Capítulo VIII 162-170

Publicado el 30 de abril de 2022, 23:00

—Pero ¿cómo? —Se entrometió la voz nasal de Simón—. Tú, un hombre de ciencia, ¿te dejas impresionar por estas coincidencias? Dios mío, lo que pueden hacer los nervios cuando uno está a punto de ser padre…

—No, Simón —lo interrumpí sin apartar la vista del campamento cruzado—. Efemérides y coincidencias aparte, hay otra cosa, pero no sé bien qué.

¿Te parece normal lo que pasa ahí abajo? —apunté con el dedo.

—Bueno, aparte de las quinientos mil personas dispuestas a pasarnos a cuchillo, todo me parece tranquilo. Es más, muy tranquilo, gracias a Dios —repuso Bernard, alisándose sus cabellos rubios con la mano.

—¡Eso es! ¡Algo no va bien, Bernard! Tu manera de pensar como hombre de armas se ha fijado en lo que para mí sólo era una sensación indefinida: todo está demasiado tranquilo ¡Demasiado! Ayer era normal porque acababan de llegar, pero ¿y hoy? ¿No te das cuenta de que ni siquiera están montando las máquinas de guerra? No se ve ni una balista, ni trabuquete, ni manganel. ¡Nada! Y saben que los días vuelan y que el tiempo es su peor enemigo. Nosotros hemos pensado en todo cuanto estaba en nuestra mano. Fíjate cuántas torres albarranas. Por otra parte, en las murallas de Vissec y Durant hay centenares de hombres preparados para lanzar millares de abrojos en el caso de que esos condenados intenten llevar a sus caballos hasta allí arriba —me mordí los labios mientras continuaba observando la Armada de Cristo—. ¿Y qué hacen los cruzados? Nada, absolutamente nada: duermen, acampan… Nada, ni una mísera escaramuza: nada de nada. ¿Veis aquellos  cuatro tontos que han salido por la puerta de Torre Ventosa? ¿Los veis? ¡Son los nuestros! Agitan las banderas, los están provocando… y hasta los bandidos más cercanos los ignoran. ¿Lo comprendéis? No es lógico. Ni natural.

Dejamos la conversación y miramos qué hacían los cuatro hombres que habían salido por la puerta que quedaba a nuestros pies. Ondeaban la enseña de la ciudad mientras gritaban y se burlaban a la vista de los saqueadores y los cruzados. Todos los hombres de la guarnición se habían acercado a los bastiones para contemplar la escena, riendo entre ellos y acompañando los alaridos de aquellos cuatro con quejosas exclamaciones. Atraídos por los berridos y las risotadas, muchos se agolparon frente a las troneras y las almenas.

—Imbéciles, pero ¿quién les ha dado permiso para dar este espectáculo? —Gruñó Bernard.

—¿No ves que así levantan la moral? ¡No hacen nada malo! Y no hay ningún peligro —sentenció Simón.

—Bueno, sea como fuere, no hay que azuzar a una fiera que duerme —aconsejó el jefe de la guarnición, pellizcándose con nerviosismo su narizota.

Cuanto más veía a aquellos cuatro juguetear con las banderas, mayor era mi congoja. Parecía que me faltase el aire. Observaba la escena un tanto distraído. En cierto momento, miré con atención el campamento cruzado, en especial la posición más avanzada, donde se encontraba el escuadrón de saqueadores. El día anterior ocupaba el mismo espacio… Sí, más o menos, lo mismo. Pero el día antes era más denso, mucho más tupido. Era como si… de veinte mil hombres… quedasen sólo cinco mil, no más. ¿Acaso se trataba sólo de una impresión o quizá no? Pero, si no estaban allí, ¿adónde estaban en aquel momento? Ya tenía dos cosas raras en las que pensar: la ausencia de cualquier preparativo para la guerra y la desaparición de las tres cuartas partes del contingente de saqueadores. Poco después vi cómo, entre las tropas de avanzadilla, alguien izaba una bandera roja. Mi corazón comenzó a palpitar y mis ojos, aterrorizada, voló por todas partes. Y la vi. A la izquierda, muy a lo lejos, hacia el Puente Viejo, otra bandera roja se alzó y comenzó a ondear a manera de saludo… Con un nudo en el corazón llevé la mirada a otro punto y, allí, siguiendo una trepidante figura geométrica que mi miedo se había apresurado a dibujar, allá, más allá, hacia levante, en dirección a San Jaime, en medio del centelleo de las armas, otra banderola roja se alzó y se agitó en el aire.

—¿Qué ocurre? ¿Qué tienes, Giordano? —inquirieron Simón y Bernard.

—¡Por las llamas del infierno! ¡Un momento…! Hace cuarenta y dos años, Roger II logró romper el asedio y entrar en la ciudad para saquearla… ¡Y lo consiguió gracias a la astucia y el engaño! ¡Y nadie supo cómo! Vedlo vosotros también, ved a los saqueadores-asesinos. Faltan tres cuartas partes. Se están haciendo señales con las banderas rojas. Mirad allá… y allá… ¡y allá! Y ¿de dónde han salido esos cuatro tontos? ¿Por qué hacen todo eso? ¿Por qué, en nombre de Dios? Es una farsa, puro teatro: buscan espectadores. ¿Y qué hace el público que asiste a una representación? ¡Se olvida de todo y se concentra sólo en lo que hacen los actores! Esos cuatro quieren que nos quedemos embobados y no miremos hacia ninguna otra parte, que nuestros gritos disimulen otros alaridos… Pero ¿quiénes son esos cuatro, Bernard? ¿Quiénes son? Me parece conocer a uno de ellos. ¿Quién es, Bernard? ¿Quién es, por Dios?

