Los califas de Córdoba imitaron a los de Bagdad, que, a su vez, imitaban a los emperadores bizantinos y a los monarcas sasánidas. El califa se sacralizó, se convirtió en un autócrata inaccesible, rodeado de un recargado ceremonial, ante una corte numerosa, en la cual ocupaba destacado lugar el espléndido harén. No es que los califas fueran especialmente lascivos, que, muchas veces, el ejercicio del poder mata las ganas y deja poco espacio a estas expansiones, sino más bien que el harén se había convertido en símbolo de posición y poder. También constituía un grupo de presión nada despreciable. En él convivían varias generaciones de mujeres de sangre real y una cohorte de eunucos amujerados que las custodiaban y servían, y que, a falta de mejor pasatiempo, se consagraban a intrigar y espiar. A menudo las más altas decisiones políticas se fraguaban en el harén, entre ambiciones personales, odios infinitos, venganzas y pasiones desatadas.
Un Estado tan poderoso como el cordobés precisaba de una compleja burocracia que generaba ingentes gastos, pero el califato vivía tiempos de gran prosperidad económica, con un comercio mediterráneo tan intenso como en los mejores tiempos del Imperio romano, lo que redundaba también en un notable desarrollo de la agricultura. Los que más tributaban eran los judíos, naturalmente, y los cristianos, aunque ya hemos visto que éstos disminuían constantemente debido a las conversiones al islam, quizá propiciadas por las ventajas fiscales y por el prestigio de una cultura superior más que por la doctrina de Mahoma.
Abd al-Rahman III, como los grandes soberanos de Oriente, se construyó un gran palacio en las afueras de Córdoba, el famoso Medinat al-Zahra, una ciudad palatina, rodeada de jardines recorridos por arroyuelos, de huertos con árboles de las más variadas especies, de estanques, lagos, residencias para los cortesanos, cuarteles, escuelas, baños, caballerizas, almacenes, mercados y calles por las que circulaban pajes y esclavos lujosamente ataviados. En aquella ciudad administrativa, residían unos trece mil funcionarios y cuatro mil servidores.
La magnitud del palacio califal se manifiesta en la lista de los materiales empleados en su edificación: mil quinientas puertas, cuatro mil columnas de mármol de diversos colores, muchas importadas de Francia, de Constantinopla, de Túnez y de distintos lugares de África. Solamente los peces de los estanques consumían diariamente doce mil hogazas de pan y seis cargas de legumbres negras (aquí ya el escéptico escritor se permite la sombra de alguna duda: ¿qué clase de ballenas insaciables criaba el moro en su jardín?).
La sala del trono, calculada para reflejar la magnificencia del califa y asombrar a los embajadores de potencias extranjeras, era una maravilla que parece sacada de Las mil y una noches: el techo estaba forrado de láminas de oro, y las paredes y suelos, de mármoles de colores. Cuando el sol penetraba por las ocho puertas de la estancia, los reflejos de muros y adornos cegaban la vista. En el centro, había una fuente de mercurio, que al agitarse reflejaba las luces como si la habitación se moviera.
Medinat al-Zahra tardó casi medio siglo en construirse. Tanto esplendor tuvo una vida corta, apenas cincuenta años, porque en 1011 fue saqueada e incendiada por los bereberes amotinados. Las ruinas de Medinat al-Zahra sirvieron durante siglos de cantera, de la que se surtieron de mármoles y columnas los constructores cordobeses. Lo único que despreciaron fue los yesos hermosamente labrados que cubrían las paredes. Desde hace medio siglo, se reconstruye el palacio, pero conjuntar el tremendo rompecabezas de sus restos es una labor de mucha paciencia y robusto presupuesto, que seguramente abarcará varias generaciones.
Las ruinas de Medinat al-Zahra están abiertas al público a cinco kilómetros de la moderna Córdoba.
Abd al-Rahman III reinó cincuenta años, siete meses y tres días. Cuando falleció, encontraron entre sus papeles personales una lista de los días felices de su vida: solamente catorce, y no seguidos.
El sucesor de Abd al-Rahman III, su hijo al-Hakam II (961-976), se encontró el Estado fuerte, una hacienda saneada, un país próspero, una corte brillante y un ejército capaz de mantener a raya tanto a los cristianos en el norte como a las levantiscas tribus marroquíes. Además, hombre de suerte, su reinado coincidió con una prolongada crisis interna del reino leonés. Reyes y condes siguieron pasando por taquilla para dejar sus impuestos en las arcas cordobesas, y al-Hakam II invirtió el superávit en obras públicas, en la ampliación de la mezquita de Córdoba y hasta en pagar la friolera de mil dinares por el Libro de los Cantares del célebre poeta Abul-l —Farach al-Isfahaní. Los bibliófilos tenemos por nuestro santo patrón a este moro suave que llegó a reunir una biblioteca de unos cuatrocientos mil volúmenes, que, según dicen los cronistas, había leído en su mayoría. Caso semejante de capacidad lectora en un político no vuelve a repetirse hasta don Alfonso Guerra, salvando distancias. Lo que se le puede reprochar es que, con tanta atención a la cultura, descuidara el gobierno del reino y, sobre todo, que lo dejara en las manos débiles e inexpertas de su hijo Hisham. Con este jovenzuelo ya no pudo Córdoba seguir funcionando por pura inercia, porque el Estado quedó a merced de diferentes grupos de presión, que lo condujeron a la anarquía y dieron al traste con la gran obra de los Abd al-Rahmanes.
Este Hisham que sale ahora era, por cierto, hijo de una concubina de origen cristiano y navarro, llamada Subh. Los altos mandatarios y en general los musulmanes de posición desahogada apreciaban mucho a las mujeres cristianas, especialmente si eran rubias, de piel blanca y gordas. Debe ser por la novedad, igual que los lechosos anglosajones se prendan de las morenazas mediterráneas. Esto explica que en los mercados de esclavas hubiera un intenso tráfico de cristianas rubias procedentes principalmente de Galicia y del Cantábrico, pero también del norte de Europa.
Naturalmente, había mercaderes desaprensivos que daban gato por liebre, vendiendo musulmana libre por esclava cristiana. «Disponen de mujeres ingeniosas y muy bellas que hablan a la perfección la lengua romance y se visten como cristianas. Pide el cliente esclava recién importada del país cristiano y después de darle largas (para aumentar su deseo) se la presenta diciéndole que acaba de recibirla de la Frontera Superior. Ella se va con el comprador. Luego, si está satisfecha del trato y de la casa, le pide que la liberte y se case con ella. En caso contrario, da a conocer la verdad: que es una mujer libre, y el cuitado no tiene más remedio que dejarla en libertad y perder su dinero.»
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