22 Jordán, asesinado

Publicado el 23 de abril de 2022, 12:17

El vehículo se aleja por la calle peatonal en dirección a la salida del pueblo. Es posible que no tenga ninguna relación con el seguimiento a la nenina, pero la desconfianza ha sido siempre la madre de la supervivencia. Anotas la matrícula, más trabajo para Igor.

Regresas al restaurante. La erudita sigue narrando las sutilezas y miserias que se ocultan tras el lienzo de Dalí.

—En la torre, como puedes ver, está colgado el mapa de África bajo un reloj que en realidad no está parado, pues marca el tiempo de comienzo y fin de un enfrentamiento entre las razas…

Pichi sigue ensimismado con las explicaciones esotéricas o paranormales de Paloma, pero en este caso son surrealistas.

—Ahora —interrumpes la clase—, cuando salgamos, vamos en dos grupos. Tú —le dices a Pichi— y Paloma vais caminando hacia la salida del pueblo. Hay un coche dando vueltas que no me gusta nada. Sí nos detectan es mejor que a Paloma la sigan viendo contigo —sigues dirigiendo tu discurso a Pichi—, al fin y al cabo, fue con la persona que la vieron salir de la biblioteca en Villablino. De esa manera pueden pensar que eres su amigo y que habéis salido a dar una vuelta por los alrededores o a cenar.

Sueltas el dinero encima de la barra al tabernero con una suculenta propina. Te da las gracias, no muchos peregrinos que realizan el camino se molestan en acordarse de los posaderos, del bolsillo de los posaderos, mejor dicho.

El coche ha desaparecido, pero no puedes fiarte. Cogéis el Mini y, con las luces apagadas, recorréis despacio la calle principal. Nada en las adyacentes. No se percibe ningún vehículo circulando ni apostado en los laterales. Falsa alarma, piensas.

Son las doce y media, el expreso con dirección a Madrid llega a la una y media a Ponferrada. Paloma ya tomó su decisión: una temporada en Madrid, oculta al mundo, intentando pasar desapercibida. Cuando llegue, llamará a la señora Bernarda para que le envíe sus cosas, tal vez a una dirección ficticia, así nadie podrá seguir su rastro. Pero no tienes nada que temer, nenina, piensas, mientras te sumerjas por los recovecos de los Mayas y los caballeros de la orden de no sé cuántos, no harás peligrar las torres del fascismo oculto.

Le sacas el billete, en litera, y le entregas mil pesetas para gastos imprevistos. Otra estación en tu vida, pero esta no te llevará muy lejos. El tren se aleja, y ella se despide de vosotros desde el cristal de la puerta de acceso al vagón. Nadie en la estación, salvo vosotros dos y el fresco de las noches de verano en la meseta. Un problema menos —murmuras.

—¡Qué lista yé! —exclama Pichi, que hasta los topos ven más lejos que él—. Acuérdome d’un amigu, que yera mu marxista —dudas que entienda lo que es ser marxista—, díjome que’l mejor métodu pa comprender la hestoria yera el que tenían los marxistas, pero nun m’acuerdu cómo llamábase…

—El materialismo histórico —sentencias.

—Usté también yé listo, paisa. ¿Ese yé el métodu d’ella?

—No —sentencias—. Ella utiliza el realismo mágico.

—Ah —exclama, sin entender de qué va todo.

Antes de salir de Ponferrada, solicitas a Pichi que dirija el vehículo hacia donde se encuentra la fonda de la señora Bernarda. El coche con los dos sujetos sigue allí aposentado vigilando. ¿De quién era el vehículo que estaba en Molinaseca? No hay peligro, piensas, Paloma ya está fuera de su alcance. Os alejáis de la ciudad rumbo a Asturias. Volvéis a utilizar la carretera de por la tarde. Pero ahora es de noche, ni un alma en ella, excepto alguna liebre que se cruza en medio de la oscuridad. Las luces del Mini apenas iluminan diez metros, tenéis que ir despacio.

—¡Rediós, paisa! ¿Qué yé eso?

—Despacio, no te alarmes —le dices a Pichi para tranquilizarle ante la supuesta visión que se ha cruzado en vuestro camino—, es un rebeco. Por estas carreteras de montaña hay que ir con mucho cuidado, en cualquier momento puede salirnos otro animal. Bordéalo despacio.

Mientras esquiváis al animal, él permanece inmóvil en medio de la calzada y quedas contemplando su estampa. Tu mirada choca con la suya y te sigue mientras el vehículo lo bordea. Es como si te reconociera, como si fueras un antiguo amigo. Tal vez, en alguna ocasión, te cruzaste con su padre o su abuelo en algún bosque. En aquellos años, también vosotros erais otro animal salvaje, posiblemente el mejor: rápidos como liebres, astutos como zorros, miméticos como camaleones.

