Capítulo 21 Llegan las armas soviéticas

Publicado el 18 de mayo de 2022, 0:04

Largo Caballero se dirige por radio al pueblo de Madrid: «¡Escuchadme, camaradas! Mañana, veintinueve de octubre, al amanecer, nuestra artillería, nuestros trenes blindados y nuestra aviación abrirán fuego contra el enemigo (…) en el momento del ataque aéreo, nuestros tanques van a lanzarse contra el enemigo por el lado más vulnerable sembrando el pánico en sus filas… ¡Ahora tenemos tanques y aviones, adelante, camaradas del frente, hijos heroicos del pueblo trabajador! ¡La victoria es nuestra!».

Anselmo, el ujier del Ministerio de la Guerra, penetra en la oficina de su primo Bernardo:

—¿Lo has oído, primo? Caballero acaba de anunciar por la radio los detalles del ataque de mañana.

—No creo que ataquemos mañana —objeta Bernardo.

—Lo acabo de oír.

—Será algún truco de Caballero, ¿cómo va a contar los detalles de un ataque sabiendo que también lo escucha el enemigo?

Contra las previsiones de Bernardo, el ataque se produce, tal como el ministro de la Guerra ha anunciado.

«No hay muchos precedentes en la historia militar de una muestra tan clara de incompetencia —comenta Jorge M. Reverte— señalar al enemigo la fecha y la hora de una ofensiva y detallar, además, el armamento que se va a utilizar.» [46]

El 29 de octubre amanece un día gris y feo. Los quince flamantes carros de combate T-26B mandados por el capitán Arman, ruso, irrumpen en Seseña y arrollan las defensas nacionales, incluido un escuadrón de caballería mora. Sin aguardar a que los siga la infantería, los carros prosiguen su avance hacia Esquivias, el pueblo donde se casó Cervantes, y allí arrollan dos carros ligeros italianos Ansaldo, de dos toneladas, poco mayores que un Seat 600, dotados sólo de ametralladoras, y se llevan por delante dos batallones de infantería, dos escuadrones de caballería, diez cañones y varios camiones y autos. Cuando regresan victoriosos a sus líneas, al pasar por Seseña, moros y legionarios los están aguardando y los atacan con botellas de gasolina con trapos ardiendo en el gollete, una efectiva bomba casera que ya se había empleado en Marruecos. El T-26B queda inmovilizado cuando el fuego afecta a los rodillos de goma de la parte superior de su cadena. Arden tres tanques con sus dotaciones, a las que los moros impiden salir. Dentro del horno de acero suena el estampido de un pistoletazo: un tanquista que ha preferido suicidarse a morir achicharrado. Los tanques restantes consiguen remolcar a uno de los incendiados.

Los oficiales nacionales contemplan con pesar los monstruos capturados.«¡Me cago en la diela! —exclama el comandante García Estepa—. Con estos cacharros la guerra se pone cuesta arriba».

Vuelan los informes a la superioridad. Así que los tanques rojos han resultado más peligrosos de lo que se esperaba. Franco toma nota y urge a los alemanes el envío de carros para enfrentarlos al T-26B. Los blindados que suministran los alemanes, los carros medios Pzkwp I (de seis toneladas, armados sólo de ametralladoras) resultarán muy inferiores a los rusos (de diez toneladas, con dos ametralladoras y un cañón de 45 mm).

En principio sólo los cañones antitanque logran contener a los carros rusos. A lo largo de la guerra, los nacionales recuperarán unos sesenta carros soviéticos, con los que formarán dos compañías de carros que se agregarían a las alemanas de «Inker» (con grandes banderas bicolores pintadas en la torreta, para evitar el fuego amigo). La prima que Von Thoma ofrece por la captura de un tanque ruso, quinientas pesetas, estimulará a los cazadores de tanques, especialmente a los moros, como ya se comentó.

En Berlín toman nota. Así que los rusos están probando sus armas más modernas en España. Ellos no van a ser menos. El 30 de octubre el Führer aprueba la Operación Úrsula (así denominada por la hija del almirante Doenitz). Se trata de enviar dos submarinos tipo VII-A, el diseño más reciente y secreto de la Kriegsmarine. Los submarinos U-33 y U-34 zarpan rumbo al Mediterráneo con la misión de probar los nuevos torpedos contra los navíos republicanos. Para despistar, los sumergibles se denominarán en las comunicaciones oficiales TritónPoseidón, nombres correspondientes a dos mercantes sueco e inglés respectivamente.

No adelantemos acontecimientos. En los días siguientes actúan nuevamente los tanques republicanos de Pavlov en Majadahonda y Las Rozas con resultados desalentadores. Debido a la falta de coordinación con la infantería arrollan la línea franquista pero no profundizan en la brecha. Además, los nacionales desarrollan rápidamente tácticas anticarro en cuanto descubren los puntos ciegos del blindado y el límite de giro de su torreta: se pierden otros cuatro, alcanzados por la artillería. Los moros capturan dos en buen uso.

