La crisis de la década de 1970 (que mostraba una peculiar combinación de estancamiento e inflación) fue interpretada por muchos como una crisis típica del capital monopolístico, mientras que la crisis deflacionaria de la década de 1930 se debió en cambio a una competencia ruinosa. Las características de la unidad contradictoria entre monopolio y competencia en cada fase histórica deben ser analizadas y deducidas, no supuestas. Mientras que el giro neoliberal iniciado en la década de 1970 abrió nuevas formas de competencia internacional mediante la globalización, la situación actual en muchos sectores de la economía (farmacéutico, petrolífero, líneas aéreas, agroindustria, banca, software, medios de comunicación y en particular las redes sociales, e incluso los supermercados) sugiere fuertes tendencias al oligopolio, cuando no al monopolio. Quizá atestigua el carácter cambiante de esa contradicción el que cierto grado de poder monopolístico (como el que ejerce Google) sea ahora considerado en ciertos círculos como un desvío valioso de una situación de pura competencia: permite cálculos racionales, estandarización y planificación por adelantado en lugar del caos resultante de las inestables coordinaciones de mercado en un mundo incierto. Por otra parte, el abuso por Google de su posición de monopolio (permitiendo por ejemplo a la National Security Administration el acceso a sus datos sobre individuos privados) ilustra las potencialidades negativas que acompañan a tal concentración de poder.
El ejemplo de la propiedad privada como poder monopolístico es particularmente instructivo en el caso de la tierra y los activos inmobiliarios, donde se monopoliza además una ubicación espacial única. Ningún otro puede poner su fábrica allí donde está la mía. Una ubicación ventajosa (con acceso privilegiado a nudos de transporte, recursos o mercados) me ofrece cierto poder de monopolio en competencia con otros. El resultado, que los economistas convencionales han tenido que reconocer a la postre cuando se han visto obligados a estudiar la cuestión, es un tipo particular de competencia denominado «competencia monopolística», expresión adecuada porque describe una situación en la que toda la actividad económica se asienta competitivamente en espacios particulares con cualidades únicas. Naturalmente, ese tipo de competencia se trata únicamente como una nota a pie de página en la teoría económica y no como algo básico, pese a que cualquier actividad económica productiva se asienta en último término en algún lugar en el espacio. El pensamiento económico estándar prefiere un modelo en el que todas las actividades económicas tienen lugar en la cabeza de un alfiler y no existe ningún monopolio debido a la ubicación espacial. Al parecer no importan las cualidades espaciales diferenciales –tierra más fértil, recursos de mejor calidad, ventajas particulares del lugar–, ni tampoco la estructura perpetuamente cambiante de las relaciones espaciales aportadas primordialmente por las inversiones infraestructurales en cosas como los sistemas de transporte.
Esas ausencias tienen serias consecuencias a la hora de entender cómo funciona la unidad contradictoria entre competencia y monopolio. A menudo se supone, por ejemplo, que la existencia de muchas empresas pequeñas que producen un artículo similar indica un estado de intensa competencia, pero ése no es el caso en ciertas condiciones espaciales. La existencia de dos panaderías a doscientos metros una de otra puede sugerir una intensa competencia, pero si entre ellas fluye un caudaloso río, entonces cada uno de los panaderos tendrá un poder de monopolio en su orilla respectiva, el cual desaparecerá si el rey construye un puente, pero se restaurará si un señor local impone un considerable arancel de paso o si el río se convierte en una frontera política y se aplican rigurosas tasas al comercio de pan entre las dos orillas. Por esa razón, los economistas políticos del siglo XVIII emprendieron una campaña contra los aranceles aduaneros, entendiendo que constituían un obstáculo a la competencia. El régimen global de libre comercio pretendido por Estados Unidos después de 1945 y que culminó en los acuerdos de la OMC es una prolongación de esa política.