—Espera, déjame pensar… ¿A quién te refieres? ¿Al de la barba y los cabellos rojizos? ¿Al que construía las cisternas?

Mi mente pareció estallar a la violenta luz de la verdad.

Los cruzados no preparaban máquinas de guerra porque alguien los iba a ayudar a entrar en la ciudad. Recordé la escena de casi un año antes. Yolanda y yo volvíamos del río. El hombre con la barba y el pelo rojos, junto con otros tres, trabajaba en la construcción de la cisterna cercana a la puerta de San Guillermo. ¡Dios mío, justo enfrente de la iglesia de Santa Magdalena! ¡Justo en la otra parte! ¡Por levante, y no por poniente, entrarían los saqueadores! A través de un pasadizo en las cisternas y, así, abrirían otras puertas y nos golpearían por la espalda mientras nos entreteníamos con aquel espectáculo.

Grité a mis amigos lo que probablemente estaba pasando. En pocos instantes su escepticismo se mudó en terror. Bernard llamó a un guardia:

—Veinte de vosotros iréis corriendo a donde os indique micer Giordano. Y tú, Simón, ve con ellos. Y todos vosotros: pase lo que pase, proteged su vida. Vale más que toda esta ciudad.

El joven armado asintió. Abracé a Bernard mientras a lo lejos, hacia el burgo de la Magdalena, el tañido de una campana que doblaba a muerte comenzaba a extenderse por la ciudad. Apenas miré a los cuatro situados fuera de la puerta de Torre Ventosa y que simulaban comenzar a batirse en retirada, pero acercándose a los soldados y saqueadores. Empecé a correr. Simón me puso en la mano una pequeña espada, mientras Bernard gritaba en vano para que disparasen las flechas, sin hacer caso a aquellos cuatro, y que atrancasen la puerta. Era muy difícil saber qué estaba ocurriendo. Mientras las primeras flechas comenzaron a cortar el cálido aire veraniego, Simón, los veinte guardias y yo corríamos hacia la puerta de San Jaime. Las primeras callejuelas que atravesamos mostraban una normalidad desoladora: las gentes, sentadas tranquilamente delante de las casas, se apretaban contra los muros para no ser embestidas en nuestra alocada carrera. Por un momento soñé haberme equivocado, pero la campana de la iglesia de Santa María Magdalena volvió a sonar con su lúgubre tañido.

No llegamos a tiempo a la puerta de San Guillermo. Antes de llegar a la plaza de la torre del campanario oímos gritos y ruidos metálicos. De pronto, al fondo de un callejón, comenzamos a ver sangre: ancianos, mujeres, niños… Todos degollados, con la cabeza cortada y destripados. Y los aullidos… los aullidos bestiales de los saqueadores-asesinos y los gritos desgarradores de la gente.

Por fin nos enfrentamos a ellos. Nos encontrábamos en un callejón. Corrían hacia nosotros. Aunque eran cinco o seis, no se asustaron al ver nuestro número y continuaron corriendo como endemoniados, descalzos; todos empuñaban un bastón en una mano y un gran cuchillo en la otra. La ferocidad se reflejaba en sus rostros y la sed de sangre, en sus ojos. Apenas pude defenderme: Simón me tomó del brazo y me echó hacia atrás mientras los guardias se adelantaban para defendernos. Logramos detenerlos y eliminarlos, pero tres de los nuestros quedaron en el suelo.

De las callejuelas adyacentes se oyeron otros gritos igualmente desgarradores, mientras el tañido de las otras campanas se unió al de la primera.

Reemprendimos la carrera. Llegamos al cruce del mercado y echamos un vistazo a un callejón: decenas de cuerpos mutilados empapados en sangre. De alguna casa comenzaba a salir el olor acre del humo. No tardó en aparecer el fuego: dos asesinos saltaron a través de las llamas. Nuestros soldados consiguieron atravesarlos con las espadas. Sus aullidos no cesaron aun con el hierro en el vientre. Mientras intentábamos proseguir, una nube de palos y cuchillos salía de una calleja. Nos refugiamos en un callejón, pero nos habían visto. Se abalanzaron sobre nosotros. Los guardias nos protegieron a Simón y a mí, pero era tanta la ferocidad de los saqueadores que algunos saltaban sobre los cuerpos de sus compañeros, o los utilizaban como escudos, para llegar hasta nosotros. Dos lo consiguieron: el primero cayó después de que Simón lo ensartase por el vientre con su espada, mientras que el otro me asestó un bastonazo en el hombro. Al caer, mientras se aprestaba a cortarme la garganta con un cuchillo curvo, logré traspasarlo con mi espadín mientras Simón hacía lo mismo.

Mi amigo me tomó del brazo y me arrastró a un portal.

