Oscuridad. Frío. Oscuridad y frío. De repente, calor. Mucho calor. ¿Qué ocurre?, te preguntas. Intentas deducir ¿cuándo se produce ese cambio de temperatura corporal? Sólo hay un instante en el que el cuerpo reacciona así: cuando, después de soportar durante horas el frío de las cumbres, colocas tus manos en las brasas de una hoguera. También hay otro momento: cuando llega el pánico.
A la oscuridad se une el silencio. A lo mejor has muerto y esto es lo que se siente. Seguro que te han enterrado en un rincón de cualquier cementerio, apartado de todos excepto de las ortigas y rastrojos, en el hueco reservado para los que fallecen sin la gracia de Dios. ¡Qué sarcasmo!, han sepultado tu cuerpo sin poder inhumar los recuerdos.
Sigue la oscuridad. No ves nada. Son las noches sin luna, con cielos cubiertos de nubes, en los que hasta las estrellas muestran su timidez. Y en su enorme sombra, ya no hay sombras. Tampoco se distingue el contorno de los abetos, ni llega el aroma de los helechos. Los ojos no sirven, se necesita el olfato y el oído. Intentas que el aire penetre despacio por tu nariz, para identificar los miles de olores que lleva impregnado. ¡Qué extraño!, piensas, huele a yodo y alcohol.
El calor disminuye, pero siguen las tinieblas. El olfato no te ha servido de mucho, necesitas el oído. Silencio.
Hoy sólo podemos darles a nuestros oyentes noticias luctuosas. Si hace unos instantes les comunicábamos el fallecimiento del cantante Antonio Machín, ahora debemos añadir que nos llegan noticias de que el filósofo alemán Ernst Bloch ha fallecido. Como sabrán nuestros…
Una radio. ¿Dónde te encuentras? Huele a alcohol, a yodo y a nada más. Y anuncian la muerte de Ernst Bloch, el defensor del Principio Esperanza. ¿Es una premonición? Oscuridad, frío, calor,alcohol, yodo y la muerte de la esperanza. Pero si muere la esperanza, es que ya no hay razones para tener miedo. Y si no hay miedo, no aparecerá el pánico. Pero surge el dolor punzante por todo el cuerpo. Abres los ojos.
—¡Joder! El paisa tá vivo —aunque sólo distingues una silueta, reconoces la voz.
El calor sustituye al frío, y el blanco a la noche. Todo está blanqueado alrededor, excepto dos siluetas, que semejan manchas en una sábana.
Se recupera —distingues el otro susurro—. Menos mal, me temía lo peor.
La Flaca y Pichi, ¿qué ha pasado?, te preguntas. Cierras los ojos, duele hasta la claridad. El olor y el blanco indican que a lo mejor estás en la cama de un hospital. También podría ser el cielo, pero eso sería la probabilidad improbable. La radio sigue escupiendo noticias y música.
¿Qué ha pasado?, vuelves a preguntarte. Tus pensamientos se ordenan despacio y tus recuerdos con ellos. Debes llevar bastante tiempo perdido para el mundo. Despacio, no te aceleres. Reflexiona, ¿qué sucedió?
Oíste a la Flaca pidiendo socorro y gritando. El ruido de golpes también llegó hasta tu habitación. Saliste sin la suficiente precaución: te olvidaste la Tokarev. Golpeaste la puerta cerrada de la vivienda de la Flaca.
—Abran la puerta —gritaste, mientras la golpeabas con la base de tu puño.
Los gritos continuaban y una voz se dirigió a ti.
—Cazurro, vuelva a su habitación, esto no va con usted —era la voz de Sindo, el marido de la Flaca.
—Si quieres, salgo y le parto la cara a ese sujeto —era la voz de otro individuo que estaba dentro, al cual no reconociste.
—Dejadme, hijos de puta —era la Flaca quien gritaba.
Puertas de madera. Cerrojos viejos. Bisagras que engarzan en marcos con tornillos oxidados. ¿Para qué quieres un pie insensible al dolor? Pues, para que sirva de ariete cuando tu peso presione sobre la puerta con un golpe seco. La puerta se abrió como si nunca hubiese estado cerrada.
Al fondo del pasillo, la Flaca tumbada en el suelo. Sangraba por la nariz. Un ojo hinchado, otro cerrado. Un individuo encima de ella le daba una bofetada. Debe ser la enésima que recibe, pensaste.
—¿Qué hacías en Laviana en el entierro de ese rojo? —le preguntó, al ritmo de las bofetadas.
Te dirigiste hacia él para quitárselo de encima, pero entre ambos se encontraba otro sujeto que acompañaba a Sindo.
—Usted, quieto ahí —te amenazó el individuo que no conocías esgrimiendo una barra de hierro en la mano.