El informe del mando pasa por las manos del escribiente Bernardo.

—Parece que los tanques rusos no nos van a sacar de apuros —murmura para sí.

Luego, en la cantina, prefiere no comentarlo con su primo Anselmo, que habla mucho.

El gobierno intenta infundir en los madrileños una confianza que dista mucho de sentir. En realidad comparte el pesimismo de Bernardo sobre la capacidad del ejército para defender Madrid. El 3 de noviembre de 1936 el centro de la línea defensiva republicana
se desploma.

Los derechistas refugiados en las embajadas se pasan el día intentando captar las emisiones de Radio Salamanca. Cunde el júbilo entre ellos ante la inminente liberación de la capital por las fuerzas de Franco. Circula de mano en mano una de las octavillas que los aviones nacionales arrojan a miles sobre Madrid:

 

Madrid está cercado. ¡Habitantes de Madrid! La resistencia es inútil. Ayudad a nuestras tropas a tomar la ciudad. Si no lo hacéis, la aviación nacional la borrará del mapa.

 

La amenaza no es gratuita. Al día siguiente una formación de trimotores Ju-52 escoltados por cazas italianos se dispone a bombardear Madrid. De pronto aparecen sobre ellos diez puntos oscuros que se aproximan a toda velocidad: diez cazas biplanos de color verde. Suenan lejanas las ametralladoras. Cae un Ju-52, dejando tras de sí un negro penacho de humo; otro gravemente averiado se ve obligado a aterrizar en un barbecho de Esquivias, tras las líneas nacionales, con un muerto a bordo y los demás tripulantes malheridos. Los cazas de escolta nacionales defienden a sus bombarderos lo mejor que pueden, pero el combate aéreo se salda con el derribo de tres cazas nacionales (dos Chirri y un Romeo Ro-37). El resto se bate en retirada.

El debut español del caza soviético Polikarpov I-15 Chato, pilotado por expertos voluntarios soviéticos, no ha podido ser más brillante.

Los nacionales están desorientados. Durante un tiempo creerán que los nuevos aviones republicanos son Curtiss norteamericanos. Como las desgracias no vienen solas, días después una escuadrilla de flamantes bombarderos Túpoliev SB-2 Katiuska ataca el aeródromo nacional de Talavera y destruye en tierra varios aviones nacionales. El Katiuska vuela a más velocidad que los cazas nacionales, lo que le permite escapar fácilmente. Los nacionales creen que se trata del aparato Martin Bomber norteamericano.

La superioridad aérea nacional sobre el cielo de Madrid ha terminado [47]. Ahora, los rebeldes tendrán que recurrir al impreciso bombardeo nocturno en espera de que los alemanes envíen nuevos aviones, de diseño más avanzado, capaces de competir con los Chato, el caza Me-109 y el bombardero Heinkel-111. Más adelante llegarán otros modelos experimentales, como el bombardero en picado Ju-87 Stuka y otros bombarderos como el Do-17 o Lápiz Volador.

Mientras se lucha en el aire, tres decenas de carros T-26B rompen las líneas nacionales entre Seseña y Valdemoro y profundizan unos diez kilómetros. Nuevamente falla la coordinación con la infantería (y con la artillería y con la aviación) y los carros deben regresar a sus líneas sin explotar el éxito inicial.

Los nacionales se coordinan mejor siguiendo la pauta acostumbrada desde la primera guerra mundial: primero, acumulación de tropas (moros y legionarios llegan descansados a bordo de camiones); después, preparación artillera para quebrantar las posiciones enemigas; a continuación, ataque de la infantería. Cuando los milicianos huyen, los aviones de caza los ametrallan en vuelo rasante. Así va cayendo un pueblo tras otro hasta que los nacionales llegan a los suburbios de Madrid.

 

Madrid

 

El comandante García Estepa estuvo una vez en Madrid, en un curso de artillero. De eso hace ya algunos años. Desde una posición avanzada lo contempla con sus binoculares.

Entre la masa boscosa de la Casa de Campo se columbran los alineados edificios de cuatro o cinco plantas, en calles rectas, que parecen prolongarse hasta el infinito, y en medio de todos el rascacielos de la Telefónica. Madrid, la capital del Estado, se ofrece prometedora. Un último esfuerzo y la guerra está ganada.

Antes habrá que superar las trincheras, las casamatas y el foso natural del río Manzanares, canalizado, que protege las defensas.

Los moros toman el aeródromo de Cuatro Vientos y el campamento de Carabanchel tras ahuyentar a los milicianos que los defendían.

En Madrid cunde el pesimismo. Se convoca un Consejo de Ministros urgente. Punto único del orden del día. ¿Debe el gobierno abandonar Madrid? Votan en contra de la propuesta los ministros comunistas y los anarquistas (recién incorporados al gobierno, les avergüenza debutar con una medida tan lamentable), pero el presidente Largo Caballero decide que el gobierno debe trasladarse urgentemente a Valencia. Sus asesores militares le han comunicado que la ciudad está perdida [48] .

