Llegaba ya el pleno invierno, cuando en las orillas del mar de Galilea los días son aún casi siempre soleados, pero empiezan a hacerse más frescos. Hacía poco que el alba había aclarado el cielo cuando Jesús salió de casa de su hermano José y se dirigió hacia la de Andrés y Simón Pedro. El afecto que sentía por el primero, desde los tiempos de su común experiencia con los esenios, estaba vivo como siempre, pero en el mayor de los dos hermanos, de más edad que él en algunos años, había encontrado el apoyo de una mayor experiencia que siempre, había tenido ocasión ya de comprobarlo, resulta útil cuando se trata de poner un freno al entusiasmo de tantos jóvenes.
Era una pequeña distancia, pero no había cubierto la mitad cuando Judas se le acercó. Jesús le miró con una sonrisa.
—Me eres más fiel que mi sombra —dijo.
El hombre de Cariot asintió, sonriendo también él.
—Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con tu sombra —dijo—, no conseguirás perderme ni siquiera en la noche más oscura.
Los dos hombres avanzaron juntos, y se fueron hasta el lago porque la mujer de Pedro les había dicho que los dos hermanos habían ido ya a preparar las barcas para la pesca. Encontraron a un grupo formado también por Felipe, Tomás, Simón el Zelota y otros discípulos, unos en las barcas, otros aún en la orilla y los demás con las piernas dentro del agua, pero todos abandonaron las redes cuando vieron llegar a Jesús y fueron a su encuentro.
Había corrido la voz de la reunión, y pronto comenzaron a llegar los otros generales y soldados de aquel pequeño ejército. Al cabo de pocos minutos, un centenar de personas se había reunido en torno a Jesús. Con Leví Mateo en primera fila dispuesto como siempre a tomar nota en la tablilla encerada.
—Creo que ha llegado la hora de separarnos.
A estas palabras de Jesús siguió un momento de profundo silencio, y enseguida un coro de gritos de protesta. Pero el Nazareo, riendo, hizo un gesto con la mano.
—Tranquilos —dijo—, solo quería decir que ha llegado el momento de que os pongáis a prueba. En estos meses, con la ayuda de Andrés, os he enseñado cuanto aprendí de los maestros esenios en el arte de curar y de expulsar a los demonios, y día a día, mientras le hablaba a la gente, habéis podido escuchar mis ideas. Ahora ha llegado la hora de poner en práctica todas estas enseñanzas, de probar que cada uno de vosotros puede hacer lo que me ha visto hacer a mí en el tiempo que hemos pasado juntos.
Algunos de ellos mostraron su inquietud por la nueva experiencia, pero la mayor parte acogió la propuesta con entusiasmo. De la pequeña multitud partían gritos de alegría y preguntas de aclaración que demandaban nuevas instrucciones:
—¿Adónde iremos? ¿Cada uno irá por su cuenta? ¿O en pequeños grupos?
—Iréis de dos en dos —dijo Jesús—, y os dirigiréis a todas las ciudades de Galilea, de Samaria y de Perea. Curaréis a los enfermos, purificaréis a los leprosos y expulsaréis los demonios de los poseídos, pero no pediréis una compensación por ello y tampoco llevaréis dinero con vosotros, ni pan, ni una túnica de muda, sino solo un cayado para apoyaros en el camino y un par de buenas sandalias. En todas partes donde entréis, decid en el umbral: «¡La paz sea en esta casa!». Pero si alguna ciudad no quiere recibiros, sacudid su polvo de vuestro calzado, y advertid a los habitantes de que el reino de Dios se acerca y que en ese día su ciudad podría ser tratada con mayor rigor que Sodoma. Esto deberéis predicar durante todo el viaje: que el reino de Dios se acerca, que hagan penitencia para tener derecho a entrar en él.
Con gran alegría, llenos de fervor, los discípulos ya comenzaban a formar parejas y a establecer sus itinerarios, pero la hermosa voz de Jesús los detuvo:
—¡Esperad —gritó—, escuchadme de nuevo!
Y cuando el grupo hubo recobrado la tranquilidad, les advirtió:
—Vuestro entusiasmo me hace feliz, pero no quiero que partáis a la ligera y sin pensar, desconocedores de los peligros a cuyo encuentro os dirigís. No creáis que todo ha sido ya hecho, que todos han sido ya conquistados por nuestras ideas. En realidad, os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas, de modo que no puedan acusaros de perseguir fines distintos a los que declaráis. Y recordad: vuestros adversarios más difíciles no serán los paganos, que no creen, o los samaritanos, que creen a medias, sino los propios judíos, aquellos que han olvidado el verdadero espíritu de la Ley, las ovejas descarriadas de la casa de Israel.
Con mayor calma, con ponderación, comenzaron a contar cuántos eran y a dividirse. Jesús retuvo consigo a una docena de discípulos, que no consideraba aún lo bastante expertos en el arte de curar, y envió a setenta y dos a predicar. Pero quedaron con él también dos apóstoles.
