GARANTÍA DE LIBERTAD POLÍTICA

Publicado el 25 de abril de 2022, 19:48

Por ser una capacidad subjetiva, la libertad política incorpora a su naturaleza la facultad de poder actualizarse para hacerse efectiva. Por
ser voluntaria esta actualización, la libertad política no puede liberarse de la naturaleza incierta de la libertad. Por ser de naturaleza política, esta libertad participa de la propensión del poder a la certidumbre de su continuación. Y, por ser colectiva, la libertad política tiene la naturaleza de las cosas sociales. Estas cuatro naturalezas hacen de la libertad política una potencia social, más que un poder organizado; una potestad colectiva, más que una facultad personal; un derecho político colectivo, más que un derecho subjetivo.

La naturaleza compuesta de la libertad política hace imposible la simplista idea de la soberanía popular. Como potencia social, el pueblo tiene la potestad colectiva de condicionar el ejercicio y el alcance de la soberanía del Estado, de limitarla y someterla a la función de defensa de la comunidad nacional frente a los peligros exteriores, y a la función
de dar coerción a las leyes y sentencias interiores. Pero no tiene potestad para suprimirla, suplantarla o hacerse titular de ella como soberano.

La acción estatal, como lo percibieron Locke y Madison, reduce la esfera de su actuación en los fines, pero aumenta la de los medios. El gobierno, el poder legislativo, la autoridad judicial, el poder administrativo y la autoridad monetaria del Estado no tienen libertad política. Solamente la libertad de acción que le reconocen de modo expreso las leyes. En ese sentido, su libertad de acción se mueve dentro de límites más estrechos que los marcados para la libertad de acción de los particulares. Éstos pueden hacer todo aquello que las leyes no prohíben; aquéllos, sólo lo que las leyes permiten.

La persona que ocupa un cargo público no tiene, en su ejercicio, libertad política. Como ésta se dirige desde la sociedad hacia el Estado, todo acto desde el Estado hacia la sociedad que no esté autorizado por la ley atenta a la libertad política de los ciudadanos. Las injerencias del poder estatal en la esfera de la sociedad civil, aunque no sean delictivas o inmorales, son bribonerías políticas, intromisiones ilícitas en las relaciones civiles, cuya modificación sólo compete a las personas físicas o morales que no están en el Estado. El Estado sólo puede influir en esas relaciones mediante las transformaciones sociales que causen las leyes y las medidas legales de gobierno. «Para el Estado es una degeneración, una insolencia filosófica y burocrática, intentar cumplir directamente propósitos morales, pues sólo la sociedad puede física y moralmente hacerlo» (Burckhardt). Por ello, la simple idea de partido estatal es un despropósito moral.

La libertad política de los ciudadanos es una potencia hacia el Estado, que se actualiza como poder, mediante la concreción de la hegemonía electoral en los representantes elegidos para la Asamblea Legislativa, y mediante la concreción de la hegemonía política en la persona del presidente nominado por el pueblo para el poder ejecutivo. El poder de representación viene de la potencia de la sociedad civil, de los representados. El poder de la gobernación viene de la potencia de la sociedad política, del Estado y de su Constitución. Definida como potencia o potestad de la sociedad hacia el Estado, la libertad política recupera el sentido de la potestas romana, que se refería a la facultad de las personas para concertarse con fines políticos frente a la auctoritas. Cicerón las quiso armonizar ubicándolas en esferas separadas: potestas in populo, auctoritas in senatu. Era ingenioso, pero tenía que conducir al enfrentamiento entre potestad y autoridad, a la destrucción de la República y a la apertura cesárea de la vía imperial. El drama de Coriolano lo anuncia: «Mi alma sangra al prever con qué rapidez podrá insinuarse la anarquía entre dos autoridades en presencia, de las que ninguna es suprema, desde que existe una división entre las dos y destruye la una a la otra» (Shakespeare).

Montesquieu también contempló la garantía de la libertad política en esa separación entre poder ejecutivo soberano (autoridad) y potencia legislativa del pueblo (potestad), que inventó la Monarquía constitucional. Era igualmente ingenioso, pero condujo en el Reino Unido a la entente corruptora de los dos poderes y, en Francia, al Terror jacobino de un comité del legislativo.