Tenía que haberte golpeado. Ahora ya es tarde, pensaste. Y le incrustaste tus nudillos en su mandíbula. Cayó al suelo. Continuaste hacia el que estaba encima de la Flaca golpeándola. Sindo se colocó en medio, le apartaste con un golpe en el cuello. Agarraste por los hombros al sujeto que estaba encima de la Flaca y lo retiraste bruscamente, hasta que cayó.
—¡Cuidado! —gritó la Flaca.
Algo golpeó tu cabeza. Comenzaron las sombras. Otro golpe en el estómago, ese dolió menos. Otro en las piernas. Dejaste de sentir. Las sombras se pierden en la penumbra total. Ya no hay olores, ni sonidos, sólo queda el dolor. Estás despierto.
—¿Estás bien, Flaca? —preguntas.
Ahora ya puedes distinguir en su silueta el vendaje en su nariz, un ojo amoratado y los dos o tres cardenales en su cuello.
—Estoy bien, pero no te preocupes por mí, ahora sólo debes cuidarte y salir de aquí cuanto antes —dice, mientras pasea la palma de su mano por tu mejilla.
—¿Qué ocurrió?—preguntas intrigado, en medio de los pinchazos que sientes en tu cabeza.
—Que salvó la vida de la Flaca, paisa.
—Cállate, Pichi. No hablo contigo.
—El paisa recuperose, ha regresáu su encantador carácter.
—¿Qué ocurrió, Flaca?
—Que alguien me reconoció en el entierro de Floro, en Pola Laviana, sin que yo me diera cuenta de quien pudo ser. Después, cuando todo terminó, me quedé con unos conocidos por el pueblo y llegué a casa muy tarde, casi sobre las cuatro de la madrugada. Al llegar, me encontré con la sorpresa de que me estaban esperando dos energúmenos que, compinchados con Sindo, querían saber qué hacía en el entierro.
—¿Cómo te libraste de ellos?
—Cuando derribaste la puerta, los gritos se oyeron en todas las habitaciones de la pensión. Se despertaron todos. Aquellos matones se acojonaron cuando vieron acudir en mi ayuda a una docena de obreros. Salieron corriendo en estampida, escaleras abajo.A la mierda de mi marido lo eché yo junto a los retratos de José Antonio y Hedilla y los putos yugos y flechas. Supongo que ahora estarán los tres con la mamina de Sindo. Allí estarán bien.
—¿Intervino la policía? —por el gesto de los dos, la pregunta encierra demasiada ingenuidad.
—No. Ni me he molestado en presentar denuncia. ¿Crees que a la policía le preocupa que peguen a una mujer? Y, para colmo, que uno de ellos sea su marido. La policía tiene mucho de qué preocuparse, el valle está en pie de guerra, hay manifestaciones y huelgas, así como encierros en todos los pozos.No dan abasto vigilando los centros de trabajo —casi agradeces que sea así, este es un asunto que debes resolver solo, la policía debe mantenerse al margen.
—¿Y tu marido? —tienes curiosidad por saber cómo ha reaccionado después de la reyerta.
—Ese ya recibió lo que buscaba — remarca Pichi, mientras extiende delante de tus ojos entreabiertos un recorte de periódico.
Misterioso incendio arrasa un estanco —reza el titular del recorte—. El edificio ha tenido que ser demolido después del incendio por miedo al derrumbe. Según los técnicos municipales que inspeccionaron el inmueble… —continúa la noticia y dejas de leer.
—Ya le dije, paisa, qu’esta chapa —señala la efigie del Che en su jersey— nun yera de plata.
—Como comprenderás, la policía está muy ocupada y los juzgados saturados. Nadie se molesta en investigar nada —sentencia la Flaca como conclusión a la situación que se estaba viviendo alrededor.Cierras los ojos. Reflexionas. La radio sigue escupiendo noticias, diriges tu mirada hacia ella, es la tuya, la Flaca la debió traer. Y, como una luz, acude a tu mente la pregunta.
—Flaca, ¿dónde están mis cosas?
—No te preocupes, todo está en la habitación. La he cerrado con llave para que nadie entre a oler.
Piensas en los muchachos de la partida, ¿sabrán lo que te ha ocurrido? No te gustaría que te vieran así, sobre todo si entre ellos hubo un confidente. ¿Quién te dice que no lo es aún?
—¿Ha venido alguien a verme? —les preguntas.
—Sí —responden casi al unísono y después se ríen de la coincidencia—, pero no hemos dejado pasar a nadie —continúa la Flaca.
—¿Por qué? —tu pregunta encierra extrañeza.
—Si algo he aprendido en la vida —la Flaca adopta pose solemne—, es que el enemigo nunca debe ver nuestras heridas.
Que el enemigo no vea jamás cómo sangras, cómo sufres, que ni siquiera sueñe que te ha herido. Miras a la Flaca, estás tentado a preguntarle quién le enseñó eso. Pero no es necesario, ya lo sabes, ella lo aprendió todo en las calles, en las malditas calles, las que arrebatan todo lo que le queda a uno de noble en el alma.
—¿Cómo habéis conseguido impedirles el paso?