Os alejáis, y él continúa inmóvil en medio de la carretera siguiendo vuestra ruta con un ligero giro de su cuello.

Inclinas la cabeza hacia atrás, Pichi conduce mirando la carretera con mil ojos. Tu mirada se dirige hacia los laterales de la carretera, los chopos forman los márgenes del camino que hacen infranqueable el acceso a los montes.

La noche en las montañas era para huir, recuerdas. Los golpes en las vías férreas, en los tendidos eléctricos, en los arsenales militares, en los puestos de la guardia civil: todo se hacía al atardecer para disponer de la oscuridad en noches de luna nueva. Ay, la luna, vuestro aliado o vuestro enemigo. Diriges tu mirada al cielo, allí está impertérrita, enorme, plena, dibujando el contorno de la colina. Esta noche no hay lobos —piensas—, el rebeco paseaba muy tranquilo.

«Cangas del Narcea», lees. Miras el reloj, las dos de la madrugada. El pueblo está vacío.

—Detén el vehículo a cincuenta metros de la funeraria de Jordán —ordenas a Pichi.

—¿Aquí? —pregunta Pichi intrigado.

—Sí, en cuanto me baje, intenta ocultarlo en alguna de las calles laterales.

—¿Qué yé lo que va facer, paisa?

—Tú, continúa al volante y despreocúpate de lo que yo vaya a hacer. ¿Tienes linterna?

—Sí, en la guantera.

Con la Tokarev al cinto, la linterna en la mano derecha y en la izquierda las llaves de la funeraria La Milagrosa, te diriges hasta la puerta de acceso del local.

Desde por la mañana tienes la duda de si vive o está muerto, porque Jordán no volvió a abrir sus pompas fúnebres al público, incluso, dijeron, había fallado en el envío de pedidos. Además, los dos coroneles en Oviedo eran conocedores del calibre que habías disparado en su despacho. Así que no resulta muy esperanzador, pero sospechas que Jordán está dentro, más muerto que vivo.

Nadie en la carretera, ninguna luz encendida salvo las farolas. Pero eso tiene arreglo. Coges una pequeña china que te ofrece el asfalto, la lanzas con fuerza, el objetivo es la bombilla del alumbrado público. No fallas. La bombilla hace un ruido casi inaudible al quedarse ciega. Todo el frontal de La Milagrosa ha quedado a oscuras. Abres la puerta. Entras y la cierras desde dentro. Iluminas la sala de espera. Vacía. Diriges el foco hacia la oficina de Jordán. Allí está, no te ha fallado. Su cuerpo reposa en el sillón con una bala en la sien. Enfocas el haz de luz hacia sus manos, su anillo colorado ha desaparecido. Jordán ha dejado de ser un número tres y ha pasado a ser un cero a la izquierda.

Alumbras el suelo. Alguien rescató la foto del Generalísimo del marco destrozado. Ya lo sabías, pero ha dejado la marca de su ideología al recogerla. Sigues paseando el rayo de luz por el suelo. Allí está, lo sospechabas. Calibre 7’65, como el tuyo. Y si tu hipótesis es cierta, habrá otros dos: los tuyos. Ahí están. Es evidente lo que pretendían, al ver el calibre con el que se disparó al cuadro, han utilizado el mismo para asesinar a Jordán, así te adjudican el muerto. Pero lo único que han conseguido es ahorrarte trabajo, al matarle. Hurgas en los bolsos del fiambre, extraes su documento de identidad, lo guardas.

Recoges los dos casquillos, apagas la linterna, cierras de nuevo la puerta y regresas a la calle. Pasa un coche a gran velocidad por la calle, el mismo que os seguía en Molinaseca según su matrícula. No era una falsa alarma, alguien os sigue. Debes llamar a Igor sin que importe la hora que es. Una cabina en medio de la oscuridad de la calle, buscas monedas, las introduces y marcas su número privado. Sabes que te va a matar, no son horas de molestarle, seguro que está retozando con alguna de sus conquistas.

—¿Igor?

—¡Joder, Hat! ¿Sabes qué hora es?

—Ya lo sé y perdona. Pero la situación lo requiere. Debes comprobarme esta matrícula.

—A ver, suéltala —se la das.

—¿La tienes?

—Sí. ¿Para cuándo la necesitas? No me lo digas, para ya mismo, como si lo adivinase.

—Gracias y perdona. Otra cosa, averíguame todo lo que se pueda sobre este sujeto, Jordán Gutiérrez Rodríguez, provisto de documento… —le facilitas todos los datos del documento que tienes en tus manos—. Y lo mismo que con el coche, cuanto antes lo tengas, mejor.

—Tengo que darte algo de información sobre lo otro que me pediste, los Caballeros de la Muerte —esperas que no comience a narrarte la historia de los Mayas.

—Adelante —le animas.