—Todo ha acabado. ¡Acabado! ¡Corre al castillo! ¡Al pozo! Huye, ve a Carcasona y cuéntalo todo. Escapa —sus grandes ojos mostraban su desesperación. Su voz era áspera, grave.

—En la iglesia de la Magdalena están Yolanda, David y Sara —grité entre temblores.

—¡Vayamos pues! Pero mantente detrás. ¡Detrás! ¿Me entiendes? Dios omnipotente, ayúdalos.

Dejamos a nuestras espaldas a los guardias que protegían nuestra fuga mientras otros saqueadores acudían para socorrer a sus compañeros. Esta vez giramos a la izquierda, en un intento por llegar a la Magdalena por abajo, desde la puerta de Grindes. La furia devastadora de los saqueadores-asesinos todavía no había alcanzado aquella parte de la ciudad, pero pronto nos dimos cuenta de lo contrario.

En la puerta del hospital para niños vimos un lago de sangre y las cabezas cortadas de muchas criaturas. Pasamos por delante de la casa de los cátaros. Una desgarradora visión nos asaltó: peregrinos, campesinos, enfermos, niñas… Todos en un charco sanguinolento, mutilados de manera horrenda. El cuerpo sin cabeza de Jeanne había sido descuartizado, mientras su cabeza, ensartada en un bastón, se erigía con toda su piedad en medio de un montón de cadáveres.

Continuamos corriendo. Sentíamos como las náuseas nos destrozaban la garganta. Me ahogaba… Poco después, al lado del asilo para pobres, en medio de otro horror sanguinolento, el cuerpo destrozado de Marta, la esposa de Simón. Mi amigo se inclinó, la besó en la boca sin llorar, tomó su cuerpo sin vida y lo cobijó en el interior de un portal.

—Adiós, compañera mía. Hasta pronto. ¡Tú corrías hacia David y Sara! Que Dios nos ayude. Dentro de poco… nos encontraremos.

El sonido lúgubre de la campana era cada vez más persistente y se difundía por las callejuelas de la ciudad. Corría como la sangre, como la muerte, como nuestro horror. Era un fragor que no daba tregua, que no dejaba lugar para la piedad. «Vámonos, amigo mío», le dije, tomándolo del brazo. Pero hubimos de volver sobre nuestros pasos. Continuamos corriendo por callejas sin vida, saltando por encima de los cadáveres. Por doquier encontrábamos sangre, fuego y, en resumidas cuentas, muerte. Cuando estábamos a punto de llegar a la iglesia de Santa María Magdalena, se detuvieron ante nosotros cuatro soldados con la cruz escarlata cosida sobre la cota. Del templo salían alaridos espantosos, gritos desesperados. En el campanario tocaban a masacre y musite.

La fornida figura de Simón se adelantó y comenzó a hender el aire con una violencia titánica tal, que hizo que los cuatro se detuviesen. Uno de ellos consiguió alcanzarle en los hombros e intentaba traspasarlo con la espada cuando lo golpeé. Simón había matado a los otros mientras gritaba los nombres de Marta, Sara y David.

Se volvió hacia mí, justo cuando a mis espaldas se oyeron unos gritos espantosos. Los ojos de Simón brillaron con un destello de furia. Comenzó a hacer molinetes con la espada para defenderme, pero todo ocurrió demasiado deprisa… La luz se desvaneció… Me hundí en las tinieblas con un violento dolor en la cabeza… Todo desapareció, incluso el lúgubre tañido de las campanas…

Tras zambullirme en las oscuras profundidades de la mente, emergí a la dolorosa superficie. Lo primero que advertí fue un áspero olor a madera quemada… Luego me llegó también el de carne quemada. Abrí los ojos: estaba envuelto en tinieblas. Me hallaba en el interior de un pequeño zaguán, bajo una escalera. Afuera se entreveían unas vagas sombras rojizas. Oía el crepitar de las llamas, blasfemias y alguna imprecación. Muy a lo lejos, un coro sombrío, tétrico, cantaba un Tedeum, pero las campanas permanecían mudas. Un frío silencio impregnaba la oscuridad.

Un incendio de recuerdos: el horror se precipitó de nuevo en mi mente. Intenté levantarme. Lo conseguí con gran esfuerzo. Parecía que la cabeza me iba a estallar. Llevaba algo encima. Me palpé. Me sentía como si estuviera preso en una red helada ... de hierro… También en la cabeza, envuelto en mi sangre… Sin comprender nada, me precipité hacia el callejón donde el resplandor de las llamas iluminó la cota reforzada con placas de cuero que ostentaban la cruz en el pecho. ¡Llevaba las prendas de un cruzado!
Simón…

Me había desnudado y me había vestido como un cruzado. No demasiado lejos, yacía el cadáver imponente de un hombre ataviado con mis ropas. Justo cuando me incliné para recoger el cinturón con la hebilla de bronce, un ruido de pasos pesados me hizo volver la cabeza: mi primera reacción fue la de huir. Después me controlé y aferré con fuerza el espadín que llevaba en la mano. Un cruzado bajaba por la escalera arrastrando una gran alforja.

Me vio.