El pensamiento caótico y psicologista de Max Stirner llegó a encontrar la garantía de la libertad política en la mutua destrucción de esos dos poderes separados, «que se desgastan el uno al otro al chocar entre sí», hasta hundirse en la Nada. De donde emergería la libertad ácrata y absolutamente egoísta del yo único de mi propiedad, dueño de «sí mismo» (1844). La historia se encargaría luego de demostrar a qué clase de libertad condujo ese Yo único, emergido de la impotencia y de la destrucción del falso dualismo del sistema parlamentario.

El propio Montesquieu fue consciente de que el equilibrio entre poderes separados tenía el riesgo de garantizar la libertad a costa de la impotencia del gobierno. Esta vez, su respuesta fue decepcionante: «Como por el movimiento necesario de las cosas [los poderes separados], están obligados a marchar, se verán obligados a marchar de concierto.» El problema quedó planteado.

La ambición inmoral de Walpole encontró una solución provisional que se convirtió en definitiva: hacer que el soberano no tuviese más remedio que nombrar primer ministro al jefe de una mayoría parlamentaria fabricada con el poder de seducción del gobierno. La corrupción de las ambiciones unió los poderes que la rebelión liberal había separado, y fundó el parlamentarismo con gobierno de gabinete y justicia independiente, pero sin libertad política.

El problema de Montesquieu cambió de signo. El peligro de la separación de poderes estaba precisamente en su concierto. Quien lo vio primero fue Constant: «Si la suma total del poder es ilimitada, los poderes divididos no tienen más que formar una coalición, y el despotismo será sin remedio» (Oeuvres, La Pléiade, pág. 1074). Y puso su fe en la neutralidad del monarca.

Rousseau propuso garantizar la libertad política mediante la concentración de todos los poderes en la sola soberanía absoluta e indivisible del pueblo, y separando de este soberano único a su enemigo natural, el gobierno. Pero el sistema parlamentario, que realizó la concentración de los poderes en el legislativo, ha terminado por dar al ejecutivo la soberanía absoluta sobre los legisladores de lista de partidos, sobre los rectores de la justicia y los medios de comunicación financiados por el Estado.

Para evitar esos dos peligros de la división del poder, el de la impotencia y el de la concertación, la democracia representativa tomó
de Montesquieu el método de la separación de poderes, y de Rousseau, el principio de que la fuente de legitimación de todos ellos habría de ser la misma. El problema está en que la potencia colectiva del pueblo no es un poder, salvo cuando se instala en el Estado. Y la democracia ha tenido que inventar cómo salir de este círculo vicioso para poder garantizar la libertad política.

La libertad política del cuerpo electoral es una «voluntad de hacer» lo colectivo, lo que los individuos aislados no pueden lograr. Con la voluntad colectiva de hacer, la libertad de acción se transforma en poder de la libertad política en el Estado. El principio de que «la unión hace la fuerza» otorga la legitimidad de lo colectivo al gobernante.

Pero el poder de que es investido en el cargo estatal ya no es la suma de las fuerzas individuales de sus votantes, de su mucha o su poca inteligencia, de su moral de señores o de esclavos, sino el que otorga el monopolio legal de la violencia a los titulares de los cargos estatales elegidos. Esta transformación de la «voluntad de hacer» de los ciudadanos en «voluntad de poder» del gobernante elegido provoca el
drama y el misterio de la política moderna. No en el sentido previsto por Nietzsche, de que toda clase de acción humana reproduce las condiciones y presunciones que la hacen posible, sino exactamente en sentido inverso, haciendo imposible el retorno a la voluntad de hacer, originaria y legitimadora de la voluntad de poder.

La «voluntad de poder», enquistada y fosilizada en el sistema parlamentario o de partidos, no permite que se pueda reproducir la situación inicial, con un retorno natural a la potencia de la libertad política constituyente. Y cuando el poder constituido no encuentra resistencias institucionales en otras voluntades de poder, se convierte en voluntad única del dictador o en voluntad del Yo único, patrimonializador de un Estado oligarquizado con los abusos de poder y la corrupción sistemática: en el Estado liberal (Walpole-Barras), en el Estado total (Mussolini-Hitler) y en el Estado de partidos (Andreotti- Craxi-González).

