Entendí que debía de ser una ciencia muy bella, algo importante. Pero si no te tomas un respiro, continuarás amargado y ceñudo, y no creo que consigas captar toda la belleza de esas verdades que buscas…En esta ocasión no bajó la mirada y yo permanecí allí, en silencio, admirando a aquel rostro tan limpio. Cerré los libros y me acerqué al fuego.—¿En tu tierra el invierno es tan riguroso como aquí?—No, Yolanda. Se le parece, pero no tanto.—¿Qué quiere decir Palis?Sonreí para mis adentros al pensar en el nombre que había escogido durante la huida: Palis Jordanus.—Al igual que tú, jamás he conocido a mi familia. El viejo pastor que me recogió pensó en darme el nombre de una diosa, Palas, que velaba por la fecundidad de bueyes, cabras y ovejas y los protegía de la peste y, sobre todo, de los animales feroces.Las manos, ateridas por el frío y el uso del estilo, comenzaban a reavivarse con el calor del fuego, al igual que los pies. Yolanda continuó bordando mientras el leño se consumía.Seguía con atención aquellos dedos tan delicados que poco a poco creaban blancos pétalos de lirio sobre la tela colorada. Hice acopio de valor y rocé, con la mirada, las largas cejas negras que enmarcaban los ojos, no conseguí resistirme y me detuve en los labios rojos, entreabiertos, casi en forma de corazón. Y por mucho que me esforzase por mantenerme en calma, no dejaba de temblar. Mis ojos permanecían allí, bebiendo de aquel sueño nunca acariciado, entreabriendo el rojizo temblor de aquella boca.Dieron las completas. Me levanté, me coloqué la capa y salí mientras los latidos de mi corazón se confundían con las ráfagas heladas de la tramontana.La pequeña judería, en cuyo centro se erguía la sinagoga, estaba rodeada por una muralla que la separaba a poniente de la catedral de Saint-Nazaire. Tres de las cuatro puertas —que durante un tiempo estuvieron cerradas— solían estar abiertas. La única que había sido tapiada por orden del obispo Emengaud era la que daba a la plazoleta lateral de la catedral. La taberna no quedaba muy lejos y me adentré por el dédalo de callejones que ya conocía de memoria.La nevisca, arremolinada por las ráfagas del cierzo que silbaban en la calleja, me salpicaba el rostro. De vez en cuando, la tenue claridad de una linterna me permitía proseguir sin tropezar. Siempre atento a no deslizarme sobre aquella capa helada, alcancé la taberna. Era un local amplio, lleno de mesas y de techo bajo. Unas cuantas lámparas de aceite arrojaban más sombras que luces, pero se respiraba un aire despreocupado. Algunos parroquianos jugaban a los dados mientras la mayor parte rodeaba una mesa donde un joven tocaba un laúd y cantaba. Sus chanzas, unidas a las muchas jarras de vino, cerveza y sidra, suscitaban risas ininterrumpidas.Bernard no había llegado aún, así que, con una jarra de hidromiel, me quedé en una esquina. La mujer del tabernero era como todas: gruesa, de risa fácil y aficionada a las proposiciones más o menos galantes, siempre dispuesta a reír y cantar con todos. En aquel momento pedía al joven músico —que tenía toda la pinta de ser un clérigo errante— que recitase un clásico poema goliardo, en boga por aquel tiempo, La declinación del campesino.Dos clientes comenzaron a gritar, alzando sus jarras y trasegando sonoramente:—¡Nominativo singular!El joven pulsaba las cuatro cuerdas del laúd y, con voz dulce, como si estuviese entonando una canción de amor, respondía en latín y luego en occitano:—Hic vilanus… Este villano…—¡Genitivo singular!—Huius rustid… De tal palurdo…—¡Dativo singular!—Huic ferfero… A este diablo…
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