En un lateral de la plaza de abastos de La Felguera se encuentra una tienda de fotografía que, por las relaciones entre Pichi y el dueño, es de una familiaridad absoluta para todos los exconvictos del valle. «Fotos Benito», reza el letrero.—Beni, tráigote a un cliente —dice Pichi a un señor bajito con gafitas redondas que se encuentra divisando un negativo al trasluz.—Hola, Pichi. Hace tiempo que no saco una foto a tu jeta.—Rediós, porque nun m’han deteníu desde que salí del talego. Amás, ¿los maderus no se ha compráu aún cámara de retratus?—Sí, ya tienen una. Pero me siguen llamando para revelarlas —él revela las fotos de la policía, un dato interesante, lo que indicaba que el señor Beni debía poseer los mismos archivos que ellos, piensas—, aún no tienen laboratorio. A ver, ¿qué quieres?—Aquí, el paisa, que quiere hacerte una compra.—Usted me dirá —dice con mirada interrogativa, el bajito escuálido con una camisa de cuadros cubierta por un chaleco negro.—Quisiera una cámara con objetivo. Que permita sacar fotos a una distancia de unos cincuenta metros aproximadamente.Se queda mirando hacia la estantería que se encuentra en un lateral de la tienda. En silencio abre una de las puertas de cristal extrayendo una cámara. Le acopla un objetivo con un simple ajuste de una pieza lateral, y te la muestra.—Creo que esta le puede servir. ¿Le explico cómo funciona?—No, explíqueselo a Pichi. Él la va a utilizar.—Ah —exclama el bajito—, pues entonces esta es muy complicada. Necesitamos otra que sólo sea sota, caballo y rey.—Eeoohh, Beni, ¿qué crees, que soy fatu? —dice Pichi, enfadado.—No, idiota no eres. Pero las cámaras son como los sombreros, hay una para cada cabeza.El señor Beni pone toda la buena voluntad del mundo en explicarle a Pichi que ya le ha colocado el objetivo a cincuenta metros, que él no tiene ni que tocarlo. Que lo único que hay que hacer, es mirar por un agujerito y, cuando vea la cara de la persona que quisiera fotografiar, apretar un botón de color rojo. «Si la cara de la persona no la ves, debes asegurarte de que has quitado el tapón del objetivo» —le repite insistentemente—. Luego tiene que girar una manecilla, hasta que hiciera tope, que es el indicativo de que el rollo de fotos está de nuevo dispuesto para repetir la operación. El Pichi atiende a las explicaciones, como si de un alumno de colegio muy aplicado se tratara.—¿Crees que lo has entendido? —pregunta el canijo.—Chupáu —y Pichi se cuelga la cámara del cuello.—¿Carretes de color o blanco y negro?—¿Los de color los revela usted? —preguntas.—No, sólo los de blanco y negro.Los de color hay que enviarlos al laboratorio.—Pues, entonces, carretes en blanco y negro.Otra vez el de las gafitas se explaya en múltiples explicaciones sobre cómo se cambian los carretes, y el cuidado que hay que tener en la operación para que no se vele ninguna foto.—¿Y, agora, qué hago con la cámara? —pregunta Pichi, cuando os encontrabais en el exterior de la tienda.—En cuanto me dejes a mí, en el lagar, te diriges a casa de la hermana del Lejía. Te escondes detrás de un árbol o del coche, o de donde te salga de los coj…, el caso es que nadie te vea. Me vas sacando fotos de todo bicho viviente que vaya a dar el pésame. El día del entierro, vas hasta el cementerio, te escondes detrás de una lápida o te metes en una tumba, lo mismo da. Y vuelves a fotografiar a todo el mundo.—¿Por la noche, podré ir a dormir?—A partir de ahora, tú ya no duermes.—¿Cómo yé, oh? ¿Y si me niego?—Pues quedas despedido.—Paisa, usté tiene un discursu que convence a cualquiera.—Otra cosa, Pichi, de noche no saques fotos. No quiero que nadie vea el flash. Limítate a anotar la matrícula de los coches que lleguen, y me haces una descripción de los sujetos que bajen de los vehículos.—Con este sombreru y la cámara de retratus parezcu el James Bond, el 007.—Lo que pareces es el tonto de los cojones.—Sin faltar, paisa —protesta Pichi, ofendido.Presientes que la comedia ha tocado a su fin. Ya has comenzado a obsesionarte con la misión, a subordinarlo todo al logro de un objetivo, ya no conocerás el descanso si algo queda sin hilvanar. Te has dado cuenta porque comienzas a eliminar lo superfluo, ya no admites nada que no tenga relación con lo que verdaderamente interesa. Y cuando eso ocurre, la adrenalina se apodera de ti, la sangre fluye sin desmayo por tus venas y el mundo comienza a ser un gran acertijo que suplica que lo desentrañes. Era lo que necesitabas para recuperar fuerzas y olvidar la enfermedad.Han asesinado al Lejía, o mucho te equivocas o tiene que ver con la investigación que le encargaste. Pero ¿es el miedo de Jordán y Camilo a ser descubiertos? Aquí hay algo más, decides. ¿Qué será lo que tienen que esconder? ¿El asesinato de Tuco? No, eso no lo ocultarían, más bien se enorgullecerían. No. Algo se masca en el ambiente, no sabes lo que es, pero vas a averiguarlo. ¿Y si tiene que ver con l Operación Midas? El inspector Buenaventura también los va a buscar, deseas que él no termine como el Lejía. Es policía —reflexionas—, sabrá cuidarse.Pichi te ha dejado a la puerta del lagar de Lobedu. Le recuerdas de nuevo en qué consiste su misión. Asegura que sí, que lo ha entendido. Y le das la paga del día: mil pesetas.En el lagar, como si hubieses traspasado la barrera del tiempo, te encuentras con los miembros de la antigua partida: Lobedu, el jefe; el Andaluz, que había engordado de una forma desmesurada; Kiko, que no quiere separarse de ti mientras te abraza; y Floro, vuestro enlace, el hombre invisible para las fuerzas de represión.