—No parece que tu sombra esté dispuesta a abandonarte —dijo Judas señalando con un dedo el perfil que el sol proyectaba a la espalda de Jesús—, de modo que no puedo ciertamente hacerlo yo.
Y Leví Mateo, mostrando su tablilla, farfulló algo sobre la necesidad de no perderse una sola palabra del Nazareo. Pero animó a uno de los discípulos que dormían en el patio de su casa, y Jesús lo aprobó, a intentar la difícil empresa de llegar hasta Cesarea marítima: allí donde los judíos, por la proximidad de los dominadores romanos, estaban más expuestos a la tentación de desviarse del recto camino.
Volvieron a mediados de mes de Kislev, cuando ya el cielo de Galilea descargaba casi cada noche un chaparrón. Con sus óleos balsámicos y sus infusiones habían curado a muchos enfermos, con sus manos habían serenado los espasmos de muchos epilépticos, y sobre todo, con sus exorcismos habían liberado a decenas de poseídos expulsando de sus cuerpos legiones de demonios.
En los días de su regreso, Cafarnaún resonó de relatos maravillosos, en los que los éxitos obtenidos iban acompañados de la incredulidad de los propios autores ante una cosecha casi milagrosa. Jesús escuchaba sonriendo, y Leví Mateo, sonriendo, tomaba notas, pero su estilo se detuvo a media altura cuando Judas de Cariot, también con una sonrisa en los labios, dijo:
—¿Y a qué esperamos, ahora, para ir a Jerusalén?
Un murmullo recorrió el aire, se hizo poderoso y estalló en un grito:
—¡A Jerusalén! ¡A Jerusalén! —gritaban los jóvenes discípulos, inflamados por la certeza de añadir penitencias a las penitencias, gloria a la gloria, pero también gritaban muchos de los apóstoles, y gritaban los hermanos de Jesús.
Precisamente este último parecía, sin embargo, menos entusiasta que los demás, y miraba pensativo a aquel ejército ansioso de combatir. A su lado, no menos pensativos o evidentemente preocupados, estaban Pedro y Leví Mateo.
Se encontraban, como siempre cuando se reunían en las orillas del lago, en una vasta explanada donde la sombra de las palmeras alcanzaba incluso a los guijarros bañados por las olas. El sol de invierno, después de la breve lluvia, refulgía con más brillo en las gotas que pendían de las ramas, y todo en la naturaleza era tan luminoso, todo estaba tan quieto, que los gritos de los hombres que llamaban a Jerusalén parecían una trasgresión.
Jesús suspiró y dijo:
—¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos para comprobar si tiene suficiente para terminarla? No sea que hechos los cimientos y no pudiendo acabarla, todos cuantos le vean comiencen a burlarse de él.
Un murmullo incierto acogió sus palabras. ¿Significaban realmente lo que parecían significar? ¿Realmente invitaban a la prudencia, o a postergar el viaje a Jerusalén? Los discípulos dudaban, pero de nuevo se oyó la voz de Judas, hijo de Simón, el hombre de Cariot.
—Y sin embargo —dijo mirando a Jesús directamente a los ojos—, es allí donde hay que mostrar lo que se ha hecho hasta ahora, porque allí viven aquellos que aún no conocen tu mensaje de paz y de sumisión, y porque solo allí puede despejarse la duda de los que lo conocen. Jerusalén significa ciudad de paz, pero para conquistarla y conquistar el reino de los Cielos es necesaria una guerra, aunque sea llevada, más que con la violencia, con tu nueva estrategia.
También Jesús tenía la mirada fija en los ojos de Judas cuando respondió:
—¿Y qué rey, al salir de campaña para guerrear contra otro rey, no considera primero y delibera si puede hacer frente con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil?
Surgieron aquí y allá, en el grupo, algunas breves discusiones, pero sin nervio: era evidente que la actitud cauta de Jesús había desconcertado a casi todos y desilusionado a muchos, pero el respeto que sentían por él impedía un enfrentamiento directo. La reunión se disolvió, y cada uno se fue tristemente a sus quehaceres.
Jesús, con expresión triste, volvió a casa y se sentó con la cabeza entre las manos a la mesa en que comía la familia. María, que junto con su nuera estaba cosiendo sentada al lado de la ventana, no alzó los ojos de su labor, pero al cabo de algunos minutos de silencio dijo:
—Esa mesa la construyó tu padre, José, hace de ello ahora casi cuarenta años.
—Lo sé —dijo Jesús distraídamente—, ya me lo contaste.
María pasó por alto la interrupción.
—La hizo tan grande —dijo—porque, aunque tú no habías nacido aún, él ya pensaba en una gran familia que estuviera unida en la paz. Luego alguien le convenció de que el camino acertado era el de la guerra, y él combatió valientemente por la idea en la que creía y entregó su vida por ella.