—Mira, resulta que estos individuos no sólo hicieron acto de presencia en la guerra civil española, sino que su estandarte se ha visto ondeando al viento en Chile, con el golpe de estado de Pinochet, y en el golpe de estado de Videla en Argentina. Es más, el año pasado en Roma, en el intento de resucitar la Internacional Fascista, estaban presentes junto a los argentinos de la Triple A, los Guerrilleros de Cristo Rey, los italianos de Ordine Nuovo, los disidentes cubanos de Orlando Bosch…

—¿Estás seguro de lo que me dices? —de repente, viene a tu mente Paloma y su integridad física.

—Tan seguro como que estoy hablando contigo. Nadie conocía de su existencia en Chile, surgen de repente, como de la nada, y se convierten en un grupo de lo más violento en la represión de los demócratas junto a los Escuadrones de la Muerte. Es como si estuviera integrado por asesinos profesionales y su misión fuera el exterminio absoluto de todo lo que llevase el nombre libertad —otra vez Paloma a tu mente. A lo mejor la nenina no estaba tan descarriada.

—Igor, un último favor.

—Lo que tú digas, Hat.

—Sobre las ocho, llegará a Madrid el expreso que procede de La Coruña. De él bajará una chica con gafas gruesas, pelo atado atrás en forma de moño, camisa de flores, pantalón y cazadora vaquera, y llevará una carpeta en la mano. Te rogaría que establecieras un servicio alrededor de ella.

—¿Quieres conocer sus pasos?

—No. En realidad ya sé lo que va a hacer. Lo que me interesa es que organices un servicio de contravigilancia. La van a estar siguiendo y quiero que la protejáis.

—No me pidas mucha gente, que los tengo a todos ocupados.

—No será necesario. Los que la siguen están realizando la vigilancia sin autorización, por eso no podrán emplear mucha gente. Calculo que la realizarán como la hicieron por aquí, uno solo en turnos de doce horas.

—Bien, en ese caso, no hay problema. Tu niñita estará protegida por uno de nuestros agentes, ni te preocupes.

—Igor, no la llames niñita. Se llama Paloma —no le dices que tú llevas llamándola nenita desde que la conociste.

—De acuerdo, Hat, ni ella es una niñita, ni tú deberías molestarme a estas horas.

—Espera, aún me queda un asunto pendiente…

—Te recuerdo que yo mañana trabajo, que no estoy jubilado como otros…

—Igor, ¿a ti te suena algún agente que se disfrazara siempre de ciego?

—De ciego se han disfrazado muchos…

—No, me refiero a alguien en especial.

—No sé adónde quieres ir a parar.

—¿Te dice algo el nombre de Némesis?

—¿Debería decirme algo?

Sales de la cabina, miras el cielo, miles de estrellas brillan alrededor de una luna pletórica, astros radiantes con luna magnética en un firmamento sin nubes. No son los cielos de Asturias, grises de día y oscuros de noche.

Te diriges al Mini, que reposa en una callejuela, con su ocupante dormido. La vigilia permanente no es para él.

—Despierta Pichi, que nos vamos.

—Toi reventau, paisa. Tengo unas ganas de llegar que no veo. ¿Sabe cuántos kilómetros llevábamos en un día?

—Cuántos.

—Casi trescientos. ¡Trescientos kilómetros! Pa matá al paisanu más pintau.

Sonríes. Si el pobre Pichi supiera los kilómetros que has recorrido en tu vida, se quedaría mudo para siempre. Hasta yo creo que creciste subido a los trenes.

—¿Unos cantarines, paisa?

—Pon lo que…

—Pon lo que te salga de los coyones, pero nun lo pongas mu alto. ¿Yera eso lo que me iba a decir, paisa?

Sonríes. Y comienza a sonar Miguel Ríos.

 

Tu sonrisa la imagino sin miedo,
invadido por la ausencia
me devora la impaciencia,
me pregunto si algún día te
veré…


«Tu sonrisa la imagino sin miedo… si algún día te veré» —ha dicho. Maldita canción, Adela ha regresado a tu mente con toda la nostalgia del pasado.

—¡Otra vez el puentecito! —exclama Pichi al salir de Cangas del Narcea y atravesar el puente Infierno.

Las cuatro de la mañana. Llegáis a la cuenca del Nalón: Villa, Barros y La Felguera.

—¿A qué hora mañana, paisa?

—Mañana toca descansar. Toma —y le das dos mil pesetas.

—Usté sí que yé un buen patronu —exclama Pichi, mientras se aleja en su bólido.

Te diriges a la habitación. No has guardado aún en la maleta las sotanas, ni el birrete de teólogo, cuando oyes gritos y golpes.

—¡Socorro! ¡Hijos de puta! ¡Dejadme en paz!

Es la Flaca, algo le ocurre. Sales de la habitación deprisa, sin reflexionar en nada. Corres hacia su vivienda. Los gritos continúan.

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