Tú te encargaste de buscarlo.—Y lo localicé, en aquel restaurante de Oviedo.—Mucho nos reímos imaginando la cara que debió poner al ver llegar a su mesa a un cura con sotana y birrete. «Señor Millán, no se olvide de la deuda que tiene con nosotros. El plazo caduca dentro de dos días» —Lobedu comienza a reírse, sin descanso—. Siempre me maravilló el arte que tenías para disfrazarte y que no te reconocieran.—No es difícil. Cuando te disfrazas de cura, la gente sólo percibe un cura. Ni se fija en tu cara.—A que no sabes dónde está ahora el falangistín —pregunta, esperando una respuesta, como si hubiese expuesto un acertijo.—Pues no.—Agárrate. Es un senador por designación real, y se rumorea que va para ministro con el gobierno de Suárez. Hasta hace de comentarista político en una emisora de radio del clero. Ahí lo tienes, de falangista encargado de embargar a los humildes a demócrata de toda la vida. En fin, está claro que ellos ganaron la guerra —después de pronunciar esa frase, el mundo se le ha caído encima. Se sienta, más bien se deja caer. Y con el vaso lleno de sidra, sigue hablando, sin beberla—. ¡Cagüen mi manto!, si algo no se me ha olvidado nunca es la imagen de los cercos a los grupos guerrilleros. Aquellos hijos de puta del somatén cuando tenían rodeado a una partida que se había refugiado en una cuadra, ni les ofrecían la rendición, ni los acribillaban a balazos. No se molestaban en luchar, se limitaban a prender fuego a todo, con los animales dentro. Aún oigo los aullidos y bramidos de los animales quemándose, y su eco retumbando por todo el valle. Nos prendían fuego como a las brujas en la época de la Inquisición. Fue una guerra sucia, asquerosa —bebe la sidra muerta de su vaso—. ¡Me repugna todo! — Dirige su mirada al vaso vacío y prosigue—. Los que sobrevivimos, también perdimos la vida combatiendo, lo tengo muy claro. Fuimos los primeros de Europa en coger las armas contra el fascismo y los últimos que quedamos. Románticos, nos llamaban. ¡Mierda! —y estampa el vaso contra la pared del fondo—. Años en el monte con frío, hambre y heridas. Siempre corriendo, huyendo hacia delante, sin dormir, desconfiando de todo, desesperados, aislados y olvidados hasta por los nuestros. Los franquistas nos querían muertos y para los gobiernos europeos no éramos más que dinosaurios que cuanto antes no extinguiéramos mejorpara todos… —se dirige al tonel y escancia otro culete que bebe despacio, muy despacio.Hay que aplazar la conversación para otro momento. Tienes muchas cosas que solventar, y mucho por lo que preguntar. Recoges tu sombrero Dobbs blanco, de paja. Lobedu se coloca la boina. «El sombrero hace al hombre», sentenció Max Ernst hace más de cincuenta años. Y, allí estáis los dos, cada uno con vuestra prenda de cabeza, a la puerta de la casa, dispuestos a despediros, pero en esa ocasión por un breve espacio de tiempo. ¿Tal vez mañana?—Mayor, si mañana no tienes otra cosa mejor que hacer, cito a los muchachos aquí —muchachos, ha dicho. El más joven supera con creces los sesenta, pero sospechas que siempre seríais los muchachos de Lobedu—, a una espicha. Así los ves a todos.—Estupendo, ya tengo ganas de darles un abrazo.No te gusta ocultarle información a Lobedu. Sigue siendo la misma persona integra de antes, pero algo ha cambiado: ahora es un hombre de partido, y el partido piensa por él.
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