...El anciano se caló el pétaso, se acurrucó en el fondo de la barca y trató de conciliar el sueño. Aunque bien llevados, setenta años es una edad que merece respeto, sobre todo si una gran parte de ellos se han pasado en los campos de batalla o, peor aún, en los palacios imperiales. Había surcado aquel mar otras veces y siempre por razones dolorosas, y temía ver la costa alta y escarpada de Capri que iba acercándose mientras la barca tomaba velocidad llevada por la vela tensa y los remeros retiraban ya del agua sus palas. Temía también ver a Tiberio, porque no había sido capaz de decir nunca que no al emperador, y ahora se sentía demasiado viejo y cansado para decirle de nuevo que sí.Consiguió amodorrarse, pero fue un breve descanso. Las voces de los marineros no tardaron en despertarle y, mientras la barca demoraba la marchahasta detenerse, puso una mano fuera de la borda para recoger agua con la que refrescarse la cara y las ideas. Le ayudaron a subir al muelle, al otro lado del cual había atracada la imponente nave imperial siempre lista para zarpar. Siguió a los dos soldados que habían venido a recibirle al mando de un centurión, mientras un marinero jovencísimo, un muchacho apenas, le seguía llevándole la alforja con las pocas cosas con que había dejado Roma. Mientras caminaba, el hombre sonrió para sus adentros, y una vez más reconoció en Tiberio una gran inteligencia. No le había pasado inadvertido que los soldados no pertenecían a las cohortes pretorias que Augusto había creado como guardia oficial del emperador, y eran en cambio de la muy leal legión Marcias. Augusto había acuartelado en Roma solo a tres de las nueve cohortes, conservando algunas de ellas consigo, pero Tiberio había hecho construir en la capital los Castra Pretoria, cerca de la puerta Nomentana, y cinco años antes había concentrado allí, hasta el último hombre, a los pretorianos al mando del prefecto Lucio Elio Sejano. Al decidir retirarse a Capri, no había llevado consigo ni a un solo pretoriano: «Es evidente —pensó el anciano— que no se fía de Sejano tanto como se dice o como cree el propio Sejano».Le hicieron subir a una carreta descubierta de cuatro ruedas, muy espartana. Uno de los soldados cogió las riendas de los dos caballos, con su colega al lado, mientras el centurión iba sentado en el banco frente al anciano y permanecía respetuosamente en silencio. El muchacho, con la pequeña alforja sujeta con una mano y echada sobre un hombro, se mantenía con la otra aferrado al vehículo y realizaba el trayecto a largos trancos que daban la impresión de un vuelo, permitiéndose incluso canturrear. Pasaron junto a la villa que Augusto había hecho construir a los pies del Monte Solaro, y que había sido también la primera morada de Tiberio al decidir retirarse a la isla, prosiguieron por el mismo camino, divisando de lejos las otras residencias oficiales que el emperador había decidido erigir posteriormente una tras otra, nunca contento del resultado.
Crea tu propia página web con Webador