—¡Así que no estás muerto! Te había visto ahí, echado en medio de tanta sangre… Es un verdadero burdel. Pero ¿qué haces? ¿Te parece bastante un cinturón con una hebilla sin valor? Mira esto… ¡Mira qué botín! —Y abrió la saca para mostrarme todos los objetos de valor que había cogido en la casa—. ¡Es increíble! —continuó entusiasmado—. ¡No te puedes imaginar la de cosas de valor que tenían estos condenados! ¡Te aseguro que Bizancio no era tan rica! ¿Estuviste allí?

—No… no —farfullé, haciendo un esfuerzo por dominarme. Temblaba.

—Pues date prisa en encontrar algo, porque esos hideputas, los saqueadores, han pegado fuego a toda la ciudad. Útiles, indispensables… ¡Pero unos auténticos hideputas!

Calló al ver cómo miraba horrorizado el montón de cadáveres mutilados que teníamos al lado.

—¡Tiene que llevar mucho tiempo desmayado…! Te aseguro que dar una vuelta por la ciudad es un verdadero espectáculo, ¡sangre de Judas! De setenta a ochenta mil personas; no se ha salvado ninguna. ¡Ni una, te digo! ¡Ni un perro! Hemos obedecido al Generalísimo Abad Blanco al pie de la letra. ¡No se quejará! —Y sacaba pecho, lleno de orgullo y alegría—. Una matanza de estas proporciones… ¡y sin una baja! ¡Ese diablo debería dedicarse sólo a la guerra y olvidarse de ser monje! Lo único malo son esos asesinos, los muy hideputas: son tan feroces que no han tenido bastante con la sangre… ¡y lo han incendiado todo! Y a nosotros nos ha quedado bien poco. De todos modos, ¡qué espectáculo, por el Anticristo! Deberías verlos: violan a las jóvenes que han matado, a las niñas y a los chicos. ¡Qué espectáculo, por el Anticristo! Lástima que hayan degollado a todos… —Y cerró la saca mientras desaprobaba con la cabeza.

—¿Por qué? —pregunté con un hilo de voz mientras intentaba ocultar mi desesperación.

—¿Que por qué? ¡La Virgen! ¿Pero dónde estabas tú ayer? ¿No oíste lo de la recompensa en oro para quien lograse llevarle vivo al fulano aquél…?

¿Cómo se llamaba…? Anda, ayúdame…

—¿Te refieres a Palis Jordanus?

—¡Eso es! Ese herejote rebelde, pequeño de estatura, cabellos rizados y negros. Un tipo como tú, más o menos… Oye, ¿por qué estás tan asustado? ¿Y por qué no dices nada? ¿Quién es tu señor? ¿Y cómo es que llevas una cota tan grande? Déjame verte.

Y, diciendo esto, me sujetó por un hombro para que me volviese hacia las llamas que se alzaban de un montón de madera y cadáveres, en medio de un cruce cercano.

Hundí la espada en el vientre del hombre, sin piedad, luchando contra las náuseas que me sacudían el pecho. Me ceñí el cinturón con la hebilla de bronce en torno a la cintura, recogí una daga muy afilada de la mano del cruzado al que había matado y me encaminé, tambaleándome, empuñando la espada manchada de sangre. Nadie reparó en mí en aquel escenario apocalíptico. Por las calles, en el centro o a los lados, a lo largo de las acequias para el agua de lluvia, discurrían regueros densos de aquel horror rojo.

No debía de hacer mucho que había oscurecido. Las llamas, cada vez más altas, se elevaban por todos lados. Logré llegar a la iglesia de Santa María Magdalena. El infierno se apoderó de mi alma. Ya no había calle. No se distinguía nada, salvo cadáveres mutilados y sangre. Me esforcé por avanzar, saltando entre aquellos montones de cuerpos sin vida. Me acerqué a la puerta principal de la iglesia. Simón yacía prono sobre las escaleras, traspasado por dos espadas, en un abrazo mortal con un asesino, por un lado, y un cruzado por otro.

Entré en la iglesia. Las llamas eran cada vez más altas. El horror obligó a que mis ojos se refugiaran arriba, en el gran rosetón de vidrio por donde, hasta aquel día, entraba la luz del sol. Hice acopio de fuerzas y bajé la mirada. La muerte había cubierto el templo: el suelo estaba alfombrado de cadáveres horriblemente mutilados. Buscaba por doquier sin dejar de temblar, pero no quería ver. Reconocí al padre Andrés y al otro joven sacerdote: les habían cortado la cabeza y los brazos. Y a las mujeres, las niñas, las criaturas de pocos meses descuartizadas, rodeadas de un horrible charco rojo.

Un cruzado aún rebuscaba entre los cadáveres: se había inclinado frente al cuerpo inerte de una niña para arrancarle sus aretes de oro. Advirtió mi presencia, se volvió y me mostró exultante dos pendientes con sus manos ensangrentadas. Mi espada lo traspasó con violencia. Murió con el estupor en los ojos.

Me negaba con tozudez a abandonar la esperanza pero, justo cuando me disponía a salir… allí, bajo el altar, vi sus cuerpos: volé por encima de la sangre y la carne triturada de tantas criaturas… y lo que vi me hizo caer de rodillas.