—Fácil, paisa. Me coloco en la puerta con esta bata blanca y a todo el que llega le digo: al enfermo no se le permiten las visitas, pero si usté me deja su nombre y teléfono, en cuanto el paciente salga de la gravedad, el hospital se pondrá en contacto con usté.
Te empieza a caer bien el chaval. Es ingenioso. Sospechas que tiene la lista de todas las visitas en grado de tentativa que has recibido, pero serán pocas, casi nadie te conoce.
—¿Se puede saber quién vino a visitarme?
—A ver —Pichi abre una libreta y comienza a nombrar—, vino un señor que dijo: «con que le diga usted que ha venido Lobedu, es suficiente». Así que usté sabrá —¿cómo no vas a conocer a Lobedu?—. Luego llegó otro que dijo…
Eran los muchachos de la partida.
¿No tienes más amigos? No. Y también dudas de alguno de ellos, uno os vendió, lo sabes, pero ni conoces quién, ni hasta dónde lo hizo.
—Hagan el favor de salir, tengo que realizar la cura —una enfermera con una cajita metálica en la mano ha hecho su aparición. Pichi y la Flaca te dejan con ella.
—Vamos a tomar un café, dentro de diez minutos regresamos —dice la Flaca a modo de despedida.
—Ya veo que nuestro paciente ha recuperado el conocimiento —la enfermera se dirige a ti en tono cariñoso—. Supongo que tendrá muchos dolores.
—Sí, sobre todo en las costillas y en la cabeza —dices, sacándola de sus dudas.
—No es de extrañar, con dos costillas rotas y siete puntos en la cabeza, cualquiera estaría rabiando de dolor. Bueno, vamos a ir cambiando los apósitos y vendajes.
Dejas que haga su trabajo, debes limitarte a ser un buen paciente y a no emitir queja alguna. Cierras los ojos, otra vez el olfato y el oído se sitúan en la vanguardia de los guías del sendero. La voz del locutor llega sin interferencias hacia ti:
Se ha estrenado en las pantallas de nuestras ciudades «La guerra de las Galaxias» de George Lucas. En otro orden de cosas, por cambiar la ficción por la realidad, EE. UU. prepara el primer vuelo de la lanzadora espacial Enterprise. Ahora, los comentarios del senador Millán. Después, para todos los aficionados al ciclismo tendremos la entrevista con Bernard Thevenet, que por segundo año consecutivo se ha proclamado campeón del Tour de Francia. Les dejo con nuestro colaborador el senador Millán…
La cancioncita retrógrada del señor Millán, el falangistín, es superior a ti, estás a punto de tirar el trasto parlante a la papelera. Y lo hubieses hecho si no fuera porque apenas puedes moverte. No tienes bastante con tus dolores y miserias a lo que se añade el tener que soportar la musiquilla que abre su alocución. Tal vez tenga razón Pichi y no seas más que un cascarrabias, un viejo gruñón hastiado de todo y de todos.
—Ya he terminado —dice la enfermera regordeta que te ha tocado en suerte, después de colocarte una inyección—. Dentro de un momento pasará el doctor a echarle un ojo.
—Que no me eche un ojo, que me eche billetes de mil.
—Veo que tiene buen humor, eso es buena señal. Dentro de unos días como nuevo —y se da media vuelta alejándose. Y quedas contemplando cómo su redondo y grueso trasero se mueve al ritmo de sus pasos.
—¿Se puede hablar con el enfermo?—pregunta a la enfermera una voz masculina a la que no le puedes ubicar un rostro.
—Sí, pero poco. Acaba de recuperar el conocimiento y no debe fatigarse —responde la mujer.
Un individuo grande, con traje amplio y corbata de nudo muy grueso, como el de un minero en la boda de su hija, se adentra en la habitación. Su estampa oculta la pared blanca del fondo, no le distingues. Espera, fíjate un poco más en su rostro. Ah, ya sabes quién es. Es el compañero del inspector Buenaventura, el de la mandíbula cuadrada. ¿Qué querrá? ¿A qué habrá venido? —te preguntas.
—¿Señor Juan Martínez? —pregunta, y asientes—. Quisiera hacerle algunas preguntas —a este le han encargado el caso de la paliza que me han dado, piensas—. ¿Se encuentra con ánimos para responder?
—Sí, pero poco le puedo decir sobre mis agresores, excepto a uno, a los otros dos no los conocía de nada.
—No vengo a preguntarle sobre la paliza que ha sufrido —entonces, ¿a qué has venido?, te preguntas—. Vengo a hablar con usted de mi antiguo compañero, el inspector Buenaventura
—¿«antiguo compañero»?, ¡qué extraño!, piensas—. Supongo que se acordará de él.
—Claro que me acuerdo —dices rotundo y seguro. No puedes, ni debes olvidarte de alguien que tiene información sobre Camilo y que se comprometió a entregártela, piensas.
—Vengo a preguntarle qué sabe de su homicidio —¿ha dicho homicidio?
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