» Estas declaraciones románticas, como casi todas las contenidas en los preámbulos de las Constituciones, nos pueden hacer sonreír al común de los mortales, pero fueron tomadas muy en serio por los ilustres comentaristas de la Constitución de Weimar, sobre todo por Carl Schmitt, que llegó a darles un valor fundador de la unidad política nacional, por encima incluso de los preceptos constitucionales, cuando a lo sumo lo único que expresan es el predominio en la opinión de las creencias, ideales o aspiraciones morales del grupo constituyente en el momento constitucional.

Contra la ingenuidad liberal que puso el porvenir de la libertad en manos de la responsabilidad, la democracia dividió al poder y lo hipotecó en garantía de la libertad política. La división del poder es el único modo de moderarlo. No sólo por introducir rivalidades vigilantes unas de otras, sino sobre todo por impedir la reunión en las mismas manos de medios de coacción insuperable. Donde las libertades no tenían más caución que la ley y la responsabilidad política de los hombres de gobierno, se engendraron las formas dictatoriales del Estado total o totalitario. Donde la libertad estaba garantizada con la democracia, permaneció viva. El caso excepcional del Reino Unido puede ser explicado dentro de la regla, sin necesidad de acudir a la tesis de la insularidad, que absurdamente ha llegado a ser equiparada, en sus efectos, a la constitucionalidad democrática.

Resulta asombroso, por ello, que intelectuales de envergadura continúen repitiendo los ilusos tópicos del imperio de la ley y del Estado de derecho como garantía de la libertad política. Basta leer el capítulo XIV de Los fundamentos de la libertad de Hayek, para comprender la tautología liberal y la futilidad de las garantías de la libertad basadas en la naturaleza de la ley. ¿Acaso no eran Estados de derecho, imperios de la ley y regímenes constitucionales los que sucumbieron, sin derramar una gota de sangre, ante el fasci-nacismo? Al menos Popper pone en la facilidad para deponer al mal gobernante y cambiar sin violencia la Constitución las notas definitorias de la libertad política.

La historia no contradice mi tesis de que «hasta tal punto es determinante la garantía de la libertad política para la esencia de la democracia, que si sucumbe una forma de gobierno con libertades públicas se puede asegurar que tal gobierno no era democrático, ni tales libertades eran la libertad política».

A diferencia de otras libertades transitorias que dependen de circunstancias ajenas, la libertad política sólo es tal cuando logra zafarse de dominaciones extrañas a la voluntad genuina y libre del pueblo, y mira al porvenir con la tranquilidad de que la libertad de hoy será la de mañana. Y dada la naturaleza de las ambiciones y de la lógica del poder político, esa tranquilidad sólo puede darla un método de gobierno que, estando procurado por la libertad política, sea conforme a esas ambiciones y lógicas.

En la naturaleza de la libertad anida la incertidumbre de las cosas libres, mientras que la democracia encierra en sus entrañas la certidumbre de la libertad. Las barreras que las instituciones ponen al poder le sirven al mismo tiempo de apoyo. El equilibrio en el juego del poder garantiza, así, un espacio público libre. Y por eso la democracia no es libertad, sino garantía de libertad.

En busca de esta explicación, la teoría tiene que descomponer y mirar la íntima naturaleza de aquella verdad, enunciada como evidencia, que concibe la libertad política como capacidad de acción para instituir la forma de gobierno más favorable a los gobernados. Porque esa verdad está compuesta de varios elementos sociales de muy diversa condición o naturaleza, y se requiere identificar cuál o cuáles de ellos responden a esa finalidad.

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