El cuerpo de David yacía prono en el suelo, con los brazos estirados en un intento de proteger a Sara y Yolanda. Un profundo tajo en la garganta casi lo había decapitado. Su pobre cabeza cubría el vientre desnudo de Sara, mutilada por completo. Un bracito había quedado junto a la pierna de su hermano. Su carita estaba cubierta de sangre. Sus ricitos de oro estaban separados por una hendidura en el centro de la cabeza de la que escapaba un denso líquido rojizo. Su otro brazo, pegado al cuerpo, estaba unido al de David, en un último intento de proteger a mi Yolanda… con el rostro todavía limpio, los ojos claros abiertos, mirando fijamente el cielo.

Una ráfaga helada se apoderó de mi corazón… Una profunda laceración en la garganta: también le habían cortado la cabeza, los brazos y las manos, hundidos en la sangre. Aquel horror no me había dejado ver el vientre… abierto con profundos cortes… y la niña, nuestra hija, arrancada por espadas y cuchillos… Un cuerpecito de ángel sacado del seno materno, destrozado antes de nacer, sobre un altar… Me desplomé sobre la sangre, sobre el amor. Desesperado, acariciaba el cabello de Yolanda. Intentaba protegerla, acuné el machacado cuerpo de nuestra hija. Ojalá hubiese podido recomponerle la vida. Gemía y vomitaba. Aullaba contra el dios que había permitido aquella masacre. Apenas podía sofocar mis maldiciones. ¿Quién era? ¡Quizá los cátaros tenían razón! Hundí el rostro en la cabellera de mi esposa y, finalmente, eructé blasfemias, me doblé sobre mí mismo mientras invocaba piedad. Mis manos se volvieron a abrir, inertes…

Después, quizá cerré los ojos de Yolanda. Quizá besé los restos de aquellas criaturas que amaría para siempre… Seguro que salí,tambaleándome entre las llamas y el horror: mi alma anhelaba la muerte de mi cuerpo, la huida de aquel mundo infame. Deseaba unirme a aquel holocausto, desaparecer también yo en el fuego. Toda la ciudad ardía; todo se había convertido en una hoguera.

Sin embargo, salí de allí. Monjes y sacerdotes de la Armada de Cristo huían mientras aullaban al cielo el Tedeum. Vi cómo la catedral de Saint Nazaire se partía en dos y se desmoronaba sobre sus cenizas.

Me acerqué al pozo y me introduje dentro. Aparté la piedra y me dispuse a hundirme en aquel estrecho pasadizo negro, mientras no cesaba de invocar a la muerte entre llantos y gemidos y mordía la tierra y sus gusanos.

El Ejército de Cristo acampó durante tres días a los pies de la colina humeante. Grupos aislados de saqueadores-asesinos y soldados rebuscaban aún entre los escombros de la guarida del Diablo cualquier objeto de valor que hubiese podido escapar del saqueo y el incendio. Quienes prefirieron quedarse en las tiendas, se dedicaron a descansar o a bailar con las cantineras que habían seguido a las tropas. En el río se lavaban las ropas ensangrentadas, se hablaba del milagro y se daba gracias al Señor por haber ayudado al ejército de Cristo en la destrucción de la Sinagoga de Satanás.

La noticia de la matanza y el terror voló de boca en boca, de castillo en castillo, de ciudad en ciudad. A la sombra de su tienda, Arnauld Amaury compartió unos tragos de vino de Borgoña con el conde Eudes III, con quien discutía sobre la última vendimia. Las colinas de Cîteaux eran prácticamente como las de Beaune, pero el vino que hacían sus monjes… ¡era otra cosa! Se citaron para la próxima cosecha y, entre un sorbo y otro, Arnauld escribió a Inocencio III para anunciarle la victoria de Cristo:

«El día siguiente, fiesta de santa María Magdalena, en la iglesia donde hace tantos años los Biterrois asesinaron a traición a su señor, comenzamos el asedio de Béziers, ciudad defendida por la naturaleza del lugar y tan bien provista de hombres y víveres, que parecía capaz de detener por largo tiempo al más numeroso de los ejércitos. ¡Pero no hay fuerza ni prudencia que valga contra Dios! Los nuestros no respetaron ni rango, ni sexo, ni edad: cerca de veinte mil hombres fueron traspasados por la espada y a tan sangrienta carnicería siguieron el saqueo y el incendio de toda la ciudad, resultado más que justo de la venganza divina contra los culpables».

Al cuarto día, mientras el sol de julio ardía y desde la colina comenzaba a llegar el hedor de la carne que se pudría, el gigantesco ejército se dirigió hacia Carcasona.

Por el camino, el generalísimo Abad Blanco recibió al arzobispo Berengario y al vizconde Aimery de Narbona, quienes se postraron a sus pies en muestra de sumisión. Les entregarán a todas las personas sospechosas así como a los herejes que éste quisiese y le cederán todas las propiedades narbonesas de los judíos de Béziers. Todo, con tal que evitar un castigo de Dios similar al asestado a los condenados de la guarida del Diablo.

Seis días después, la armada llegó a Carcasona. Entretanto, centenares de castillos habían abierto sus puertas a los invasores para rendirse ante Arnauld Amaury. Incluso los cónsules de Arles y Montpellier, tras la carnicería de Béziers, se sometieron y juraron fidelidad a los legados pontificios Milón y Thédise.