Ante los ojos de Jesús pasó la imagen horrenda de su padre crucificado, con los pies clavados a ambos lados del madero de olivo, los brazos asegurados rudamente en la traviesa con una cuerda y las piernas rotas a golpes de bastón, porque los soldados romanos, en medio de aquel bosque de crucificados, no tenían tiempo de asegurarse de que el condenado muriera antes de la noche y no querían correr ningún riesgo de fuga. Volvió a ver el rostro de su padre contraído por la agonía y por el jadeo que la prolongaba. Volvió a ver a su madre postrada de rodillas a los pies de la cruz con la cabeza inclinada, incapaz de soportar la visión de tanto dolor, temiendo y anhelando que aquel estertor terminase, que la vida de él terminase, que su amor terminase, que todo terminase. Volvió a verse a sí mismo, sus manos que a la luz de la luna se alzaban para sostener el cuerpo, finalmente exánime, mientras su madre desataba las cuerdas, para terminar los tres en el suelo en el último abrazo de sus vidas terrenas. ¡Guerra, guerra! Había gritado en aquel momento su corazón. ¡Guerra! ¡Venganza! ¡Libertad! ¡Justicia! Pero poco a poco, muy lentamente, algo había cambiado: ahora el recuerdo de aquel pobre cuerpo exánime que oprimía el suyo y el de su madre contra el suelo le hacía desear únicamente la paz.
—Combatió valientemente —repitió la voz de María— por la idea en la que creía. No importa cuál fuera.
Jesús alzó la cabeza y miró a su madre.
—Pero yo —dijo duramente— no estoy aún preparado.
María asintió.
—Tienes razón —replicó—, cuando lo estés.
Entraron Santiago y Simón, y detrás de ellos Pedro, Andrés y Leví Mateo. Se sentaron también en torno a la mesa esperando que Jesús dijera algo, pero él se limitó a preguntar qué pensaban de ello.
—Tienes tú razón —dijo en seguida el publicano—, todavía no ha llegado el momento. En Jerusalén no te conocen aún, solo han oído rumores que hablan de un galileo que hace milagros y anuncia el reino de Dios. Probablemente la gente corriente te escucharía, pero para los saduceos y filisteos tú eres un agitador, y si llegas sin tener la fuerza de una fama consolidada no te concederán siquiera tiempo para hablar. No quieren que se repita el caso de Juan el Bautista.
Jesús asintió.
—El riesgo existe, no cabe duda, y tal es el motivo que ha empujado a Judas a hablar. Los zelotas son contrarios a lo que predico, pero matándome se ganarían las críticas de mucha gente. Prefieren que me hagan callar los saduceos y los gentiles.
Santiago y Simón guardaban silencio, pero parecían incómodos. Solo se decidieron a hablar cuando el hermano mayor les invitó expresamente a hacerlo.
—Es cierto —dijo Santiago—, ahora los zelotas no te quieren, y Menajén incluso te odia. Pero no hay que olvidar que durante muchos años hemos dicho y pensado las mismas cosas, incluso hemos compartido la cárcel, y que Judas, nuestro hermano, en este momento está en el desierto con ellos.
—Entonces —preguntó Jesús—, ¿qué aconsejáis?
—Parte y ve a Judea —dijo Simón— para que también allí vean las obras que llevas a cabo y se conviertan en discípulos tuyos. Para darse a conocer no hay que actuar en secreto. Tú eres capaz de hacer estas cosas milagrosas, muéstralas a todo el mundo.
Siguió un silencio tan penoso que los dos hermanos se levantaron y se fueron. Entonces, Jesús preguntó a los otros tres:
—¿Y vosotros?
Mateo sacudió la cabeza: su parecer seguía siendo decididamente contrario. Andrés trataba de sopesar los pros y los contras:
—Llegado a este punto —dijo—, Juan el Sacerdote habrá hablado ciertamente con mucha gente importante, te habrá preparado el camino. Si fuese solo un pequeño grupo, sin exponerse demasiado…
Pero también Pedro se mostraba totalmente opuesto a esta aventura.
—¡Los ancianos, los grandes sacerdotes y los escribas harían cualquier cosa con tal de eliminarte, y esto no debe suceder en absoluto!
Jesús permaneció un momento meditando, y cuando habló parecía que se dirigiera más a sí mismo que a los otros.
—Y sin embargo —dijo—, Judas no anda equivocado del todo, y tampoco mis hermanos. Tendré que entrar en ese nido de víboras, antes o después, porque la idea en la que creo…
Lanzó una mirada hacia María, que todo aquel rato se había quedado en silencio cosiendo, y le pareció que sonreía. Entonces sonrió también él y dijo:
—Hemos de partir deprisa, si queremos estar en Jerusalén para la fiesta de las Luces.
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