CAPÍTULO 27 Culta Córdoba

Publicado el 3 de mayo de 2022, 0:06

Los hispanogodos eran más cultos que los musulmanes. Dos siglos después, esa relación se había invertido porque la cultura mozárabe se había estancado y el Occidente cristiano había decaído, mientras que el mundo islámico se había enriquecido con las aportaciones de Persia y Bizancio. El fluido intercambio cultural existente en el mundo islámico permitió que muchos andalusíes visitaran Oriente, como peregrinos a La Meca o como estudiantes en Bagdad. Bagdad era, entonces, el centro cultural más prestigioso del islam, el lugar al que acudían estudiosos de todas partes a cursar sus masters. Bagdad competía en esplendor con Bizancio, e irradiaba cultura y civilización a todo el mundo islámico. Aquellos viajeros y aquellos estudiantes se convirtieron en eficaces inseminadores de ideas. Por otra parte, la grandeza de un emir o de un califa se medía por las mezquitas, palacios, escuelas, hospitales, obras públicas y fiestas que costeaba, y por los artistas, los músicos y los poetas que amparaba con su mecenazgo. Eran inversiones propagandísticas, pero, al fin y al cabo, favorecían la cultura. El caso más claro es el del famoso músico bagdadí Ziryab, el árbitro de la elegancia que al-Hakam trajo de Bagdad. Desde que se estableció en Córdoba, la vida cultural y social de la capital de los califas se tornó más rica y cosmopolita. Ziryab, como un misionero del buen gusto, contribuyó poderosamente a divulgar la música, la poesía y la etiqueta social de Oriente. También a iraquizar la cultura y aficionar a los esnobs (que siempre los ha habido) a refinamientos exóticos, a lo sofisticado, a las sedas, los perfumes, los versos, la música.

Córdoba, en el siglo X, era la joya rutilante de Occidente. Mientras la vida material de los reinos cristianos experimentaba un retroceso considerable y sus condes chapoteaban en el barro de calles malolientes y se resignaban a habitar en chozas que compartían con los animales y en húmedos castillos desprovistos de las más elementales comodidades y recorridos por corrientes de aire, la capital de al-Andalus, como una pequeña Bagdad implantada en Occidente, creció y se hermoseó con bellos edificios, largos acueductos que suministraban agua a los palacios, mezquitas y fuentes públicas; se rodeó de lujosas mansiones, de huertas y paseos públicos, de jardines botánicos, de baños, de fondas, de hospitales y de zocos, cuyos tenderetes exhibían exóticos productos llegados de todo el mundo a través del activo comercio mediterráneo y africano. La robusta economía de Córdoba se apoyaba, además, en una inteligente explotación agrícola y minera y en una floreciente industria especializada en objetos fáciles de transportar y caros: tejidos de seda o algodón, perfumes, medicinas, repujados, cordobanes, piezas de marfil. Algunas cajitas del precioso material, diseñadas para guardar los cosméticos de las favoritas de los harenes cordobeses, serían utilizadas como relicarios o vasos sagrados en las iglesias y abadías cristianas, lo que da idea del diferente grado de desarrollo del norte cristiano y el sur musulmán.

La moneda cordobesa era tan fuerte que circulaba en el mundo cristiano con el prestigio que hoy tiene el dólar en los países subdesarrollados. Incluso se falsificaba en Cataluña (y, para que se vea lo que es la mudanza de los tiempos, cuatro siglos después, serán los árabes granadinos los que falsifiquen la prestigiosa moneda catalana).

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