Sin embargo, Carcasona era inexpugnable, tan poderosas eran sus fortificaciones. Las primeras escaramuzas en el burgo mostraron el gran valor del joven vizconde Raimundo-Roger de Trencavel, quien tenía a su lado a los mejores caballeros occitanos. A pesar de ello, la lucha era muy desigual, pues habían de enfrentarse a unas fuerzas mil veces superiores en número y combatir al Veni Creator que los monjes y los sacerdotes gritaban al cielo para que descendiese la justicia divina. Consiguieron defenderse con honor, pero al final se vieron obligados a ceder el burgo y el Castellar, y se retiraron al interior de las murallas.

El verano había entrado en su época más calurosa. Se terminó el agua en la ciudad y los animales y los niños comenzaron a morir. Un hedor nauseabundo circulaba por la ciudad junto con enjambres de grandes moscas que sembraron el pánico entre las gentes. El vizconde recibió la noticia de la masacre de Béziers directamente del rey Pedro II de Aragón, pero rehusó tanto la posibilidad de rendirse como la de abandonar a su gente.

Arnauld Amaury intentó desencovarlo. Propuso una entrevista con el joven vizconde, para la cual envió a su tío, el conde Auxerre, Pierre de Courtenay, al que se había entregado un falso salvoconducto firmado por todos los caudillos militares de la Armada de Cristo. Raimundo-Roger de Trencavel salió de la ciudad para parlamentar con el Abad Blanco, pero fue aprehendido, enviado a prisión y, tres meses después, el 10 de noviembre de 1209, degollado del modo más miserable.

Carcasona, sin agua y sin nadie que la gobernase, se rindió: el Abad Blanco perdonó la vida a sus habitantes, expulsándolos desnudos de la ciudad. Sus haberes, su dinero y sus tierras se convirtieron en el primer gran botín del ejército de Cristo. Tan grande recompensa hizo olvidar el motivo oficial de la expedición: la herejía. Ante la conquista de la poderosa Carcasona, el generalísimo Arnauld no pensó más en los apestados herejes. Ofreció tierras y riquezas al conde de Nevers, al duque de Borgoña, al conde de Saint-Pol, todos ellos hombres poderosos que se habían deshecho de su humanidad durante la matanza de Béziers en aras de una provechosa operación militar —y castigo divino, por supuesto—, hombres cuyo sentido de la caballería quedó sepultado bajo el engaño y la traición perpetrados contra el joven vizconde Trencavel. Sin embargo, uno tras otro acabaron por abandonar el Ejército de Cristo.

Pero hubo un conde sin condado, Simón de Montfort, que no se mostró tan escrupuloso. Cada vez se identificaba más con la desmesurada ambición del generalísimo Abad Blanco. Al igual que Inocencio III, quien había llorado desesperadamente el día de su investidura como papa por no estar preparado para aceptar un honor tan grande, Simón de Montfort se mostró avergonzado por sentirse indigno e incapaz, aunque aceptó de inmediato y se convirtió en conde de Béziers y Carcasona.

Arnauld Amaury tuvo por fin a su lado a un nuevo león para su Armada de Cristo. El hombre idóneo para proseguir su avance. Un paladín sanguinario y asesino sin escrúpulos.

El nuevo león de la cruzada restableció de inmediato los antiguos impuestos eclesiásticos, decretó otros nuevos y prometió dinero al papa lanzándose a una campaña de conquista. En pocas semanas se apoderó de Montréal, Fanjeaux, Alzonne, Saissac, Limoux, Preixan, Castres, Mirepoix, Pamiers, Saverdun, Lombers y Albi. Mas todas las ciudades estaban vacías. Sus gentes habían huido. La sangre de Béziers continuaba dando fruto. Allá donde quedaba gente, no dudaba en someterse. Se prendió alguna hoguera, pero los enclaves cátaros como Ventajou, Minerve, Termes o Cabaret aún no habían caído. El gigantesco ejército iba reduciéndose día tras día y los cruzados volvían a sus casas. Tan sólo quedó el nuevo león para proteger, con pocos soldados, centenares de castillos y ciudades que esperaban la ayuda de Roma de manos de Inocencio III.

El papa, en aquellos días de octubre de 1209, estaba muy ocupado con la coronación de su favorito, Otón IV de Brunswick, como nuevo emperador del Sacro Imperio Romano.

Las gentes de Roma se habían agolpado en las escaleras de San Pedro, así como en las calles de la Ciudad Eterna. El emperador lanzó monedas a su paso, lo cual creó una gran algarabía. Después tres obispos lo recibieron y lo acompañaron ante el soberano de soberanos, Inocencio III. Todos los príncipes se arrodillaron ante él y le besaron los pies. Después llegó el turno de que el emperador se postrase y, en una muestra de reverencia y sumisión, besase los pies al pontífice. Tras jurarle fidelidad y protección, Inocencio III lo besó en la frente, el mentón, las mejillas y los labios. Juró de nuevo, se cobijó en su manto, y lo besó en el pecho. Se le administraron los santos óleos y el papa le impuso la espada para que con ella abatiese a sus enemigos y a los de la Iglesia, protegiese el imperio y a los soldados de Cristo, y seguidamente le entregó el cetro y le ciñó la corona imperial.