—Qué bien te veo, Mayor —dice Floro, el único de vuestro grupo que no tuvo necesidad de huir, al ser un simple enlace al que nadie conocía. Él permaneció en el pueblo, oculto a todos.—A ver —vocea Lobedu, que ha comenzado a escanciar sidra para todos—, ir pasando el vaso.Os contáis lo ocurrido estos veintiséis años, vuestras aventuras y desgracias, y vuestros amores. La sidra va circulando, al igual que los tacos de jamón y las rodajas de embutido. Es una pequeña fiesta que os merecíais, que no es más que la celebración de que sobrevivisteis a lo ocurrido.—Cuando vosotros conseguisteis escapar —comienza a relatar Floro—, aún quedaron partidas por el valle: Peque y Tranquilo en Turón, pero los mataron en el otoño del 51; el Rubio y su gente cayó en febrero del 52; la del Gitano aún resistió en la montaña de Santa Bárbara hasta el verano del 52.—¿Qué fueron, los últimos? —pregunta Kiko, colocando un palillo entre los labios. Sonríes. Te has acordado de que el palillo era el símbolo que distinguía categorías sociales en los chigres: quien lo llevaba no era bebedor de sidra o vino, bebidas plebeyas; lo era de vermúes y otros licores más sibaritas a los que acompañaba un noble oliva.—Huy, los últimos, dices. Qué va —asegura Floro—, yo creo que el último fue José Castro Veiga, O Piloto. Estuvo dando guerra a la Guardia Civil hasta el 65, que fue cuando lo acribillaron en la ribera de Cantada, cerca del embalse de Belesar. Creo que fue el último, pero claro, no lo sabemos. Por los montes de Aragón, de Andalucía, de Cataluña, quién sabe lo que habría.—O Piloto —exclama Lobedu—, qué personaje. Había sido miembro de la CNT, y se contaban historias sobre él para todos los gustos. Yo creo que el único que le superó, en las aventuras que le achacaban, fue El Pote.—El Pote, buf. Fue como Atila —recuerdas a Pote, su base de operaciones siempre estuvo en la zona de Peña Ubiña, cerca del Pajares y en el límite con León—. A mí, me contaron —prosigue Floro— que en cierta ocasión se refugió en un pajar. Fue descubierto por el dueño, un antiguo excombatiente nacional. Pero este, le invitó a comer y a descansar. Pote sabía que el dueño no era de su cuerda, pero aceptó el reto. Y mientras Pote dormía, el excombatiente se dirigió hasta el pueblo a avisar a la Guardia Civil. Creo que había un trecho largo, tiempo que fue aprovechado por su mujer para darse un revolcón con Pote, y después ponerle en alerta. Cuando llegó la benemérita, Pote ya no estaba, y la mujer del excombatiente lucía una de sus mejores sonrisas.Nunca se sabrá si de todo lo que circuló sobre el Maquis fue verdad o larealidad se mezcló con los años en un halo de misterio, heroísmo y aventura. De lo único que tienes la certeza es que ningún día era igual al anterior, que se vivía de minutos extras que se robaban a la muerte. Y que nadie subió, ni escapó de las montañas sin cicatrices, tanto en el cuerpo, como en el alma.—Los que tuvieron unos cojones como pelotas, fueron los que desembarcaron en el Valle de Arán. ¡Qué lástima! Si hubiésemos estado conectados todos, otro gallo cantaría, como dice la canción. Pero aquello fue un desastre, si no hubiera sido por la radio y nuestros enlaces, nunca nos habríamos enterado de nada —se lamenta Lobedu.—Er problema no fue de comunicasiones —replica el Andaluz—. Lo que ocurrió es que se equivocaron al desembarcar en el valle de Arán.—¿Cómo que se equivocaron? Tenían la frontera al lado, por si tenían que refugiarse —Lobedu intenta imponerse, ha tenido la impresión que alguien cuestiona su capacidad táctica en el monte.—No me habéis entendido —dice de nuevo el Andaluz, con una sonrisa—. Se equivocaron porque debieron desembarcar por Covadonga, entonces hubiésemos ganado.La carcajada es general.—Los de la CNT siempre fuisteis muy raros —asegura Lobedu, con una sonrisa, dirigiéndose al Andaluz.—No te jode, y vosotros los comunistas, ¿no erais raros, verdad? —responde el Andaluz.—Menos que vosotros —asevera Lobedu—. Mira que la preparasteis en el 37, en Barcelona.—¿Qué preparamos? ¿Qué preparamos? —pregunta insistentemente el Andaluz, que muestra un incipiente enfado.—La repera, eso es lo que preparasteis. Pero a quién se le ocurre, en plena guerra, liarse a tiros con nosotros.
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