Largo Caballero encomienda la defensa de Madrid al general Miaja, en el que no confía demasiado. Miaja, bajito, gordezuelo, calvo, carriredondo, colorado, los ojillos saltones minimizados por sus gruesas lentes de miope, tiene más pinta de tendero del ramo de ultramarinos que de militar.

«Muchas veces disfrutábamos bebiendo juntos, maldiciendo juntos de intelectuales y políticos —lo recuerda Arturo Barea— y compitiendo en el peor lenguaje cuartelero, en cuyo uso encontraba escape del florido lenguaje a que le obligaba su dignidad oficial.» [49]

Miaja es fiel a la República que juró defender, pero la verdad es que sus anteriores intervenciones bélicas, al frente de la columna que ocupó Albacete, pero nunca llegó a Córdoba, no han demostrado que sea un rayo de la guerra.

Largo Caballero ha entregado a Miaja un sobre con la nota «Para abrir a las seis de la mañana». Miaja no aguarda a que se cumpla el plazo y lee su nombramiento como presidente de la Junta de Defensa y sus instrucciones: defender Madrid a toda costa y cuando tenga que retirarse establecer una segunda línea en Cuenca.

Mientras, Largo Caballero y sus colegas hacen las maletas, los nacionales le dan los últimos retoques a la ofensiva que conquistará Madrid. Todo está previsto, incluso el nuevo alcalde de la ciudad liberada, que será Alberto Alcocer, y los tribunales de justicia que actuarán en cada distrito para depurar responsabilidades. Se reparten listas de activistas de izquierdas a los que se debe capturar y juzgar. Se prevé incluso el itinerario de las tropas que participarán en el desfile de la Victoria.

Una fila de autos oficiales, negros, cargados de maletas, sale de Madrid con el gobierno en pleno. Al llegar a Tarancón, los milicianos anarquistas que dominan el pueblo los detienen en un control de carretera.

—¿Con que huyendo como conejos, eh? —acusa, con sorna, uno de los milicianos.

—¡Qué asco! Las ratas abandonan el barco —señala otro. Y escupe al suelo, despectivamente.

Los milicianos obligan a los ministros a descender de los vehículos. Los amenazan con fusilarlos. Después de dos horas de llamadas telefónicas, gestiones, presiones y amenazas, unas autoridades prosiguen el viaje y otras regresan a la capital, entre ellos el alcalde de Madrid, quien, desmoralizado, se dirige directamente a la Embajada de México y solicita asilo.Es un gordo pacífico y todo aquello le viene un poco grande.

Mientras tanto, Miaja ha designado jefe de Estado Mayor al teniente coronel Vicente Rojo, mejor estratega que él, y ha convocado a Mera, Líster, Valentín González, el Campesino, y otros jefes de unidades milicianas implicadas en la defensa de Madrid.

El tiempo apremia. El general con pinta de tendero no se anda por las ramas.

—El gobierno se ha ido. Ha llegado el momento de defender Madrid como hombres, con dos cojones. Si alguno no está dispuesto a morir que lo diga ahora.

Un silencio reflexivo acoge las palabras del general.

—Es lo que esperaba de ustedes —añade Miaja en tono más tranquilo—. Pasen por el Estado Mayor a recibir órdenes. Buena suerte.

Madrid se moviliza. Los sindicatos se reúnen en sus sedes. Muchos milicianos acuden a la convocatoria para la defensa de la ciudad asediada. Se reciben consignas, se designan tareas. «Después de tres meses de retiradas, de partes falsos y de engaños —recordará años después Líster—, el pueblo de Madrid se encontraba con la trágica realidad y le hacía frente con valentía». Muchos milicianos parten directamente para el frente; otros, se escaquean y planean cómo salvar el pellejo cuando lleguen los nacionales.

Se difunde el rumor de que el gobierno se ha trasladado a Valencia, pero pudiera tratarse de un bulo de la quinta columna fascista.

Unos huyen de Madrid y otros se acercan. Franco abandona el palacio episcopal de Salamanca para instalarse en un palacete cercano a Carabanchel. Quiere oír los cañonazos, oler la cordita quemada. La caída de Madrid es inminente y el Generalísimo debe recoger los laureles de la victoria.

[46] Jorge M. Reverte, op. cit., p. 135.

[47] Juan Antonio Guerrero, I15 «Chato», L. Carbonell, Barcelona, 1988, p. 7.

[48] Una de las consecuencias de la guerra es la llegada al gobierno de anarquistas, cuyo credo consiste precisamente en no tener gobierno. En una recepción ofrecida en Valencia al gobierno español por los oficiales del acorazado inglés Hood, el ministro Prieto, considerando que su colega el anarquista García Oliver no podría comparecer en el preceptivo esmoquin, sugirió a los británicos que rebajaran el protocolo a un simple traje oscuro, a lo que el ministro anarquista replicó: «Que no sea por mí, ¿eh?, que yo conservo mi esmoquin de cuando era camarero».

[49] Rafael García Serrano, Diccionario para un macuto, p. 425.

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