Finalmente, le calzó las espuelas de san Mauricio y el emperador abandonó San Pedro en compañía del papa. Le sostuvo el estribo del caballo y, sujetando las bridas, lo siguió solemnemente por toda Roma. La procesión se llevó a cabo entre el júbilo de las campanas, los cánticos de una multitud de sacerdotes que seguían a los dos gobernantes mientras se lanzaban monedas y bendiciones.

El sol de la primavera de 1210 fundió las nieves acumuladas durante el invierno, muy riguroso, mientras tropas de refresco renovaron la vitalidad de Simón de Montfort y Arnauld Amaury.

Quienes se resistieron o, incluso, se alzaron, como los habitantes de Montlaur, fueron ahorcados. La ciudadela de Bram fue reconquistada. A cerca de un centenar de prisioneros se les cortaron la nariz y el labio superior, y se les sacaron los ojos con las manos. Tan sólo se perdonó a uno de ellos, al que se dejó tuerto, para que condujese a los demás al castillo de Cabaret, donde aún se atrevían a resistir al ejército cruzado. El terror continuaba siendo el principal método de lucha de Simón y Arnauld. Allá por donde pasaban, se quemaban las viñas, los campos de lino o el grano, se sacrificaban vacas y ovejas, y se derribaban cabañas. Las gentes que huían preferían no dejar nada a los cruzados y prendían fuego a cuanto podían. La fértil y rica tierra occitana comenzó a perderlo todo: animales, viñedos, campos de grano… y libertad.

Llegó el verano, aún más caluroso que el anterior.

Minerva resistió tras un mes de asedio por parte del ejército cruzado, pero fue obligada a capitular tras un nuevo engaño más del Abad Blanco. Arnauld Amaury, con su potente voz cavernosa, tranquilizó al noble cruzado Robert Mauvoisin, quien temía que los cátaros acabarían por renegar de su fe para no ser pasto de las llamas.

—No temáis —le aseguró Arnauld—. Creo que muy pocos se convertirán.

Poco después, pudieron solazarse con la visión del primer gran fuego purificador: un monstruoso escenario se preparó en el fondo de un barranco y ciento cuarenta cátaros afrontaron el martirio antes que renegar de la fe de Cristo. Fue el 22 de julio, fiesta de santa María Magdalena, un año después de la carnicería de Béziers. La Armada de Cristo la celebró con ciento cuarenta antorchas humanas. Monjes y sacerdotes entonaron el Tedeum mientras contemplaban el fuego purificador.

A los nueve meses de asedio cayeron Termes y Puivert.

Los legados pontificios excomulgaron de nuevo al conde Raimundo IV de Tolosa por no haber echado aún a los herejes que vivían en sus tierras.

Entretanto, Inocencio III paseaba por el silencioso claustro del palacio de Letrán, con la mirada abstraída en el verde del prado, el rojo de las flores, los restos de algunas columnas romanas o un olivo. Pensaba en las cosas del mundo: en Alemania, Irlanda, España, Portugal… En la propagación y la consolidación del cristianismo en el norte de Europa, así como en el Imperio de Oriente, en Teodoro Lascario, o en Alesio y el enemigo de los latinos, Michelicio. Tampoco se olvidaba del principal enemigo de la Iglesia: Aristóteles.

Sus pensamientos se interrumpieron por la aparición imprevista de doce desharrapados: tras la sorpresa inicial, siguió un ataque de furor al haber reconocido al responsable: Aquel Francisco de Asís que llevaba semanas intentando hablar con él para que aprobase su regla monástica… ¡Una regla que prohibía cualquier propiedad! Una orden revolucionaria que se proponía asentarse en medio del vulgo para predicar la pobreza y ¡borrar de las mentes una noción tan sana como la propiedad! Inocencio III hizo que expulsasen a Francisco y a los restantes intrusos del palacio sin permitir que abriesen la boca. (Poco después, gracias a un prudente y oportuno sueño, aquel grupo de monjes harapientos comenzó a predicar y acabaron formando parte de la Iglesia y hablando en su nombre.).

Inocencio III continuaba pensando en París, en la universidad, en los discípulos de Amaury de Bène, el profesor de artes liberales más famoso hasta no hacía mucho, al que condenó a abjurar de sus creencias y sus doctrinas neoplatónicas y aristotélicas. El papa era consciente del grave peligro que se cernía sobre la universidad de París, de la que comenzaba a desconfiar. Sabía que la introducción y el uso de la lógica aristotélica podía cuestionar gravemente la supremacía absoluta de la teología.

Pierre de Corbeil, su antiguo maestro, presidió el sínodo provincial de París y promulgó en su nombre la prohibición a los doctores parisinos de que se enseñase la metafísica del sumo filósofo. Desde aquel momento, quien osare leer o copiar los libros de Aristóteles, llevados a Francia por los cruzados tras el saqueo de Bizancio, sería excomulgado.

En París, el 20 de diciembre de 1210, diez partidarios de la doctrina aristotélica de Amaury de Bène fueron condenados por el obispo, entregados al rey y quemados vivos. Junto a sus cuerpos infectados por el error, se lanzaron los libros de metafísica de Aristóteles.