Pero el papel de los costes de transporte como forma de «protección» de los monopolios locales ha venido disminuyendo desde hace tiempo. La reducción de esos costes ha sido crucial en la historia del capital. La utilización de los grandes contenedores desde la década de 1960 desempeñó un papel vital en el cambio del alcance geográfico de la competencia, como lo hicieron las suavizaciones de las barreras políticas al comercio. La industria automovilística estadounidense, con sus tres grandes compañías localizadas en Detroit, parecía constituir un oligopolio omnipotente en la década de 1960, pero en la de 1980 su poder se había visto socavado por la competencia de Alemania Occidental y Japón al cambiar espectacularmente las condiciones espaciales de las relaciones comerciales, tanto física como políticamente. En la década de 1980 apareció el automóvil global cuyas piezas se podían producir en todo el planeta siendo luego ensambladas en algún lugar como Detroit, que la irrupción de una feroz competencia internacional y la automatización convirtieron en un erial. La historia del comercio de la cerveza es otro de mis ejemplos favoritos. Muy localizado en el siglo XVIII, se regionalizó gracias a los ferrocarriles a mediados del siglo XIX, antes de expandirse a escala nacional en la década de 1960 para hacerse luego planetario, gracias a los grandes contenedores, en la de 1980.
El terreno de la competencia monopolística ha ido claramente cambiando y, como en el caso del desarrollo geográfico desigual, la organización espacial y geográfica de la producción, la distribución y el consumo es en sí una forma de articular la relación contradictoria entre monopolio y competencia. Ahora compro hortalizas de California en París y bebo cerveza importada de todos los rincones del mundo en Pittsburgh. Al mitigarse gradualmente las barreras espaciales debido a la tendencia capitalista a «la aniquilación del espacio mediante el tiempo», muchas industrias y servicios locales perdieron su protección local y sus privilegios de monopolio. Se vieron obligados a competir con productores de otros lugares, al principio relativamente cercanos, pero luego mucho más lejanos.
Los capitalistas deberían supuestamente dar la bienvenida a esa restauración de la competencia; pero como ya se ha señalado, resulta que la mayoría de ellos, si se les ofrece la posibilidad, prefieren ser monopolistas. Por eso han tenido que encontrar otras formas de construir y preservar una posición de monopolio muy anhelada.
La respuesta obvia consiste en centralizar el capital en megacorporaciones o establecer alianzas más flexibles (como en las líneas aéreas o en la fabricación de automóviles) que dominan los mercados, fenómenos todos ellos bien conocidos. La segunda vía consiste en asegurar aún más firmemente los derechos de monopolio de la propiedad privada mediante leyes comerciales internacionales que regulan todo el comercio global. Las patentes y los llamados «derechos de propiedad intelectual» se han convertido así en un importante campo de batalla en el que se defienden los poderes de monopolio. La industria farmacéutica, por poner un ejemplo paradigmático, ha adquirido poderes monopolísticos extraordinarios, en parte mediante grandes centralizaciones del capital y en parte mediante la protección de patentes y los acuerdos sobre licencias; y pretende ansiosamente acaparar más poderes monopolísticos cuando trata de establecer derechos de propiedad sobre materiales genéticos de todo tipo (incluido el genoma de plantas raras en los bosques tropicales, tradicionalmente aprovechadas por los habitantes indígenas). La tercera vía opera mediante las «marcas comerciales» que permiten aplicar un precio de monopolio a unos zapatos con un emblema determinado o a un vino con el nombre de cierto château en la etiqueta.
A medida que disminuyen los privilegios de monopolio de una fuente, vemos diversos intentos de preservarlos y reunirlos por otros medios. Sigue habiendo, no obstante, algunos mercados espacialmente circunscritos que facilitan los precios de monopolio para determinadas actividades: una operación de cadera en Bélgica cuesta 13.360 dólares (incluido el billete de avión desde Estados Unidos), ¡mientras que una intervención idéntica cuesta en Estados Unidos más de 78.000 dólares! Ello se debe obviamente a la aplicación de un precio de monopolio que no se da en el caso belga, debido casi con toda seguridad a la distinta regulación pública. Los servicios personales de ese tipo han permanecido parcialmente inmunes a la competencia espacial pese al aumento del turismo médico y la deslocalización de muchos servicios a centros de llamadas como los de India. Esos mercados protegidos pueden no obstante derrumbarse al aplicarse procedimientos de inteligencia artificial.
