Roma ocupaba las ciudades, los trigales, los olivares y las minas cartaginesas en Andalucía y Levante. Al término de la guerra se planteó el arduo dilema: devolvemos todo esto a los indígenas, como les prometimos, o nos lo quedamos. Naturalmente, se lo quedaron. Al fin y al cabo, aquella tierra soleada y rica era su botín de guerra.El Senado no se quebró la cabeza a la hora de buscar un nombre apropiado para las nuevas provincias. Dividieron la Península en dos sectores confusamente delimitados y las denominaron «la de acá» y «la de allá» (Citerior y Ulterior).El Imperio romano estaba todavía en pañales. Faltaban tres siglos y mucho camino por recorrer para que se extendiera desde Alemania al Sáhara y desde Portugal a Siria y agrupara bajo sus fronteras a más de cien pueblos.Por lo pronto, en España, la plata, los trigales verdes y el garum eran ya romanos, pero como no hay rosa sin espinas los incivilizados celtíberos y lusitanos del interior también codiciaban aquella riqueza. Desde siglos atrás habían tomado la casi deportiva costumbre de entrar a saco de vez en cuando en los ricos valles del Ebro y del Guadalquivir. Naturalmente, los romanos no podían consentir que unos salvajes vinieran a robarles la hacienda. Por lo tanto, establecieron una serie de puestos militares avanzados para prevenir y detener aquellos ataques. Lo malo fue que los incorregibles celtíberos también hostigaban a estas avanzadas. Entonces, los romanos optaron por métodos más contundentes y lanzaron expediciones de castigo contra las tribus del interior. Fue otra conquista del salvaje Oeste. El valor indómito de los indígenas se estrelló contra la disciplina y la táctica superiores de los invasores. Las legiones romanas eran ya aquel formidable instrumento militar cuya eficacia no ha sido igualada jamás por ningún otro ejército. El establecimiento de guarniciones y campamentos permanentes fue otra forma de conquista y colonización, que, a la postre, fue asimilando a la cultura romana el interior de la Península. Así surgieron ciudades tan prósperas como Mérida, Zaragoza, Astorga y Lugo.En las sucesivas guerras de conquista, lusitanas y celtibéricas, primero, y cántabras, después, los gobernadores y generales romanos perpetraron a veces grandes canalladas, y el Senado romano dio muestras de notable desvergüenza en la vulneración de los tratados y capitulaciones que sus subordinados en apuros pactaban con los caudillos indígenas. Por ejemplo, un gobernador, un tal Galba, prometió repartir tierras a ciertas tribus lusitanas si deponían las armas. Cuando las tuvo desarmadas y a su merced las pasó a cuchillo. El famoso caudillo Viriato, uno de los pocos que lograron escapar de esa matanza, se convirtió en jefe de la resistencia y hostigó con éxito a los ocupantes, hasta que fue asesinado por tres de sus hombres, vendidos a Roma. En el curso de estas feroces campañas ocurrieron episodios tan sonados como el asedio e inmolación de Numancia.
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