Alarmado por la progresión de los rebeldes, el gobierno fortifica Madrid con cuatro líneas concéntricas de trincheras y casamatas de cemento. Por si las moscas, traslada en secreto el oro del Banco de España a la cueva de Algameca, en la base de Cartagena. Unos días después atraca en el puerto el buque soviético Bolschevik, que trae dieciocho cazas Polikarpov I-15 Chato, desmontados. Detrás llegan más buques con otros trece aviones y un escuadrón de carros de combate T-26B. Este material desembarca a pocos metros de las reservas de oro, que servirán para pagarlo.
El ejército de África, después de liberar el Alcázar de Toledo, avanza hacia Madrid conquistando los pueblos situados en el camino. Los milicianos se dejan vencer por el pánico y huyen, abandonando gran cantidad de fusiles y munición en manos de los rebeldes.
El 18 de octubre el presidente de la República, con los ministros del gobierno, ve en el cine Capitol de Madrid la película soviética que narra la heroica victoria de los marinos de Kronstadt sobre el ejército zarista, un filme para elevar los ánimos en las difíciles circunstancias que vive la República. A mitad de la proyección entra un oficial y, tras orientarse en las tinieblas de la sala, se dirige al presidente Azaña y le comunica, al oído, que los rebeldes han ocupado el pueblo de Illescas.
La noticia cae como una bomba: Illescas es una posición avanzada ideal para lanzar ataques envolventes sobre las líneas republicanas. El presidente convoca un Consejo de Ministros urgente.
Después del consejo, Azaña se marcha a Barcelona (aunque oficialmente está inspeccionando los frentes). Residirá unos meses en la abadía de Montserrat y, en mayo de 1937, tras los sangrientos sucesos de la Ciudad Condal (una miniguerra civil entre dos facciones comunistas y anarquistas), se instalará en una casa de campo en La Pobleta, a las afueras de Valencia, sede entonces del gobierno.
Durante el resto de la guerra, Azaña será un fantasma lejano, deprimido y amargado por los acontecimientos y por la locura homicida que lo rodea.
La guerra también deprime a Prieto, otro hombre lúcido. Azaña y Prieto sospechan desde el principio que todo está perdido. Entre los nacionales, como van ganando, nadie se deprime. Todo lo contrario. Los generales están exultantes, dentro de la contención castrense que les es propia.
«¡Enhorabuena, mi general! —felicita el comandante Ayllón al general Varela—. ¡Illescas es la llave de Madrid!».
Varela asiente sin mucho entusiasmo. En la toma de Illescas ha sufrido trescientas bajas, una cifra demasiado alta. El ejército de la República comienza a reaccionar tras las radicales reformas impuestas por Largo Caballero desde que es jefe de Gobierno y ministro de la Guerra. Se acabaron las contemplaciones. Habrá un mando centralizado y único. La milicia que no se someta deja de percibir sus pagas. La República forma así seis brigadas mixtas que intentan imitar el modelo del Quinto Regimiento comunista de Enrique Líster.
—Disciplina y entrenamiento intensivo —aprueba Bernardo Afán en la cantina del ministerio—. Se terminó el ejército de Pancho Villa de los milicianos.
Su primo no lo ve tan claro. Ha oído a Alberti y a otros poetas cantar al pueblo en armas y todo eso.
—No —insiste Bernardo—. Aunque nos repugne íntimamente, tenemos que transformarnos en verdaderos militares, como los fascistas. Sólo así podremos derrotarlos.
Los intentos republicanos por recuperar Illescas se estrellan contra las posiciones defendidas por moros y legionarios. Cae también Navalcarnero con su triple línea de trincheras, que no le ha servido de nada.
—¿Qué te dije?—pregunta Bernardo a su primo el ujier—. Al primer grito de «¡Nos copan!», los milicianos desampararon los parapetos.
El periodista norteamericano John Whitaker asiste a la caída de Navalcarnero. Entre los prisioneros republicanos figuran dos milicianas jóvenes a las que interroga el comandante marroquí Mohamed El Mizzian. Después las lleva al edificio de la escuela del pueblo, donde los moros han establecido su cuartel, y se las entrega a la tropa. Los marroquíes reciben el regalo con salvajes aullidos de satisfacción.
Horrorizado, John Whitaker expresa a Mizzian su preocupación por la suerte de las muchachas.
«No se preocupe —lo tranquiliza el marroquí—. No vivirán más de cuatro horas».
En una alocución radiada, el general Mola dice que hay cuatro columnas preparadas para entrar en Madrid (las de los militares que la cercan) y una quinta columna que aguarda ya dentro, la de los derechistas camuflados, se entiende, para apoyar con sus armas a las columnas exteriores.
La psicosis por la quinta columna provocada por las declaraciones del general reaviva los registros, las detenciones de derechistas y los fusilamientos. Durante el resto de la guerra, la obsesión republicana será esa quinta columna.
Los aviones alemanes Ju-52 bombardean Getafe y Madrid. El asalto parece inminente. El gobierno, alarmado, decide trasladar a Madrid quince carros T-26B de la base de Archena. Los instructores rusos intentan entrenar en un curso acelerado a los tanquistas españoles. Los resultados son desalentadores. No se puede formar a un tanquista en dos semanas, menos aún si no disponen de traductores y deben entenderse por señas.
El gobierno reclama los carros para contener la ofensiva rebelde en Madrid. Si los españoles no están preparados, que los manejen sus tripulaciones soviéticas.
El 27 de octubre de 1936 los nacionales rompen el frente por Illescas y ocupan Seseña. En la desbandada miliciana, el coronel Ildefonso Puigdendolas, el defensor de Badajoz, intenta restablecer el orden, pero los fugitivos a los que intenta detener le disparan y lo matan.
Un hombre de honor Puigdendolas. Tras la caída de Badajoz había vuelto a España a través de Portugal y Francia para seguir combatiendo por la república.
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