Podemos concluir pues que el capital está enamorado del monopolio. Prefiere las certezas, la vida tranquila y la posibilidad de cambios prudentes que acompañan al estilo monopolístico de trabajo y de vida lejos de la agitación de la competencia. También por esa razón el capital prefiere los artículos únicos, tan particulares que se les puede aplicar un precio de monopolio. El capital se esfuerza por apropiarse de tales mercancías y fomentar su producción, frecuentemente ataviándolas con los atuendos del puro placer estético. La clase capitalista construye un mercado del arte como esfera de inversión en la que reinan sin competencia los precios de monopolio, del mismo modo que lo hace con las inversiones en deportes profesionales como el fútbol, el hockey o el béisbol. Mercantiliza incluso, si puede, las cualidades únicas de la naturaleza y les asigna un valor monetario sometido al régimen de propiedad privada. Como se quejaba el geógrafo anarquista Élisée Reclus ya en 1866:
En la costa, muchos de los acantilados más pintorescos y las playas más encantadoras son presa de codiciosos propietarios o de especuladores que aprecian las bellezas de la naturaleza del mismo modo que un cambista aprecia un lingote de oro […]. Cada curiosidad natural, sea una roca, una gruta, una cascada o la fisura de un glaciar –todo, incluso el sonido de un eco– se convierte en propiedad individual. Los empresarios arriendan las cascadas y las cercan con vallas de madera para impedir que los viajeros que no pagan disfruten de la vista de las turbulentas aguas. Después, mediante una avalancha de publicidad, la luz que juega con las diminutas gotas en dispersion y las ráfagas de viento que rasgan las cortinas de llovizna se transforman en el tintineo resonante de la plata 5 .
Lo mismo se puede decir de objetos culturales únicos o de tradiciones culturales e históricas. La mercantilización de la historia, la cultura o la tradición puede parecer repulsiva, pero sostiene un vasto comercio turístico en el que se valora mucho la autenticidad y la unicidad, aunque estén sometidas a la hegemonía de la valoración del mercado. Más significativa aún es la sistemática calificación de muchos artículos de consumo como algo único y especial (aunque tales pretensiones sean como poco dudosas) para aplicarles un precio de monopolio. Los artículos o efectos producidos no pueden ser de todos modos tan únicos o especiales que queden totalmente fuera del cálculo monetario, y hasta los cuadros de Picasso, los restos arqueológicos y los objetos de arte aborigen deben tener un precio. Para artículos más comunes, el propósito es destacar la marca, como si la pasta dentífrica, el champú o el automóvil que la llevan fueran superiores. Se trata de utilizar la diferenciación del producto como forma de asegurar un precio de monopolio. La reputación y la imagen pública de una mercancía se convierte en algo tan importante, si no más, que su valor de uso material. De ahí la inmensa importancia de la publicidad, que no es más que un sector que trata de extraer precios de monopolio de una situación de otra forma competitiva. Casi una sexta parte de los empleos en Estados Unidos corresponden ahora a la publicidad o la venta, sector que está dedicado a la producción de rentas de monopolio mediante la elaboración de la imagen y reputación de artículos particulares.
Existe una interesante versión geográfica de ese mismo fenómeno. Ciudades como Barcelona, Estambul, Nueva York o Melbourne, por ejemplo, han quedado marcadas como destinos turísticos o como centros idóneos para reuniones de negocios en virtud de sus características únicas y sus especiales cualidades culturales. Si no existe ningún rasgo único a mano, se puede contratar a algún arquitecto famoso, como Frank Gehry, para construir un edificio especial (como el museo Guggenheim en Bilbao) para cumplir ese papel 6 . Historia, cultura, unicidad y autenticidad son mercantilizadas en todas partes y vendidas a los turistas, posibles empresarios y directores de empresa, proporcionando rentas de monopolio a propietarios, promotores y especuladores inmobiliarios. El papel de clase de la renta monopolista que se obtiene entonces del creciente valor del suelo y de los edificios construidos en ciudades como Nueva York, Hong Kong, Shanghai, Londres o Barcelona es enormemente importante para el capital en general. El proceso de gentrificación desencadenado entonces forma parte decisiva, a escala mundial, de una economía basada tanto en la acumulación por desposesión como en la creación de riqueza mediante nuevas inversiones urbanas.
5 Elisée Reclus, Anarchy, Geography, Modernity, John P. Clark y Camille Martin (eds.), Oxford, Lexington Books, 2004, p. 124.
6 David Harvey, «The Art of Rent», in Spaces of Capital, Edinburgh, Edinburgh University Press, 2002 [ed. cast.: Espacios del capital, Madrid, Akal, 2014].
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