La primavera de 1211 vio cómo Simón de Montfort se decidió a apagar los últimos focos de resistencia occitana. Su bandera fue izada en el castillo de Cabaret. Después, se puso sitio a Lavaur, que, al cabo de diez meses, se vio obligada a capitular. Los cruzados masacraron a sus habitantes mientras entonaban el Tedeum. El jefe de la guarnición de Lavaur, Aimery de Montréal, fue elevado al patíbulo. Ochenta de sus caballeros esperaban su turno. Pero el improvisado cadalso, quizás a causa de la gran corpulencia de Aimery, se vino abajo. Simón de Montfort aulló de rabia al ver cómo todos reían. Para no perder más tiempo, ordenó a los suyos que los degollasen sin piedad. Su deseo se cumplió al instante. Guiraude, la noble castellana, famosa por su bondad y su caridad, y creyente, había dado cobijo a cuatrocientos hombres y mujeres cátaros. Fue apresada, entregada a los soldados, acusada de ser una pecadora incestuosa, violada, lanzada a un pozo y muerta a pedradas.

El Ejército de Cristo encendió otra gigantesca hoguera delante del castillo. El Tedeum de los monjes y los sacerdotes se alzó potente al cielo para amortiguar los alaridos de los cuatrocientos mártires.

El cuantioso botín, arrebatado a la noble Guiraude, pasó a manos de Montfort y, de éstas, a las de su banquero, Raimundo.

Mientras tanto, Arnauld Amaury, a la cabeza del resto del ejército, capturó a otros ochenta cátaros que se ocultaban en una torre del castillo de Cassés, mandó derruir todo y sobre los escombros prendió un enorme fuego en el que los quemó a todos.

El viernes 17 de junio comenzó el primer asedio a la capital de Occitania. Simón de Montfort también aspiraba a convertirse en conde de Tolosa. Pero la ciudad resistió. Al lado de Raimundo IV se hallaban hombres de valor como el conde Raimundo-Roger de Foix, Bernard IV de Comminges y Hugues de Alfaro. El ejército de Simón de Montfort se vio obligado a abandonar el sitio.

En otoño de 1211 se asistió al estallido de varias revueltas en diversos lugares. El pequeño ejército occitano intentó sin éxito hacer frente a Simón de Montfort, pero la Armada de Cristo prosiguió con sus saqueos, devastaciones, incendios y masacres.

En marzo de 1212 Arnauld Amaury vio cómo su sueño se cumplía: el arzobispo de Narbona, Berenger, al que había perseguido desde 1204, había muerto. El Abad Blanco se instaló en el palacio arzobispal. De inmediato, el vizconde Aimery se postró a sus pies y, en presencia de diez prelados, le juró fidelidad y sumisión mientras se izaba la bandera que simbolizaba la posesión del ducado de Narbona. No esperó el permiso de Inocencio III. El precio por haber dirigido el Ejército de Cristo a la victoria hacía tiempo que se había pagado. No tuvo en cuenta que Simón de Montfort podía reivindicar sus derechos. Se trataba de una usurpación en toda regla aceptada en silencio por todos.

El miércoles 2 de mayo tuvo lugar la ceremonia oficial, festejada con un espléndido banquete en el que participaron numerosos obispos, como el de Béziers o el de Tolosa, y muchísimos abades. Arnauld Amaury brindó feliz porque además tomaba posesión de todos los bienes confiscados a los herejes en muchos lugares.

Entre ellos se encontraban Pons Aymeric, del burgo del vizconde; Amiel Bertrand, del burgo de san Jaime, y Stéphane du Portal y Jean du Bosc, del burgo de la Magdalena. Todos estaban incluidos en la lista del obispo Renaud de Montpeyroux. Todos ellos asesinados el 22 de julio de 1209 en Béziers a manos de sus tropas.

Los cruzados se desplazaron hasta Lavelanet, pero renunciaron a conquistar Montségur, un nido de águilas de forma pentagonal que parecía inexpugnable. En noviembre, Simón de Montfort convocó en Pamiers una gran asamblea, integrada sobre todo por obispos, en la que se comenzaría a sentar acta sobre el contencioso occitano. A primeros de diciembre se restauraron los privilegios de la Iglesia, los poderes jurídicos de los obispos, el derecho a recaudar el diezmo y las primas.

Se prohibió al pueblo occitano la reunión en cofradías o asociaciones, salvo las de mercaderes o peregrinos. Se les obligó a asistir a misa los domingos y, en el caso de que no se pudiese por enfermedad, se estableció que se pagaría a la Iglesia una multa de seis sueldos tornesos. En cuaresma, cada familia debía abonar tres monedas al papa en agradecimiento por la ayuda prestada para liberar el país de herejes. Se sustituyó el derecho occitano por el francés y las tierras de los herejes y sus protectores pasaron a pertenecer legalmente a los cruzados.

Se repartió el botín obtenido durante tres años de saqueos. De acuerdo con la carta que el papa había dirigido a Simón de Montfort el 18 de diciembre de 1210, y en la que lo instaba a que realizase el censo de Occitania, éste le asignó, como donación personal, mil marcos de plata.

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