La falta de resistencia de otras voluntades de poder no proviene de una falta o de una escasez de ambiciones. Pero a diferencia de lo que sucedía en el Estado liberal clásico, donde los parlamentarios eran «notables» personalidades que dominaban y contenían la voluntad de poder del gobierno de gabinete elegido por ellos mismos, a costa de su ineficacia, en el actual Estado de partidos la voluntad de poder está espoleada por la propia Constitución de la oligarquía y su cínica ley electoral. Aquí sí se reproduce la voluntad de poder en sentido «nietzscheano».

En la voluntad de poder, alimentada por la propia disposición de las instituciones, está el gran escollo de la libertad política. Esa voluntad de poder, al no estar separada de otras voluntades de poder también institucionalizadas, reproduce los presupuestos y condiciones de la voluntad de dominación, o sea, el retorno de lo mismo a lo mismo. Sin ese retorno se rompería el inestable equilibrio del poder de la oligarquía en el Estado de partidos.

La alternancia de los partidos estatales en el gobierno implica como supuesto la ausencia de alternativa para el poder emergente de los espacios públicos libres; es decir, la falta de libertad política en el sujeto del poder constituyente, la ausencia de libertad ciudadana para la determinación del poder.

En el Estado de partidos, los ciudadanos están a merced de los gobiernos por la sencilla razón de que, teniendo las libertades públicas de carácter civil, no tienen, sin embargo, la libertad política para deponer al gobierno que abusa del poder, ni para elegir ellos mismos a los diputados que lo controlen.

El problema está en cómo garantizar que esa libertad constituyente del poder político esté siempre en manos de los ciudadanos, aunque sea de modo latente o potencial, pero protegido por las instituciones.

Los tratadistas de la teoría constitucional vieron la dificultad, pero la confundieron con la implicada en el reconocimiento del derecho positivo a la insurrección civil y en la condición inorganizada e inorganizable del pueblo-demos como sujeto del poder constituyente. Sin renunciar a la romántica ficción del pueblo soberano y titular del poder constituyente, la teoría de la democracia está metida en un callejón sin salida.

Para ser científica, la teoría de la democracia tiene que situar la soberanía allí donde siempre se ha encontrado, o sea, en el poder ejecutivo del Estado, en el titular efectivo de la facultad dispositiva del monopolio legal de la fuerza. Mientras que ha de buscar al sujeto del poder constituyente de la democracia formal allí donde lo ha situado la historia: en el grupo constituyente de la libertad política, en el tercio laocrático de la libertad.

De este modo, es posible afrontar con realismo tanto el problema de la impotencia o concertación de los poderes separados, que no supo resolver Montesquieu, como el problema de las situaciones de crisis de la libertad política, que Rousseau entregó a la inspiración de hombres providenciales, divinos o satánicos.

El secreto de la fórmula de la democracia está en hacer posible, de modo institucional, el retorno a la voluntad de hacer del grupo constituyente de la libertad política, en caso de conflicto o de complot entre las voluntades de poder o de una crisis de la situación.

Si se asegura el retorno a la situación original de libertad política, la voluntad colectiva de hacer vencerá siempre a las voluntades personales de poder. Esta es la ley última de la democracia y la única garantía real de la libertad política. Una ley natural del poder que se hace ley positiva de la libertad, si es incorporada a la normativa de la Constitución como expresión de la hegemonia cultural del grupo constituyente de la democracia.

Es cierto que las ambiciones de clase dan origen a voluntades de poder de clase. Y que estas voluntades de poder son más sociales que personales. Pero también es cierto que no hay voluntad social de poder que no esté interpretada, simbolizada y concretada en una voluntad personal de poder. Donde se produce la mixtificación de lo social y lo personal no es en la voluntad de poder, que se encarna siempre en las personas de la clase gobernante, sino en el proceso de formación de la voluntad colectiva de hacer. Es decir, en la opinión pública.

Por eso es decisivo, para la efectiva garantía de la libertad, que la hegemonía de la opinión pública no cese de girar en torno a las ideas culturales y aspiraciones materiales del grupo social que fue determinante de la libertad política y de la democracia.

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